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La familia García: Manuel García, artista y padre de artistas

El siglo XIX fue en música el siglo del bel canto, del desarrollo de la lírica y de la voz tal y como hoy la conocemos, de un arte que debe muchísimo a la familia protagonista de esta pequeña serie de artículos que hoy da comienzo: la familia García. Toda una dinastía de cantantes y compositores españoles que llevaron su arte mucho más allá de nuestras fronteras y que fueron admirados por sus contemporáneos como algunos de los más grandes artistas de su tiempo. Siempre es buen momento para dedicar unas líneas a esta ilustre familia, pero si hemos de buscar una excusa, podemos remitirnos al acontecimiento que se celebra esta semana en el mundo de la música: el bicentenario del estreno de El Barbero de Sevilla. Y es que Manuel García, tenor, compositor y padre iniciador de este clan de artistas, fue además el encargado de estrenar el rol de Almaviva en la mencionada obra de Rossini.

Manuel del Pópulo Vicente Rodríguez García nació en Sevilla un 21 de enero de 1775. Comenzó sus estudios de música probablemente en el coro de la catedral, aunque no tomaría clases de canto hasta mucho después de ser un tenor consagrado. Se casó dos veces, ambas con artistas. Su primera esposa fue la cantante Manuela Morales, que actuó junto a su marido en muchas de sus composiciones hasta que fue reemplazada por Joaquina Briones, amante de García y su segunda esposa. De su primer matrimonio tuvo Manuel García dos hijas, una de las cuales, Josefa Ruíz García, seguiría también la carrera de cantante. También Joaquina Briones fue una soprano muy reconocida en su tiempo, que acompañó a su marido en todos y cada uno de sus destinos por el mundo, cantando junto a él y encargándose de la educación musical de sus hijos: el barítono del mismo nombre Manuel García y las mezzosopranos Pauline Viardot-García y María Malibrán, que no le quedaron a la zaga a su padre ni en fama ni en talento. Subraye esto el dicho de que detrás de todo gran hombre hay una gran mujer, en este caso dos, más que dignas de mencionar aquí.

Pero volvamos a nuestro protagonista. Fue Manuel García un hombre polifacético, pues destacó en su vida como compositor, director, empresario teatral y profesor de canto, además de, por supuesto, como tenor, su faceta más conocida e internacional. Sus contemporáneos lo describen como un tenor de voz profunda, de carácter dramático, un gran actor, seguro y hábil sobre el escenario, con facilidad para la improvisación y la ornamentación, y que sabía complacer con su virtuosismo a un público entregado (aunque no siempre a la crítica más erudita). Características todas ellas que le catapultaron hasta lo más alto en su brillante carrera. Debutó en Cádiz, ciudad en la que pasó su juventud, aunque su primera actuación de importancia sería en el año 1798 en el Teatro de los Caños del Peral de Madrid, con la interpretación de una tonadilla. Fue en este género en el que desarrollaría sus cualidades vocales, gracias a la adición de numerosos ornamentos virtuosísticos de su propia cosecha que le servirían como entrenamiento para esos “rossinis” que estaban por llegar. Sería también el encargado, en estos primeros años, de interpretar el rol del Conde en el estreno español de Le Nozze di Figaro de Mozart (1802). La búsqueda de una mayor gloria y sus problemas con los teatros le llevarían unos años después, en 1807, a abandonar Madrid por París. Llegaría después Nápoles, de nuevo París, Londres y el Nuevo Mundo, para, al final de su vida, volver a la capital de Francia, donde moriría en el año 1832.

Durante su estancia en Nápoles (1812-1816) su camino se cruzaría con el de Rossini, que en el año 1815 era contratado por el empresario Domenico Barbaia para componer una serie de óperas serias para el Teatro San Carlo. Ya en 1815 debutaba García el rol de Norfolk en Elisabetta, Regina d’Inghilterra, para al año siguiente encargarse del ya mencionado Almaviva en Il Barbiere di Siviglia, que Rossini compuso pensando en su tenor preferido (por el que probablemente además se dejó aconsejar). En 1821, cantaba también Otello junto a Giuditta Pasta en el estreno parisino de la ópera. Su habilidad dramática y su voz poderosa a la vez que flexible le permitieron convertirse en el mejor Don Giovanni de su tiempo, teniendo una gran importancia en la popularización de dicha ópera en Francia. Su Otello, su Almaviva y, sobre todo su Don Giovanni, fueron aclamados en Europa en los años siguientes, hasta que en 1824 dejó todo atrás para aventurarse al Nuevo Mundo junto a su esposa y sus hijos. Poca gente imaginaría que es a él a quien debemos la presentación en América de las más importantes obras de Mozart y Rossini. Primero en Nueva York y después en México, siguió actuando y presentado nuevas óperas, ante un público curioso y ávido de cultura europea.

A su vuelta de México (1829) se establecía definitivamente en París. Su declive vocal era ya claro, por lo que no tardaría en retirarse de los escenarios para dedicarse a otra labor que probablemente le apasionaba tanto como la interpretación: la enseñanza. Años antes, durante su estancia en Londres, ya había fundado allí una escuela de canto y publicado sus Exercises and Method for Singing (1824). Ahora, en París, se convertía en el profesor más reclamado de la ciudad. Fue tutor de ilustres alumnos, algunos de los cuales (Madame Raimbault, Adolphe Nourrit o su propia hija María), se convertirían en los más prestigiosos cantantes del siglo XIX. A su muerte, su hijo Manuel recogía el testigo con la continuación de su escuela de canto, que en sus manos ganaría aún un prestigio mayor.

Como compositor, Manuel García nos ha legado un amplio catálogo (más de cincuenta títulos) de música vocal y escénica. Compositor de tonadillas en sus años jóvenes, pronto se pasó a la ópera, campo en el que más destacó, a pesar de que sus obras no se han conservado dentro del canon. Sus tonadillas El majo y la maja y La Declaración fueron estrenadas en los últimos años del siglo XVIII durante su estancia en Madrid. También algunas de las operetas que compuso en su etapa juvenil alcanzaron gran éxito, como Quien porfía mucho alcanza y, sobre todo, El criado fingido, que se representó hasta el año 1832 y cuyo polo “Cuerpo bueno, alma divina” fue utilizado por Bizet para la composición del último entreacto de Carmen. Pero de su etapa madrileña hay que destacar, por supuesto, su ópera-monólogo El poeta calculista (1805), que alcanzó una fama inesperada. El aria de esta ópera, “Yo que soy contrabandista”, se extendió como la pólvora por toda Europa. Sus dos hijas, María Malibrán y Pauline Viardot, intercalaban el aria en la escena de la lección de canto de El Barbero de Sevilla; años después, Franz Liszt componía un Rondeau Fantastique basado en la misma e incluso tomó forma de obra dramática de la mano de George Sand, que se inspiraría, a su vez, en la pieza de Liszt. Sólo unos pocos ejemplos de cómo esta canción se convirtió en un auténtico hit de las “listas de éxitos” del siglo XIX.

Il Califfo di Bagdad (1813), de sus años en Nápoles, fue su ópera bufa más aplaudida, incluso después de la llegada de Rossini. Tanto ésta como El Poeta Calculista tuvieron una calurosa acogida en París, pero García, siempre pensando en su querido público, quiso adaptarse a los gustos franceses con la composición de varias obras en este idioma. Destaca La mort du Tasse (1821), que supuso la consagración definitiva del compositor. Su frenética actividad le impidió prestar a sus composiciones la atención que habría sido deseable, y algunas de sus obras posteriores acabaron en fracaso. Al final de su vida, volvía a la música española (que realmente nunca abandonó) con la publicación de sus Caprichos Españoles (1830).

La música de García se encuentra a medio camino entre el clasicismo de inspiración mozartiana y el romanticismo interpretativo. En su época era considerado un compositor al estilo antiguo aunque, curiosamente, en el terreno del canto, sería mundialmente reconocido por acercar al romanticismo los personajes de Mozart, gracias a su talento actoral y su fuego a la hora de cantar. Del Romanticismo adopta García ese afán por el virtuosismo, por complacer al público con infinitos alardes de técnica, improvisaciones y ornamentos, al estilo de Liszt o Paganini[1]. La faceta compositiva y la interpretativa se fusionan al ser él a la vez intérprete y autor de casi todas sus obras. Su cuidado equilibrio entre el estilo operístico internacional y la esencia española aprendida en su juventud gracias a tonadillas y sainetes, fue la clave de su éxito. La moda española en París fue impulsada en buena parte gracias a él y a sus hijas, intérpretes de muchas de sus canciones. Fue un hombre apasionado, a menudo de mal talante, inasequible al desaliento, dotado de un talento excepcionalmente variado. Llegó a lo más alto y, a pesar del lógico declive de sus últimos años, nunca se bajó de la cima. Su muerte fue sólo en parte su fin. Su vida, su talento, se prolongaba en sus hijos, a quienes tan fervientemente había inculcado su arte.

[1] Radomski, J.: Manuel García (1775-1832). Maestro del bel canto y compositor.