Jansons Ax Salzburgo Marco Borrelli

La simplicidad de la música

Salzburgo. 21/08/2016. Festival de Salzburgo. Mozart: Concierto n.º 22. Bruckner: Sinfonía no. 6. Emanuel Ax (piano). Wiener Philharmoniker. Dir. musical: Mariss Jansons

El 21 de agosto de 2016, entre las 11 y las 13 horas del mediodía, no asistimos a un concierto más entre tantos del Festival de Salzburgo. Y es que Mariss Jansons, Emanuel Ax y los Wiener Philharmoniker simplemente hicieron música. Hacer música quiere decir “cancelarse” tras la partitura, tras un respeto simple y natural, sin efectismo, sin manierismos, sin otra vocación que ejecutar con fluidez y gran alegría el concierto de Mozart n. 22 Kv 482, en Mi bemol mayor, el más extenso escrito por Mozart. Tras haber confiado la parte solista -en las dos últimas ocasiones que interpretaron la partitura- a un director que era también pianista (Barenboim y Buchbinder), se retomaba la tradicional colaboración entre solista y batuta,  aquí con Emanuel Ax, pianista americano de origen polaco, artista en las antípodas del virtuoso narcisista, siempre al servicio de la música. La pareja Ax/Jansons funcionó a las mil maravillas; orquesta y solista han interpretado la música entrelazándose, sin que el director haya impuesto una dirección, construyendo más bien una cuadratura musical en la que la labor del solista se ponía en valor.  Sea con el volumen, muy retenido, sea con el juego interno entre solista e instrumentistas (con las maderas, sobre todo), se trataba de hacer simplemente música con una naturalidad y sencillez increíbles.

Emanuel Ax no da la impresión de estar ejecutando una partitura difícil, no parece tocar para demostrar algo sobre sí mismo, no busca imponerse: toca con fluidez y ligereza, sobrevolando el teclado, con cadencias a veces inauditas y con un ritmo quizá no espectacular pero que arroja a la perfección el ambiente tan sonriente del concierto en cuestión, escrito en un momento singularmente feliz de la vida de Mozart, en torno a 1785. Me interesó en particular el sistema de ecos establecido entre la orquesta y el solista, lo mismo que el juego de éste con las maderas (fulgurante el clarinete de Ernst Ottensamer, así como el fagot y la flauta en el famoso tercer movimiento, inmortalizado por Milos Forman en la película Amadeus). Se percibe también la concentración de Ax en el Andante, el segundo movimiento, que suena delicado, muy interior, trazando un universo personal, un paisaje comedido y conmovedor. La interpretación de un Mozart tan natural, nunca insípido o tedioso, un Mozart puramente placentero, me pareció de una rara frescura. Y Mariss Jansons, que se prodiga poco en este repertorio, demuestra también una gran capacidad de adaptación y un cuidado exquisito del diálogo entre director y solista, con una atención al otro que es en cierto modo también una lección de humanismo iluminista, lo que lleva a lamentar que no escuchemos más a menudo su Mozart, tan pacífico y tan poético. Interpretado de esta manera, con esa atención recíproca y esa seguridad y confianza musical de uno y otro, este segundo movimiento se convirtió en una de esas raras ocasiones en las que el oyente se siente invitado a la escucha en un modo casi camerístico, por mucho que se encuentre sentado en la amplia Grosses Festspielhaus de Salzburgo. Un momento, en fin, de pura música que se hubiera podido prolongar hasta el infinito.

Si hay un vínculo entre este Mozart y el Bruckner de la segunda parte, con la Sinfonía no. 6 en La mayor, está a buen seguro en el nexo entre el Adagio de la sinfonía y el Andante del concierto: los claroscuros en Buckner sonaban como un eco de la fuerza interior el segundo movimiento de Mozart. Estos claroscuros se apoyan sobre el fantástico cuerpo sonoro de la Wiener Philharmoniker, con unos metales en sordina que suenan formidables, y con ataques en las cuerdas en un juego espléndido que construye un espacio ligeramente tenso y al mismo tiempo muy abierto, con una respiración amplia, sin insistencia, como si la música se tornase naturaleza.

Porque la naturaleza percibida en Mozart se reencuentra en la interpretación de la sinfonía de Bruckner, obviamente con un sello muy distinto. “Die Kekste” (la más descarada), como la denominaba Bruckner: lo que une las dos obras va más allá de la naturaleza, es una impresión de apertura y positividad. Jansons consigue no resultar nunca monumental o insistente, tampoco brutal, sin brusquedades, como en una cadena infinita de sonidos que se ligan unos a otros desarrollándose sin ruptura. Esa impresión de serenidad sin fin, se percibe ya desde el primer movimiento, con ese ligero diálogo entre las cuerdas, sobre el que intervienen los metales, majestuosos aunque no abrumadores, continuando de algún modo la fluidez del discurso: la ligereza se entrelaza con la fuerza, con unos sonidos que permanecen siempre claros (quizá por efecto de la tonalidad en La mayor) y luminosos. Basta sentir las frases de la flauta y los ecos de las trompas, que juegan como si fuesen el rumor de una naturaleza casi beethoveniana. Se comprende ahora porque la Sexta ha sido considerada el sumo ejemplo del romanticismo. El final del primer movimiento, que podría resultar más pesado, se cierra sin embargo con unos metales fuertes pero como suspendidos -en un efecto que recuerda a la última nota del primer acto del Tristán de Wagner-.

Lo que convence sobremanera en el trabajo de Jansons con la orquesta es la ausencia, no ya sólo de acentos sino de pesadas insistencias que podrían de inmediato devenir vulgares: estamos ante todo lo opuesto de lo vulgar, inmersos en la música y sólo en la música. Jansons nos invita, gracias a la claridad y luminosidad increíbles del sonido, a una visita por la arquitectura interna de la composición. Ya sea en el Scherzo o en el Finale, estamos siempre al borde de algo: lo que podría ser pesado o evanescente no llega jamás a serlo, gracias a una verdadera ciencia de los equilibrios, de los volúmenes, y gracias en fin a una alternancia entre lo ligero y lo pesado, gracias a un dominio supremo del ritmo y de la dinámica. Y gracias, claro está, a una lectura arquitectónica de la obra que respeta las formas sin añadirle “intenciones” espurias, como si la forma en sí misma fuese ya sustancia. 

Este milagro de equilibrio, que se percibe especialmente en el último movimiento, consigue combinar una potencia radiante con una serena interioridad. Raramente se sale de un concierto tan satisfecho: es el milagro de artistas que hacen música sin limitarse a recrearla, y el milagro de una orquesta plenamente al servicio de una visión así de simple y así de compleja.