Puccini joven

Sobre la ópera Edgar de Giacomo Puccini

Los comienzos nunca son sencillos, especialmente en el mundo de las artes, donde el buen nombre de un artista contribuye en gran medida a la tasación de sus obras. Así pues, antes de que el apellido Puccini se hiciera famoso en el mundo de la lírica*, un joven Giacomo vivía su bohemia particular por las buhardillas de Milán. Rodeado de unos amigos tan perdidos como él, sus escasos 22 años y una beca recién conseguida le animaban a continuar su aventura como compositor. Sus primeras obras las escribiría al tiempo que compartía habitación con otro estudiante del Conservatorio de Milán, Pietro Mascagni -quien posteriormente también lograría alcanzar la inmortalidad con Cavalleria rusticana-, mientras que su primera ópera: Le villi, no llegó hasta después de su graduación. Por aquel entonces, el notable éxito que supuso su estreno escenificado llamaría la atención de Giulio Ricordi, referente absoluto de la época en el mundo de la edición musical, iniciándose así una estrecha colaboración entre ambos que se prolongaría hasta la muerte del editor ya en 1912. Podríamos decir que Ricordi fue una suerte de cazatalentos, que supo atisbar en Puccini los primeros esbozos de lo que serían unas cualidades dramáticas sin precedentes en el género. Así nació Edgar (1889), la segunda ópera de Puccini y la primera de todas ellas comisionada por la casa Ricordi; que -a diferencia de otras como Manon Lescaut (1893), La Bohème (1896) o Tosca (1900)- únicamente disfrutó de una acogida discreta y nunca mejorada pese a las múltiples revisiones sufridas por la partitura en los años siguientes. Todo apunta a que el escaso éxito se debió en gran medida al pobre interés argumental del libreto propuesto (e impuesto) por Ricordi. Prueba de ello es que Puccini, consciente del hecho, tomaría en lo sucesivo especial precaución a la hora de seleccionar las historias que musicaba, participando en su proceso creativo y llegando a recibir por parte de Ricordi el sobrenombre de “El Dogo” gracias a su gran poder de liderazgo. 

El libreto de Edgar, incapaz de medirse frente a los trabajos posteriores de Giacosa e Illica, está firmado por Ferdinando Fontana, quien se basó en la obra La coupe et les lèvres, escrita en París por el romántico Alfred de Musset unos 50 años antes del estreno de la ópera. Por su argumento, que nos presenta a un hombre obligado a elegir entre el amor casto de su novia y la abyecta lujuria de una joven gitana, es frecuente establecer paralelismos  con la Carmen de Bizet donde, sin embargo, el libreto perfila con exactitud la realidad social del momento: la Sevilla de principios del XIX. Por su parte, Edgar no se preocupa en absoluto de reflejar la vida del siglo XIV en Flandes –donde trascurre la acción-, sino que se contenta con exponer una imagen almibarada y pastoril durante todo el primer acto, que termina por volverse pura ficción durante el segundo y el tercero. Un estilo, en todo caso, demasiado alejado del verismo que haría famoso a Puccini y con él que difícilmente pudo sentirse reconocido.

El primer acto se inicia con un bucólico coro de campesinos, que sirve de telón de fondo a las intervenciones de Fidelia y Tigrana, las dos mujeres de Edgar. La primera, haciendo honor a su nombre, se mantendrá siempre leal a Edgar aunque él la abandone, cantándole al amor casto en su aria: “Già il mandorlo vicino”; la segunda, Tigrana, guarda con ella una relación antagónica. Entregada al hedonismo intenta convencer a Edgar para fugarse juntos, algo que finalmente consigue pese a los impedimentos de Frank, el hermano de Fidelia y a quien Tigrana también tiene enamorado. De esta primera parte guardan especial interés la ya nombrada aria de Fidelia y el “Questo amor, vergogna mia”, donde Frank se avergüenza de sí mismo por haber caído en los lujuriosos encantos de Tigrana.

Tras fugarse juntos, Tigrana dilapida en orgías palaciegas el dinero de Edgar, quien ya se arrepiente de haber abandonado a Fidelia: “Orgia, chimera dall’occhio vítreo” y busca en su recuerdo las fuerzas que necesita para abandonar su vida actual. No obstante, la joven gitana consigue seducirle de nuevo: “Toma el olvido de mis labios y el porvenir te sonreirá”, le repite. Finalmente la irrupción del ejército, que llega para acabar con la fiesta en el palacio, logra disipar cualquier duda en la cabeza de Edgar; Frank se ha convertido ahora en capitán y él debe seguir sus pasos, combatiendo en el frente para limpiar su conciencia. Tigrana intenta impedirlo sin éxito y antes de la caída del telón jura: “¡Serás mío o de la muerte!”. Desde el punto de vista musical este acto logra crear un ambiente más interesante que el primero, construyendo un dramatismo creciente apoyado por una presencia incisiva de los metales y las frecuentes intervenciones del coro al que, con frecuencia, se suma la caudalosa voz de mezzosoprano que Puccini escribió para la parte de Tigrana.

En el tercer acto el argumento del libreto continúa enredándose: Edgar parece haber muerto en el frente y su féretro se ha depositado sobre un catafalco en su ciudad natal. Allí está Fidelia que, lejos de guardar rencor a Edgar por haberle abandonado, se acerca a llorarle. Así canta el aria “Addio, mio dolce amor!”, llena del lirismo más genuinamente pucciniano y, sin duda, uno de los momentos cumbre de la ópera. Una vez terminado su llanto, Fidelia se resigna a escuchar las oraciones de los dos monjes que ofician la exequia, sin sospechar si quiera que uno de ellos es en realidad Edgar, quien ha decido fingir su muerte para evidenciar ante todos la avaricia de Tigrana. Así pues, cuando la joven gitana pide acercarse al féretro para rezar por el difunto, Edgar –disfrazado de monje- la tienta con collares y riquezas a cambio de que difame de él. Tras un pequeño momento de duda Tigrana acepta y, cogiendo el collar, admite ante toda la ciudad que Edgar era en realidad un traidor a su patria. Entrando en cólera, los soldados presentes se disponen a exhumar el cadáver, descubriendo confusos que dentro del ataúd no hay sino una armadura vacía. Entonces Edgar se desprende de su hábito de monje, demostrando a todos la perfidia de Tigrana, quien aún logra acercarse sibilinamente a Fidelia y apuñalarla por la espalda a modo de venganza.**

Atendiendo a lo anterior, resulta fácil afirmar que en Edgar las carencias del libreto se suplen a golpe de pentagrama, con arias, dúos y coros en los que ya está presente el inconfundible sello del compositor de Torre del Lago y que son capaces, casi por sí solos, de insuflar dramatismo a una historia algo descafeinada. A día de hoy Edgar se programa poco y por ello resulta interesante aprovechar cualquier oportunidad que se presente de disfrutarla en directo. No sólo por escuchar las seleccionadas páginas descritas en este artículo, sino también por la excelente oportunidad que nos brinda Edgar de conocer a un Puccini que, pese a su juventud, ya ofrecía sobradas muestras de genialidad.

*Si bien es cierto que el apellido de los Puccini gozaba en la época de cierto prestigio musical debido a su actividad como maestros de cámara del Duomo de Milán, éste no puede considerarse comparable al éxito y reconocimiento alcanzados por Giacomo Puccini con obras posteriores.

**Debido a las múltiples revisiones que sufrió la obra, en ocasiones la acción del tercer acto se divide entre éste y un cuarto, que toma como inicio el momento en que Edgar desvela a todos su identidad.