Tannhauser

Tannhäuser: una ópera alemana

“Si me había vuelto cada vez más, con involuntario impulso, hacia lo que con íntimo fervor intentaba abarcar anhelosamente como 'alemán', esto se me apareció aquí de repente en la sencilla representación de esta leyenda basada en la vieja y conocida canción del 'Tannhäuser'” (Richard Wagner, Mi vida)

Un hilo invisible une a Tannhäuser (1845) con otras dos de sus obras: Lohengrin (1848) y Die Meistersinger von Nürnberg (Los maestros cantores de Nuremberg, 1867). No en vano las tres surgen de un mismo impulso creativo que podemos fechar entre 1841 y 1845. Mientras Lohengrin fue escrita inmediatamente después de Tannhäuser y casi sin solución de continuidad, Die Meistersinger tuvo que esperar aún unos cuantos años, si bien sabemos por su autobiografía que en 1845 Wagner tenía ya ideas muy concretas acerca del libreto.

El elemento común, más allá de la coincidencia cronológica, yace en su carácter de dramas históricos, género que Wagner sólo emplearía en estas obras. Y el contexto sociopolítico que da lugar a esta apuesta lo encontraremos en la agitación nacionalista que, desde una perspectiva progresista y/o liberal, presionaba ya entonces fuertemente por la destrucción de ese curioso reino de taifas que ocupaba por entonces el suelo nacional alemán. Como en el resto de procesos de construcción nacional a nivel europeo (desde la apelación española a la Reconquista a la recuperación del legado del Reino de Aragón y la dinastía condal en Cataluña, por poner dos ejemplos cercanos), se trataba de establecer momentos fundacionales que dieran consistencia política y un proyecto compartido a determinados espacios cultural-nacionales que por uno u otro motivo no habían alcanzado la consistencia de los proyectos nacionales inglés y francés respectivamente.

Esta agitación tuvo efecto en Wagner y sus lecturas, centradas en este período en la literatura clásica alemana. Si bien estas fuentes nutrieron el resto de la obra de Wagner (Tristan und Isolde -1859-, Der Ring des Nibelungen -1848/1874- y Parsifal -1882-), en ninguno de estos casos las fuentes tienen carácter histórico sino legendario y en vano buscaremos en ellos un impulso nacionalista, a pesar de los denodados y entrañables esfuerzos de algunos analistas amantes del tópico. Mientras estas piezas buscan la depuración de los elementos ajenos a la esencia simbólica del drama tomando de algún modo la tragedia griega como modelo, lo que encontramos en Tannhäuser y Lohengrin son sendos dramas históricos en los que la ambientación historicista resulta sustancial, siendo Die Meistersinger el reverso cómico de la primera (al modo en que toda sesión trágica en Atenas culminaba con una comedia).

Ello no nos debe llevar a la idea de que estos grupos de obras constituyen compartimentos estancos. La unidad de la obra wagneriana es a pesar de todo incuestionable y se desarrolla como la solución progresiva de ciertos problemas dramaturgicos, musicales y filosóficos que, con distintos enfoques, son los mismos en el conjunto de la obra wagneriana. En este sentido Tannhäuser, sin conseguir ni la perfección formal ni la claridad expositiva de los dramas de madurez, representa un enorme salto adelante respecto a Der fliegende Holländer (El holandés errante, 1842). De una parte por la densidad de la problemática filosófica expuesta, que avanza mucho más allá de la tan socorrida “redención mediante el amor”, y de otra por la enorme audacia del planteamiento músico-dramático. Para darse cuenta de este último aspecto basta con una simple cronología, que sitúa esta obra entre Ernani (1844) y Macbeth (1847) por poner dos ejemplos de lo más avanzado de la ópera italiana en aquel momento, es decir, Verdi.

Aún cuando esta revitalización de la tradición histórica y literaria alemana eran relevantes en el impulso que llevó a Wagner a la creación de Tannhäuser lo esencial en este drama tiene profundas relaciones con la problemática de Tristan und Isolde y de Parsifal. En relación a esta primera obra es evidente la imposibilidad de encontrar una tercera vía más allá del orden social, de una parte, y la autodestrucción mediante el exceso y el deseo de la otra. Para desarrollar esta cuestión, tan wagneriana por otra parte, Wagner introdujo el monte de Venus y a la misma diosa aún cuando esta no tenía la menor relación con el personaje histórico de Tannhäuser (poeta alemán del siglo XIII) ni con sus obras, y sí en cambio con una cierta leyenda desarrollada posteriormente en relación al personaje.

La obra arranca, como es sabido, con una espectacular y ya inusualmente larga obertura. Pero no sólo eso: en la forma en que es ejecutada habitualmente (que incluye cambios que Wagner introdujo para el estreno en París en 1861 y en Viena en 1875) la orquesta continúa desarrollando el drama interior de Tannhäuser en medio de coros y melodías fuera de campo, con la única interrupción del dúo entre Tannhäuser y Venus, no muy convencional a su vez. Todo ello ocupa prácticamente la primera hora de la representación.

El caos de versiones, cortes y añadidos da al conjunto un cierto carácter ecléctico ya que los añadidos para la versión de París (esencialmente conservados en la de Viena) fueron escritos después de la composición de Tristan un Isolde (pero antes de su estreno). De manera que a la vez que se conservan brillantes (y extremadamente inspirados) números de conjunto como el del final del II acto -tal vez el pasaje más bello de la obra- y bellas melodías cantabile como la famosa canción de la estrella de Wolfram en el tercer acto, nos encontramos con prolijos pasajes orquestales de una densidad y un cromatismo completamente ajenos a la ópera romántica. Y no hay duda de que ello puede haber dificultado gravemente la recepción por parte del público parisino. Si la obligación de introducir un ballet para los estrenos en la ópera de París parecía que tenía que introducir un elemento tradicionalista de convención en la obra el efecto es más bien el contrario y, como ya se ha dicho, después de una hora de ópera prácticamente no se ha desarrollado acció alguna a parte de la huída de Tannhäuser del reino del placer y su ruptura con Venus. Si tenemos en cuenta que Wagner no había estrenado todavía ni Das Rheingold (El oro del Rin, 1854), ni Die Walküre (La valquiria, 1856), ni Tristan und Isolde a pesar de estar ya compuestas todas ellas, nos podemos hacer una idea de lo excesivo, anticonvencional, audaz y anticomercial de una propuesta como Tannhäuser ya en Dresden en 1845 y mucho más en París en 1861. Que a pesar de ello Wagner esperara con Tannhäuser revelar al mundo su talento se lo debemos sin duda a su proverbial (y ciega) autoconfianza. Y aún así el estreno en Dresden convirtió a Wagner en un fetiche para una cierta intelectualidad ajena al habitual público de la ópera, fenómeno que se produjo también en París ya que a pesar del sonoro fracaso Wagner ganó allí el nada desdeñable entusiasmo de todo un Baudelaire (y también de Gautier), que ya había visto el año anterior a Wagner dirigir en versión concierto algunos fragmentos de sus obras y escribió para la ocasión “Richard Wagner y Tannhäuser en París” (1861).

Desde el punto de vista de los usos operísticos tradicionales Tannhäuser es la primera obra wagneriana en que la ruptura con la estructura de números cerrados se hace evidente (mucho más que en Der fliegende Holländer) y la famosa “melodía infinita” se abre paso ya apuntando al Ring y a Tristan. Tan consciente era Wagner de ello que a pesar de la oportunidad que le brindaba la escena del torneo de cantores en Wartburg de presentar una serie de números cerrados, construyó la escena como un debate a tres bandas (entre Tannhäuser, Wolfram y Walther) con un discurso extremadamente fluído. Como todo ello no fue en absoluto entendido en su momento se entiende que el fracaso de Tannhäuser (relativo en Dresden y catastrófico en París) fuera para Wagner un golpe moral y la pérdida de la inocencia.

En la mencionada escena se desarrolla el nudo filosófico del drama. Tannhäuser vuelve de su dionisíaca experiencia en el Venusberg para reinsertarse en la sociedad bienpensante (es decir, la corte del Landgrave y el colectivo de cantores) pero lo hace todavía con la voluntad de aportar su experiencia en el lado oscuro del mismo modo que Wagner pretendía todavía triunfar con su obra en el circuito convencional de los teatros. El choque es, sin embargo, frontal como lo fue el de Tannhäuser con el público convencional. En eso la obra expresa una profecía sobre sí misma. El mencionado debate gira alrededor del amor que, como siempre en Wagner, es un modo de referirse a la experiencia no cosificada, a la verdadera fusión con el otro, con lo colectivo. Se trata por tanto de preguntas tales como: cómo enfrentar nuestras vidas? Hay que evitar su sentido tràgico? Eso cree Wolfram en actitud ascética (“Ante mí aparece una fuente de placeres en los que mi espíritu gozoso se solaza. De ella brota una bendita alegría que indescriptiblemente renueva mi corazón.¡Ah! ¡Que jamás pueda yo mancillar esas límpidas aguas ni enturbiarlas puedan nunca impuros sentimientos!”). Hay que afrontarlo? Eso cree Tannhäuser (“¿Quién no conoce esa fuente? ¡Cantaré sus virtudes! Obsérvame. Aunque yo no puedo acercarme a ella sin sentir arder en mí el deseo. He de aplacar mi sed con los labios. Bebo la felicidad en enormes sorbos sin duda o consideración alguna pues es fuente tan inagotable como mi propia sed. Me refresco una y otra vez en sus aguas para que mi ansia arda eternamente”). Y no porque sea un personaje secundario cabe despreciar la aportación de Walther, para el cual el deseo y la dialéctica del placer y la frustración son un apantalla que nos separa de la verdad/realidad (“La fuente de la que habla Wolfram también la conoce mi espíritu. Tú Heinrich, estás sediento de ella, y no la conoces de verdad. Permíteme, pues, decirte que esa fuente es la virtud verdadera. Debes venerarla con todo tu ardor y adorar su serena nitidez. Si en sus aguas, posases tus labios para aliviar pasiones impuras, aunque sólo bebieras de su superficie, se desvanecería para siempre la magia de su poder). La defensa de Tannhäuser culmina con un canto suicida a las virtudes de Venus con el que se autoexcluye una vez más del orden social.

Si la salvación no se halla (como ya ha descubierto en la primera escena, y por eso huyó del Venusberg) en el deseo inmoderado y la autodestrucción tampoco se puede encontrar en esa densa red de hipocresías, intereses y mediocridad que representa el Wartburg. La tentativa de conseguir el perdón papal y el peregrinaje a Roma enfrentan a Tannhäuser a un duplicado del Wartburg y a un nuevo rechazo. La salvación no se encuentra ni en el deseo autodestructivo ni en la búsqueda de la aprovación social. La salvación se encuentra en la experiencia auténtica e incondicionada de la fusión con el otro, con los otros. En el amor. En Elisabeth.

Nos cuenta Wagner en su nunca suficientemente valorada autobiografía que “ahora se descubrió que yo había introducido provocativamente una tendencia reaccionaria con el Tannhäuser, pues era evidente que, al igual que Los hugonotes de Meyerbeer respecto al protestantismo, mi Tannhäuser debía enaltecer el catolicismo. Durante mucho tiempo me acompañó en serio el rumor de haber sido sobornado por el partido católico para escribir Tannhäuser

Con Tannhäuser Wagner no escribió una obra cristiana sobre el perdón. Escribió una obra sobre la difícil integración del sujeto en la sociedad, sobre el deseo y el orden, la frustración y el exceso. Seamos o no alemanes, seamos o no cristianos, Wagner escribió una obra sobre nosotros mismos, como siempre.