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Un mar enfurecido

Lucerna. 13/08/2016. Festival de Lucerna. Mahler: Sinfonía no. 8. Peter Mattei, Andreas Schager, Samuel Youn, Ricarda Merbeth, Sara Mingardo, Mihoko Fujimura, Juliane Banse y Anna Lucia Richter. Orquesta del Festival de Lucerna. Orfeón Donostiarra, Tölzer Knabenchor, Coro de la Radio de Baviera, Coro de la Radio de Letonia. Dir. musical: Riccardo Chailly.

Releyendo la partitura de la Octava de Mahler, Claudio Abbado había renunciado a dirigirla en 2012 como colofón al ciclo mahleriano que venía acometiendo con la Orquesta del Festival de Lucerna desde 2003. Esta renuncia supuso en su momento una gran desilusión para todos los mahlerianos. Lo cierto es que Claudio Abbado no apreciaba demasiado esta monumental sinfonía, donde no encontraba al Mahler melancólico y sufriente que había exaltado durante toda su carrera. Fallecido en 2014, Claudio Abbado dejó pues su ciclo mahleriano inconcluso. De ahí que Michael Haeflinger, el talentoso intendente del Festival de Lucerna, pidiese a Riccardo Chailly que retomase esta sinfonía pendiente para inaugurar su etapa al frente de la orquesta del festival. Así se mataban dos pájaros de un tiro: se daba inicio a una nueva era pero se afirmaba un cierto signo de continuidad con el legado anterior.

Con la llegada de Chailly la Orquesta del Festival de Lucerna de algún modo se ha “normalizado”: no es ya una orquesta conformada en adhesión personal a Abbado por parte de todos los músicos, una suerte de “orquesta de amigos”, pues buena parte de los intérpretes habían trabajado anteriormente con él, ya fuera en la Gustav Mahler Jugendorchester, en la Mahler Chamber Orchestra, en la Orchestra Mozart o las numerosas ocasiones que Abbado se puso al frente de los filarmónicos de Viena y Berlín. De hecho, algunos músicos han renunciado ha permanecer en la formación desde la ausencia de Abbado. La orquesta es ahora más bien el emblema del Festival, que retiene ese glorioso y reciente pasado como parte de su ADN, pero que parece dispuesta a explorar un nuevo horizonte.

Podrá discutirse la elección de un director musical estable para la Orquesta del Festival de Lucerna (durante un tiempo parecía que iban a articularse otras fórmulas) y podrá cuestionarse por supuesto la elección de Chailly, que nunca antes se había puesto al frente de esta formación y que si bien cultivo cierta amistad con Abbado, no era tampoco uno de sus íntimos. Pero la orquesta necesitaba nuevas perspectivas, una nueva identidad y enfrentarse a un repertorio más amplio, en la búsqueda de seguir siendo lo que fuera, esto es, una formación única, convertida en poco tiempo en una de las mejores del mundo.

Sea como fuere, para esta inauguración de la presente edición, el Festival de Lucerna ha decidido hacer las cosas a lo grande, con una campaña de comunicación inaudita en torno a la llegada de Chailly y tirando la casa por la ventana para recuperar una interés general que parecía de capa caída desde la muerte de Abbado.

El dispositivo en torno a esta Octava de Mahler era por descontado impresionante. Cuatro coros: el legendario Tölzer Knabenchor al completo,  el coro de la Radio Bávara -uno de los mejores, si no el mejor del mundo-, el Coro de la Radio de Letonia y el Orfeón Donostiarra, que había inaugurado la era de Abbado en 2003 con una Segunda sinfonía de Mahler ya mítica, y con cuyo regreso se confirma ese intento por sellar una transición que es al mismo tiempo una continuidad.

La orquesta, con algunos cambios en sus atriles, sobre todo en los miembros procedentes de la Scala de Milán, era sustancialmente la misma que en la última edición. Y junto a ellos, ocho solistas entresacados de lo más granado del panorama vocal de hoy en día: Peter Mattei, Andreas Schager, Samuel Youn, Ricarda Merbeth, Sara Mingardo, Mihoko Fujimura, Anna Lucia Richter y Juliane Banse, recambio de última hora para Christine Goerke, prevista inicialmente. Con semejante orgánico, la visión del escenario de Lucerna era abrumadora.

Y ciertamente abrumó en demasía, sobre todo en la primera parte del concierto, que no es ni la más asequible ni la más seductora, y en la que el sonido se antojó demasiado fuerte para la acústica de la sala, que jamás había acogido una sonoridad tan mayúscula. Los detalles apenas se escuchaban, los solistas parecían ahogados en un océano de coristas y el conjunto se escuchaba saturado, como en un equipo de alta fidelidad con el volumen al máximo. Quizá un coro con menos efectivos hubiera sido una decisión más razonable para evitar ese sonido que se asemejaba a un mar enfurecido.

Obviamente, la sinfonía como tal, fuera de cualquier medida, invita a este exceso: Mahler quiso dar cuenta de la divina creación universal de un modo real y espiritual al mismo tiempo, vinculando espiritualidad, literatura y música en una construcción inaudita. En la primera parte la música se apoya en un himno medieval de Pentecostés en latín, de Hrabanus Maurus (Arzobispo de Maguncia), “Vieni, creator spiritus”, al que Adorno se refería irónicamente diciendo “¿Y si después no viene?”, aludiendo a la aparente falta de inspiración del fragmento que es a decir verdad un fracaso notable, como si el mundo se abriese al Espíritu en un clima apocalíptico. Lo cierto es que esta obra se aparta del lenguaje malheriano más habitual, siendo de hecho más vocal que sinfónica, por mucho que por momentos recuerde a otras sinfonías del ciclo, singularmente la Cuarta y la Sexta.

La segunda parte de la partitura, escrita sobre el texto alemán de la escena final del Fausto de Goethe (aproximadamente mil años separan este texto del anterior), parece más ordenada, como si fuese el final de una ópera, con sus correspondientes intervenciones. Entre los solistas de esta ocasión, sobresale Peter Mattei (Pater ecstaticus), cantando su parte con gran claridad, con naturalidad y profundidad. Lo mismo cabe decir de Sara Mingardo (Mulier Samaritana), con un instrumento sin demasiado volumen, pero capaz de imponer su texto por la buena impostación y proyección de la voz. Bella también la intervención de Mihoko Fujimura, muy profunda como Maria Aegyptiaca; y espléndido el legato y el agudo imponente de Juliane Banse como “una poenitentium”. Ricarda Merbeth (Magna Peccatrix) hace gala de una voz potente y bien controlada, si bien de timbre algo frío. Magníficamente controlada asimismo la Mater Gloriosa de la joven Anna Lucia Richter, interpretando su parte desde lo alto, con sonidos seráficos verdaderamente increíbles. Mas domeñado que en su Parsifal de Bayreuth, Andreas Schager (en el difícil papel del Doctor Marianus) tuvo que luchar constantemente con el resto de elementos sonoros, salvando la parte con garantías. De entre todos los solistas, se impone la natural modulación del instrumento de Peter Mattei, sin efectos gratuitos, lo mismo que el bello timbre de Samuel Youn, de canto siempre elegante, delicado e inteligente en la parte del Pater Profundus.

Un conjunto fenomenal, ciertamente, al que corresponden unos coros excepcionales, en particular los jóvenes del Tölzer Knabenchor, que junto al Orfeón Donostiarra dan voz a un coro de ángeles inolvidable, en un efecto sonoro multiplicado por la acústica reverberante de la sala diseñada por Jean Nouvel.

Al frente por vez primera de la Orquesta del Festival de Lucerna, Riccardo Chailly consigue reproducir el universo sonoro de Mahler a través del singular color de esta formación. El inicio sinfónico de la segunda parte alcanza cotas de emoción notables. Espléndido desempeño de las maderas (singularmente Jacques Zoon en la flauta, Ivan Podyomov magnífico con el oboe y el fenomenal clarinete de Alessandro Carbonare) y las trompas, tan solicitadas (Alessio Allegrini, simplemente mágico con el corno).

Si bien nunca he tenido la Octava por una de mis sinfonías preferidas de Mahler, diría que la apuesta en esta ocasión ha merecido la pena: Riccardo Chailly ha entrado con buen pie en su nueva etapa como líder de esta mítica orquesta. ¡Buena suerte!