Viaje a ninguna parte

Zurich. 11/12/2015. Opernhaus. Rossini: Il viaggio a Reims. Rosa Feola (Corinna), Anna Goryachova (La Marchesa Melibea), Julie Fuchs (La Contessa di Folleville), Serena Farnocchia (Madama Cortese), Egardo Rocha (Il Cabaliere Belfiore), Javier Camarena (Il Conte di Libenskof), Nahuel di Pierro (Lord Sidney), Scott Conner (Don Profondo), Yuriy Tsiple (Il Barone di Trombonok), Pavol Kuban (Don Alvaro), Roberto Lorenzi (Don Prudenzio), Spencer Lang (Don Luigino), Liliana Nikiteanu (Maddalena), Rebeca Olvera (Modestina), Estelle Poscio (Delia), Iain Milne (Zefirino), Ildo Song (Antonio), Christopher Hux (Gelsomino), Marc Bodnar (Günther Bröhl), Raphael Clamer (Carlo Enzio Scrittore), Altea Garrido (Madama Diedenhofer), Evelyn Angela Gugolz (Signora Gemello-Fraterno), Ilona Kannewurf (Signora Gemello-Identico), Sebastian Zauber (Barone Tensiones del Collo). Dirección de escena: Christoph Marthaler. Dirección musical: Daniele Rustioni.

Un nutrido grupo de aristócratas, en el transcurso de su viaje a Reims para la coronación de Carlos X de Francia, se ven forzosamente recluidos en un hotel balneario. Hasta ahí, muy sucintamente, el argumento original de este Viaggio a Reims de Rossini, una genial ópera bufa que se convierte en manos de Christoph Marthaler en una suerte de cumbre de mandatarios de la Unión Europea, en un espacio que es una mezcla difusa entre un sanatorio para pacientes con enfermedades nerviosas y mentales, un balneario al uso y un gran centro de convenciones. La vieja Europa, pues, tratada en un sanatorio. Una metáfora más que manida, un déjà vu continuo que si bien despierta unas cuantas carcajadas en el espectador, termina por resultar un absurdo redundante sin rumbo alguno. Y es que una de las claves del teatro del absurdo radica precisa y paradójicamente en su coherencia, en ese rizar el rizo que ilumina a contrapelo y desde la carcajada grotesca esos espacios que pretende criticar con acidez. En el caso de Christoph Marthaler, la huida hacia adelante parece no tener fin, dejando un regusto constante de improvisación, debida a buen seguro, las más de las veces, a la intuición e iniciativa de los propios solistas, que se diría que creen más en la obra que el propio director de escena. Un viaje a ninguna parte, pues, en el que el absurdo, que lo inunda todo, termina por reducirse a la nada.

Del extenso y bien armado reparto cabe destacar, sobre todo, la labor de de dos voces llamadas a una trayectoria de creciente importancia. Por un lado la soprano francesa Julie Fuchs, que mostró un canto redondo, firme en la coloratura y preciosista en el acento, amen de una presencia escénica que va ganando enteros. De igual manera, la mezzosoprano rusa Olga Goryachova hizo de su Marquesa Melibea un compendio de virtudes. La voz al principio suena un tanto atrás, pero una vez entra en calor muestra un instrumento dúctil, en manos de una intérprete certera y con variedad de registros actorales. Javier Camarena fue un lujo en la parte de Libenskof, brillando singularmente en su extenso dúo con la citada Melibea de Goryachova. Juntos fueron un dechado del mejor belcanto, con una coloratura virtuosa y una teatralidad efervescente.

A pesar de algún sonido más agrio y tenso en el extremo agudo, donde le faltó redondez y un efecto más etéreo, el canto de Rosa Feola como Corinna fue también muy convincente, respaldado por una notabilísima prestación en escena. Aunque la voz no tiene tanta proyección tímbrica, el canto de Edgardo Rocha, aquí Belfiore, es firme y muy desahogado arriba. La Madama Cortese de Serena Farnocchia tuvo también una resolución más que digna; no posee esta solista el renombre de otras de su generación, pero no le faltan méritos para ser considerada una profesional sobradamente contrastada. El resto de voces, no pocas procedente del ensemble estable del teatro, rindieron a un nivel realmente intachable; sin deslumbrar pero sin desmerecer la impresión general de un reparto bien armado y homogéneo.

La dirección musical de Daniele Rustioni (al que recordamos un fantástico Trovatore en Venecia) no deslumbró, aunque tuvo la virtud de enfocar la obra desde una óptica casi mozartiana, recreando una teatralidad ligera y fresca, llena de ironía e hilada a partir de pequeños matices y contrastes, en un discurso casi camerístico y huyendo por tanto de un Rossini más sinfónico.