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Desdemona: bondad, resignación y sacrificio. Ante el "Otello" de Verdi.

Es el Otello de Verdi una de esas obras maestras de las que parece que todo está dicho. Revisitada una y otra vez en busca de nuevos puntos de vista, son muchas las teorías que con los años han ido surgiendo acerca del papel en la obra, el carácter e incluso el alma de sus personajes, descritos por Verdi con absoluta genialidad. Y es que nada más que una obra maestra puede surgir de la unión de dos genios como Shakespeare y Verdi, separados por varios siglos pero con una comprensión tan profunda del primero por el segundo que parecieran contemporáneos. A pesar de la gran admiración que Verdi siempre había sentido por el autor inglés, hubieron de pasar cuarenta años desde su anterior encuentro (Macbeth, 1847) hasta el estreno de Otello (1887), compuesta tras un vacío compositivo de trece años, desde el Requiem, y cuando ya parecía que el maestro se había retirado definitivamente. La comprensión profunda por parte del compositor del drama shakespeariano, unida al gran trabajo del libretista Arrigo Boito, daría lugar a una obra cumbre en la carrera de Verdi y en la ópera italiana, sólo igualada por su posterior Falstaff.

Otello, o los celos. Celos que mueven el devenir de la obra, que surgen de una vil insinuación, una chispa que hace prender una mecha inexorable. Celos infundados que emanan de los sutiles manejos de uno de los personajes más complejos de la literatura shakespeariana y, desde luego, uno de los mayores (si no el mayor) villanos de la historia de la ópera: Yago. Yago, al que todos llaman honesto, bajo su máscara de aparente bondad es capaz de destruir la gloria de Otello y la vida de Desdémona, de hacer desmoronarse al que parecía el más noble de los guerreros hasta el punto de hacerle caer en la locura, el asesinato y el suicidio. Nadie puede negar el papel protagonista de Otello, al que Verdi otorga ya desde su entrada una música gloriosa, si bien es cierto que es Yago quien mueve los hilos de la historia, quien hace que todo se precipite hacia el desastre de una forma vertiginosa. No en vano Verdi y Boito barajaron durante la creación de la ópera el nombre de Yago como título de la misma, idea que más tarde desecharon:

“Yago. Él es (es cierto) el demonio que pone todo en movimiento; pero es Otello el que actúa. Él ama, tiene celos, mata y se suicida. Por mi parte, creo que sería hipócrita no llamarla Otello. Prefiero que digan, “Intentó luchar con un gigante y fue aplastado” antes que, “Intentó esconderse detrás del título de Yago.” Si eres de mi opinión, bauticémosla Otello.” (Verdi en una carta a Arrigo Boito)

Con el gigante se refiere, por supuesto, al Otello de Rossini que, a pesar de lo que hoy pueda parecer si la comparamos con la versión verdiana, fue entonces una ópera de gran éxito y mundialmente conocida con la que Verdi había osado rivalizar.

Otello y Yago, por tanto, dos personajes que, como actor e incitador a la acción respectivamente, merecen esos primeros puestos protagonistas. Pero, ¿qué sería de Otello sin Desdémona? ¿Qué sería de los retorcidos planes de Yago sin una víctima inocente sobre la que cargar la culpa que le permitirá ascender en su posición, librarse de su rival, Casio, y vengarse de Otello por mantenerle en su puesto de simple alférez? La inocente y obediente Desdémona, que observa impotente la transformación de su esposo desde el amante tierno hasta el hombre completamente enajenado por los celos, sin que ella pueda hacer nada para evitarlo y sin conocer siquiera la causa de su mutación hasta que ya es demasiado tarde. Ignorante del veneno que Yago va poco a poco inyectando en el corazón de Otello, se afana en recuperar el vínculo de amistad que unía a su esposo con el capitán Casio, destituido de su puesto por un incidente conscientemente causado por la envidia de Yago. Un afán que no hará sino acrecentar las sospechas de un Otello que cree a ciegas todo lo que el “honesto” Yago le dice.

Podríamos caer en la tentación de ver a Desdémona como un simple accesorio, el chivo expiatorio al que le ha tocado sufrir la ira de su esposo y la fría venganza de Yago, quien no siente por ella amor ni odio, sino que simplemente la utiliza para vengarse de sus dos auténticos enemigos: Casio, el usurpador de un puesto que debía pertenecerle a él, y Otello, el causante de su infortunio. Y, sin embargo, Desdémona es mucho más. Sobre ella nos dice el propio Verdi:

“Desdémona no es una mujer, es un conjunto de virtudes. Es el ejemplo de la bondad, la resignación, el sacrificio. Es un ser nacido para los demás, inconsciente de su propio ser. Un ser que en parte existe y al que Shakespeare ha otorgado forma poética y ha deificado…”

otello koehler"Othello" por Christian Köhlner

A pesar de esa imagen de delicadeza, Desdémona es una mujer fuerte, luchadora y de espíritu aventurero. Verdi y Boito no nos ofrecen en su obra ese primer acto que Shakespeare sitúa en Venecia en el que la joven se enfrenta a su padre, Brabancio, por el amor del moro, creído por todos indigno de ella debido a su raza y su edad. Son sus deseos de aventura, personificados en Otello y en sus hazañas, los que despiertan en ella un amor puro y sincero por el guerrero, los que la hacen abandonar su patria y seguir a su esposo a Chipre, donde se está librando una guerra contra los turcos, donde la seguridad de su hogar y el cariño de su familia le son negados.

En ese sublime dúo del primer acto, los amantes recuerdan cómo se enamoraron, cuando ella escuchaba fascinada el relato de la emocionante vida de Otello. “E tu m’amavi per le mie sventure… ed io t’amavo per la tua pietà.” Es la primera intervención de Desdémona, que aparece como un remanso de paz después de la violenta tormenta y la pelea entre Casio y Montano. Su carácter aparece desde este momento hábilmente descrito en la música, que reserva para este personaje los fragmentos de mayor lirismo de la ópera. Incluso siendo éste el momento más lírico de Otello, no puede evitar referirse en tono heroico a sus hazañas pasadas, mientras que ella en ningún momento abandona ese tono delicado, apoyado en frases bellísimas, en arcos musicales largos y flotantes.

Lo mismo sucede en el cuarteto del segundo acto, en el que las palabras de súplica de Desdémona se elevan por encima de las intervenciones de Otello, Yago y Emilia, que continúan con la acción al margen de ella. La importancia dramática recae precisamente en estos dos últimos, que pelean por el pañuelo de Desdémona, pero es ella la que otorga valor y belleza musical al conjunto, de un efecto extraordinario. También en el dúo del tercer acto, cuando la acusación de infidelidad es ya directa, sigue dirigiéndose a su esposo en un tono de sumisión, obediencia y súplica, cargado de lirismo, especialmente en las frases intercaladas entre las interjecciones de Otello exigiendo el pañuelo que le regaló. Eso no evita que defienda su inocencia de una forma rotunda: “Casta, lo son.” Una esposa sumisa, sí, pero con un honor que defender.

Siguiendo esa descripción hecha por el propio Verdi, que la dibuja como un ser tremendamente altruista, Desdémona se empeña en hacer recaer sobre ella la culpa de lo que le sucede a su esposo. Pide perdón a sabiendas de que no ha cometido ninguna falta y se siente responsable de la angustia de Otello, a quien intenta “salvar” ofreciéndole su cariño y recordándole los tiempos felices. Todo esfuerzo es en vano. Tras la humillación pública a la que es sometida en ese espectacular concertante del tercer acto (de nuevo con el llanto de Desdémona elevándose en un canto celestial por encima de orquesta, coro y solistas), sólo cabe esperar un desenlace fatal.

Toda la primera escena del cuarto acto es un terrible presagio. La canción del sauce, (ya presente en el drama de Shakespeare) en la que narra la historia de la pobre doncella, Barbara, abandonada por su amante, es una metáfora de su propia desgracia, genialmente intercalada en su conversación con Emilia, en un tono más parlato que contrasta con la belleza melódica de la propia canción. Desdémona se pierde en su ensoñación en ese estribillo, repetido como una cantilena en forma de eco, “Salce, salce, salce…”, volviendo regularmente a la realidad para hablar con Emilia o asustada por el viento. Le sigue ese bellísimo Ave María, que se presenta como un rayo de esperanza desde su misma introducción orquestal, un último intento de devolver la cordura y la paz a su vida. Es la culminación del rol de Desdémona, la conjunción de todas sus virtudes en un fragmento de tal pureza melódica que nos hace olvidar por un momento el terror vivido y el que aún está por venir. La magia se rompe con la entrada de Otello, a la que sigue un inútil y desesperado intento por parte de ella de apaciguar a su esposo. El terrible destino se cumple. La pura, la inocente, la valiente Desdémona, se extingue, víctima de la venganza por un crimen que nunca cometió.