angel fuego Lyon 

Un ángel incandescente

Lyon. 11/10/2016. Opera Nacional de Lyon. Prokofiev: El ángel de fuego. Dir. de escena: Benedict Andrews. Dir. musical: Kazushi Ono. 

Después de muchos años en el purgatorio, esta ópera de Sergei Prokofiev regresa a los escenarios en varios teatros europeos como Múnich, Berlín y Lyon. La obra está compuesta entre 1919 y 1927 y fue considerada decadente por Stalin. No fue de hecho representada en Rusia sino en el Théâtre des Champs Elysées de París y un año más tarde en Venecia, ya en su versión escénica, con dirección de Giorgio Strehler. Basada en una novela histórica de 1908 de Valeri Briúsov (considerado el estandarte del simbolismo ruso) que se desarrollaa entre el Medievo y el Renacimiento, cuenta la historia de un mercenario, Ruprecht, que encuentra a una mujer poseída por el recuerdo de un ángel, Madiel, el ángel de fuego. Lo busca por todas partes, presa de fantasmas y deseos, incapaz de vivir su vida, incapaz de construir una relación sana. No en vano termina en un convento y más tarde es arrojada a la pira por orden del Inquisidor. Es una historia tan dramática que admite ser contada de formas muy diversas, desde la ironía a la fantasía, desde la locura a la fantasmagoría (Barrie Kosky en Múnich). Benedict Andrews, poeta, director de teatro y cineasta, ha escogido para su producción en Lyon (en realidad procedente de la Komische Oper de Berlín) una inmersión en la psique de la mujer, suponiendo que su locura procede de un trauma infantil. Así la protagonista, durante las dos horas in entreactos que dura la función, se ve acompañada por unos dobles a modo de chicas o adolescentes que van ataviadas como ella y que parecen perseguirla. Este mundo fantasmagórico se reafirma con una escenografía giratoria (firmada por Johannes Schütz), con paredes móviles desplazadas por figurantes vestidos bien como Ruprecht, bien como Renata, mientras una silla fija en primer término acoge a la protagonista conforme se precipita en crisis histéricas, en recuerdos angustiosos, asaltada por imágenes terribles. La estructura de la obra, una sucesión de escenas que van in crescendo hasta el desenlace final, con forma de pandemonio, se ve aliñada por las intervenciones de Jakob Glock, que le enseña prácticas de brujería; por Agrippa von Nöttingen, un mago que niega a Ruprecht la ayuda de la magia; de Heinrich, a quien Renata confunde con Madiel; y por Mefistófeles y Fausto, lo mismo que por el Inquisidor, en fin, por una sucesión de personajes que ahondan la trama hacia un universo cada vez menos real y cada vez más decadente.

La propuesta, muy sencilla, dispone una estética en grises (sólo el vestuario se ve coloreado de forma violenta, del rosa fucsia al verde con pedrería propio del music-hall) en la medida en que los personajes se van mostrando como salidos de un libro ilustrado, de los sueños y fantasmas de la protagonista. La construcción de la dirección de escena, que a la vista parece muy simple, es un realidad mucho más compleja porque los cambios entre cada cuadro tienen lugar a escena abierta, siguiendo el ritmo de la música y sin el más mínimo error, con el ya citado baile de los dobles de Renata o Ruprecht, como si ellos construyeran el mundo tambaleante de la pareja en cuestión.

Algunas imágenes de la propuesta son en verdad muy potentes, por ejemplo la escena en la que Ruprecht y Heinrich se enfrentan mientras que Renata, sola tras la pared, grita en contrapunto sus contradicciones; o la escena en la que Mefisto devora el brazo del niño; y en fin, toda la escena final del convento, con las monjas vestidas de amarillo (el color del diablo), en una disposición inspirada en la historia de Loudon (evocada en la película The Devils de Ken Russell, 1971). Benedict Andrews cuenta la historia, sin más distanciamiento que el que impone un vestuario moderno (de Victoria Behr) y no histórico, con alusiones al mundo del music-hall y el circo. Hablamos por supuesto de un circo mental ante el que no se sabe bien si reír o quedar estupefacto. Es increíble la tensión que esta propuesta consigue recrear en torno a la pareja protagonista: Ruprecht es al comienzo un ser completamente ajeno, que se interna sin embargo en el mundo de la mujer, viviendo se diría sus mismas historias y fantasmas. La construcción es compleja aunque no impide una expresión evidente, propia de un trabajo preciso, inteligente y técnicamente perfecto (espléndida iluminación de Diego Leetz) que deja una honda impresión cuando cae el telón. 

Obviamente, sin un reparto a la altura y una orquesta excepcional, todo esto no funcionaría: no se advierte el más mínimo error de casting. El coro de la Ópera de Lyon canta con una intensidad inaudita y una vez más demuestra ser sumamente dúctil y con voces solistas muy capaces, femeninas en particular, que intervienen de hecho en la última escena. El reparto es extenso, con varios solistas que se hacen cargo de más de un papel a lo largo de la función. Todos están a la altura: la posadera de Margarita Nekrasova, con su voz sepulcral; la vidente caricaturesca de Mairam Sokolova; el Mefistofele (también canta el Agrippa) sumamente expresivo de Dmitry Golovnin, tenor dotado de una dicción y proyección excepcionales. Jakob Glock es Vasily Efymov, con una fuerte presencia escénica y una voz insinuante y bien impostada. Faust es aquí el bajo Taras Shtonda: en esta ópera el papel de Faust es para un bajo y Mefisto es un tenor, dando al vuelta a la asignación tradicional, de igual manera que se da la vuelta el alma de la protagonista, de Renata. La única pequeña desilusión viene del bajo lituano Almas Svilpa que es Heinrich y el Inquisidor: el timbre es agradable, pero la voz no proyecta como es debido y a menudo se ve negada en el conjunto, sobre todo en el pandemonio final. En la propuesta escénica, la figura de Heinrich, la del Inquisidor y la del ángel de fuego son la misma, una figura de sacerdote, en modo alguno protector, diabólico, que acompaña la evolución de Renta y de la pareja hasta la catástrofe final. Ruprecht desaparece, de hecho, se desvanece justo cuando sería más útil, cuando la mujer es ya rehén del diablo, cuando entra en el convento, vigilada por Faust y Mefistofele, como una Margarita perdida sin posibilidad alguna de salvación.

Ruprecht era Laurent Naouri, en una elección que puede parecer sorprendente porque está especializado en partes emblemáticas del repertorio francés. Pero su incorporación al reparto es todo un acierto: la dicción rusa es perfecta, la articulación clarísima, la voz es potente y expresiva y la intepretación es fuerte, con intensa presencia escénica; el artista francés, a veces más bien frío en escena, nos muestra a un personaje sumamente sensible, encarnado en vivo. Sin esperarlo, resulta un intérprete de referencia para la parte de Ruprecht. 

Renata era la lituana Ausrine Stundyte, que ya la temporada pasada había fascinado como Lady Macbeth en este mismo teatro. No sólo posee una voz potente, perfectamente entonada, expresiva, sino que toda la interpretación que ofrece es incandescente. Rara vez se ve a una cantante usar todo su cuerpo con tal inteligencia y eficacia. Canta en todas las posiciones posibles y demuestra haber interiorizado al máximo su papel, con un canto que parece sacado de una pintura expresionista. Por momentos su labor es de una intensidad indescriptible. Con el público consigue de hecho una proximidad fortísima, logrando casi una solidaridad catártica y auténtica. Semejante fogonazo escénico no se ve a menudo. 

En el foso, Kazushi Ono abría por última vez la temporada de la Ópera Nacional de Lyon, tras varios años al frente de la orquesta y habiendo demostrado ser uno de los directores más capaces para este repertorio: no sólo demuestra energía sino también precisión y una gran limpieza, capaz de un refinamiento que sorprende en una partitura que toma mucho de la tradición rusa (se escuchan huellas de Mussorgsky o Stravinski) pero donde hay también ecos de Strauss e incluso de Ravel. El resultado es una dirección con mucha tensión, deslumbrante, pero al mismo tiempo nunca ruidosa, siempre controlada, diría incluso que elegante si tal calificativo pudiera cuadrar con esta partitura tan enloquecida. 

Cuando todo funciona, cuando la dirección de escena, el reparto vocal y la dirección está a tal nivel, el resultado es un espectáculo excepcional: en este arranque de temporada, Lyon ha dejado atrás a todos los demás teatros europeos, incluyendo París. Sin la más mínima duda, estamos ante el teatro más innovador de Francia hoy en día.