gustavo gimeno2 marco borggreve 1© Marco Borggreve.

Genios y falsos profetas

Madrid. 02/11/16. Auditorio Nacional. Fundación Ibermúsica. Obras de Mussorgsky, Tchaikovsky y Stravinsky. Philharmonique du Luxembourg. Patricia Kopatchinskaja, violín. Gustavo Gimeno, director.

Tras asistir al último concierto propuesto por Ibermúsica, que sobre el papel lo tenía todo para ser una gran noche pero que se vió emborronado por el hacer de una intérprete que ofreció más espectáculo que música, me gustaría utilizar estas líneas para reflexionar sobre los falsos y los verdaderos profetas, los genios y los iluminados de la clásica.
   Apliquemos la teoría del genio y no nos engañemos. En la clásica, como imagino en otras artes, el genio intérprete es quien revela las facultades e intenciones del genio creador. Y esto debería darse como axioma incontestable, si bien podríamos alcanzarlo de dos formas. Es quien transcribe el sentir del compositor de manera fiel, plegándose a la partitura o creando un revulsivo personal que la haga tan de aquel como propia. De los primeros hay pocos, de los últimos también. Cercanos a los primeros todos aquellos intérpretes honestos que con mayor o menor fortuna hacen música. Cercanos a los últimos todos los personajes que, como Patricia Kopatchinskaja, la transforman en un espectáculo lejano a la calidad y a la realidad musical que se traen entre manos.
Aparece la violinista moldava descalza sobre el escenario, con pañuelo con la bandera arco iris bajo el violín y en ningún momento se piensa en una pose sino una forma de sentir. Eso se le concede. Habrá quienes no lo hagan, pero no será este quien juzgue cómo un artista quiere o necesita presentarse. Aparece también con la partitura y uno se extraña de que deba recurrir a ella, más aun habiéndola grabado recientemente con el falso profeta Currentzis, aupado por su discográfica y cierta crítica sensible a estímulos no musicales. Eso ya no se le concede tanto. Y comienza el despropósito. ¿Tchaikovsky? Ni estaba ni se le esperaba en aquel violín.

Un sonido pequeño, no camerístico sino ahogado, no definido ni afinado, se suma a un fraseo inexistente, vulgarísimo, caprichoso cuanto menos, sin atender a ningún criterio que pueda deducirse sobre la partitura mientras se le acompaña de movimientos espasmódicos ante los que es complicado no sonreirse (que se lo pregunten a algunos miembros de la orquesta…). Insisto, no tiene por qué ser un genio quien hace la mayor locura sino quienes consiguen mostrarnos la verdad de la música. Y es una lástima comprobar como todo lo que vemos no es más que parafernalia. Por supuesto fue muy aplaudida.
    En las propinas (la segunda nadie la pidió), dos piezas contemporáneas que desataron las carcajadas del público. ¿Han visto ustedes reírse a alguien ante  Anne-Sophie Mutter, adalid de la contemporánea desde la época de Paul Sacher? ¿A qué no? Ahí tienen una diferencia colosal.

Según avanzaba el concierto me preguntaba si en su momento el público se sentía igual al ver aparecer a Richter con su lamparita o a Gould con su silla. Esa es otra diferencia abismal. Aquellos respetaban mientras hacían suyo lo que interpretaban. Aquí, ahora, en muchas ocasiones, como es esta, no hay respeto. Y si aquellos eran genios y resulta que los genios necesitan de la incomprensión para serlo y quizá Kopatchinskaja o Currentzis no sean productos de la diferenciación forzada y el marketing empresarial sino unos genios (advenedizos en el mejor de los casos), entonces aquí sumo mi incomprensión a su causa.

Con todo lo expuesto, he de decir que me pareció un Concierto para violín de Tchaikovsky realmente maravilloso ya que nos sirvió para apreciar aún más la gran batuta que es Gustavo Gimeno. El valenciano tuvo que plegar a la Filarmónica de Luxemburgo al hacer de la moldava sin perder ápice de expresión. Una tarea titánica a tenor de los tempi lentísimos y el libre albedrío que imponía Kopatchinskaja, obligabando a Gimeno a adelantarse y guiar a la formación prácticamente en cada compás. Desde el segundo uno del moderato a cada intervención final del vivacissimo, donde el violín salía en cada frase por donde quería. Alabar la intervención de las maderas, especialmente del flauta Etienne Plasman en sus acertadas intervenciones junto a la solista.

Y es que Gimeno se acerca a las formas del verdadero profeta musical, a aquel que consigue diferenciarse de los demás respetando las partituras y haciéndolas, sutilmente, suyas. Algo que tan bien hacía su maestro Claudio Abbado, a quien homenajeó en la propina con el Tercer Entreacto de la Rosamunde de Schubert. Gimeno es una batuta elegante, en absoluto caprichosa, con gestualidad en la mano izquierda que por momentos se vuelve “abbadesca”. Crea y desarrolla tensiones sin cargar las dinámicas, tal y como demostró en la Noche en el monte pelado de Mussorgsky, en su árida y un tanto agresiva versión original, que nos desvelaron a un genio creador más allá de la influencia del Grupo de los cinco.
    Después, ya en la segunda parte, una de esas obras que ponen a prueba a cualquier orquesta: La consagración de la primavera, de Stravinsky. La Orchestre Philharmonique du Luxembourg es una formación modesta en posibilidades y resultados pero que dio todo de sí como las más grandes suelen hacer. Y ello, sin duda, es gracias a esa labor meticulosa que Gimeno trasladó a su visión de la partitura, un caos ordenado tan necesario para que la Consagración pueda ser asimilada mientras sigue descargando toda su energía, que es mucha y muy coloreada. Tiempos medidos, quizá se echó en falta un punto de mayor enseamblaje entre las diferentes secciones para disimular más el análisis, para terminar de ser una versión redonda, pero fue esta sin duda una lectura verdadera, iluminada, profética y en el camino de desvelar a otro genio. Es todo lo que un verdadero director de orquesta ha de revelarnos. Casi nada. Casi todo.