Elektra Berlin Rittershaus

La insostenible dulzura de la tragedia

Berlín. 23/10/2016. Staatsoper. Strauss: Elektra. Evelyn Herlitzius, Adrianne Pieczonka, Waltraud Meier, Franz Mazura, Donald McIntyre y otros. Dir. de escena: Patrice Chéreau. Dir. musical: Daniel Barenboim.

Patrice Chéreau nunca autorizó que su producción se repusiera sin su presencia; de hecho, estaba presente en el teatro cada noche que se representaba, como garantía de la autenticidad de su trabajo: en el Anillo de Bayreuth no era infrecuente que llevase a cabo ajustes durante los entreactos. Para esta producción de Elektra, sin embargo, sólo estuvo presente en Aix, falleciendo poco después, en el otoño siguiente. ¿Cómo las reposiciones (en Milán, Nueva York, Helsinki, Barcelona y Berlín) pueden ser fieles al director? Huellas profundas de su trabajo, es cierto, se advierten en la representación, sobre todo en la medida en que casi todo el reparto del estreno se ha mantenido intacto; desde luego, es el caso en las tres protagonistas principales, aunque también de los veteranos Franz Mazura (92 años) y Donald McIntyre (82 años). Chéreau lo quiso así, como garantía de la continuidad y autenticidad de su trabajo. Lo cierto es que en todo momento se percibía que Chéreau había concebido esta propuesta como una suerte de último testimonio, trabajando cerca de aquellos artistas con los que había tenido una relación intensa y duradera como Waltraud Meier (Wozzeck, Tristan), Franz Mazura (Ring, Lulu) o Donald McIntyre (Ring), ejemplo así de una aproximación al teatro que hoy ya no existe apenas, partiendo de una lectura precisa del texto, con una elaboración minuciosa del gesto en los actores, con una coreografía de sus movimientos (véase el caso de las doncellas al principio, ante la llegada de Clytemnestra), sin recurrir a efectos técnicos (proyecciones, vídeo, etc), dejando todo en manos del puro teatro, con un espacio creado ad hoc: un patio cerrado con una puerta de metal que le otorga el aspecto de una prisión, iluminada la escena bajo la luz de la luna, a dos niveles, el inferior del patio y el superior del acceso al palacio real, perfectamente organizado. Apenas unas rocas y un banco para facilitar el movimiento de los cantantes: por lo demás, u espacio cerrado donde la tragedia se desarrolla por entero, sin que nadie pueda escapar de ella. 

Chéreau añade después ideas geniales: la llegada de Clytenmnestra con todas las doncellas arrodilladas, quedando tan ´solo Elektra en pie, mirándola fijamente, subrayando la convulsa relación entre madre e hija, hecha de amor y odio, de miedo al amor incluso. El momento en que Elektra reconoce a Orestes, precedido de los sirvientes que se saludan en complicidad, poniendo de relieve la relación de Orestes con el viejo sirviente, hasta un punto en el que se advierte que es este último el que ha instigado el deseo de venganza, siendo Orestes tan sólo la mano ejecutora. El laberinto de las relaciones humanas, la complejidad de los sentimientos construyen aquí una conspiración del mito que ilumina la tragedia. Chéreau además emplea la música paroxística de Strauss ahondando en un código expresionista, con escenas que por momento parecen salidas de un cuadro de Munch, gracias también en buena medida a la Elektra hoy única de Evelyn Herlitzius, nacida actriz, encarnación absoluta de la hija de Agamenón. Birg Nilsson y quizá Inge Borkh marcaron la historia vocal de este papel hace ya medio siglo; Herlitzius, si bien lo defiende muy bien en términos vocales, lo encarna sobre todo en escena, quizá como nadie lo ha hecho jamás. La voz potente y algo agrietada refuerza la construcción de personaje, por más que se escuchen sonidos metálicos aquí y allá (más en Berlín que antes en Aix o en Milán). La Crisotemis de Adrianne Pieczonka, en cambio, es la imagen de la madurez, profundamente humana, profundamente sensible e imponente. Su personaje se ha vuelto cada vez más lacerante, más vivo, como si se hubiera liberado de la parálisis en que se veía sumida entre dos monstruos como Herlitzius y Meier. Pieczonka finalmente ha conquistado su espacio y sus intervenciones se cuentan entre los momentos más vibrantes de la representación, con una voz robusta, clara e impostada a las mil maravillas. Grandísima.

Waltraud Meier es por descontado una Clytenmestra poco habitual: nada hay en ella de esa vieja bruja, adornada por colgantes baratos, que hemos visto tantas veces. El suyo es un personaje sumamente noble, herido por el remordimiento, que no se atreve a mostrar sus sentimientos, incluso los más humanos como el amor por su hija. Meier recrea todo esto con la ciencia de la palabra: cada intervención está medida, esculpida, diseñada con la expresión el color queridos, por mucho que la voz no tenga ya la intensidad y el volumen de antaño. Su Clytenmnestra es única porque es una mujer, no un monstruo. Chéreau consiguió mostrar el lado más humano de los personajes, suprimiendo en buena medida el peso del mito hasta convertir la tragedia en un asunto sumamente humano. La aparición de Orestes, con el viejo siervo que lo guía y lo introduce en el palacio, como el instigador real que le ayuda a sobreponerse a su debilidad psicológica. Orestes no es aquí Mikhail Petrenko (lo fue en Aix) ni René Pape (lo fue en la Scala), tampoco el excelente y conmovedor Eric Owens que se hizo cargo del rol en el Met. Fue Michael Volle, inesperado en esta parte, de la que se adueña sin embargo de un modo sobresaliente: una voz dulce, un timbre dulce y una dicción milagrosa convierten al personaje en alguien sumamente conmovedor. Sin haber trabajado con Chéreau, se diría que es él precisamente quien más se acerca a manifestar la intención que aquel tenía en su recreación del personaje. 

Egisto era Stephan Rügamer, el tenor de caracter habitual en la compañía de la Staatsoper de Berlín, seguramente uno de los que abordan con más gusto y seguridad este repertorio. De hecho, como sucede en los grandes teatros, todas las papeles comprimarios están cuidados hasta el mínimo detalle. El conjunto, en el caso de Berlín, se diría que es el más logrado de cuantos han abordado esta Elektra de Chéreau. No en vano nos encontramos nombres como el de Marina Prudenskaia o la mismísima Cheryl Studer; también por descontado los veteranos ya citados, además de Roberta Alexander: el legendario Franz Mazura, con 92 años a sus espaldas, y Donald McIntyre, nacido en 1934, con su timbre inimitable. Un reparto legendario, con lo mejor de cada generación de cantantes, homenaje emotivo al gran director de escena, tal y como lo subrayó Jürgen Flimm en un discurso preliminar que conmovió a todo el público.

En el foso, Daniel Barenboim dirige la única ópera de Strauss en su extenso repertorio. Y esto es así porque tenía un compromiso adquirido con Chéreau, que ha mantenido como si éste siguiese vivo. Ambos habían trabajado juntos ya en Wozzeck, Don Giovanni y Tristan und Isolde. Barenboim siempre ha sabido rodearse de lo más granado de la inteligencia cultural y escénica. Su dirección es muy clara y controlada, buscando manejar el sonido en el reducido espacio del Schiller Theater, sin cubrir a los cantantes. Hay una increíble tensión en su versión musical, que contrasta al mismo tiempo con una sorprendente y sublime dulzura en la escena entre Orestes y Elektra, quizá la más wagneriana de toda la ópera. Barenboim no busca nunca el efectismo sino la eficacia dramática, como si quisiera reproducir en la música esa ternura desesperada que atraviesa la propuesta de Chéreau. En este sentido, quizá encontramos la dirección musical más adecuada a una producción que ya se cuenta en la memoria de las obras maestras del género.