Meistersinger Komische 

Un Wagner sonriente y de juguete 

Berlín. 02/11/2016. Komische Oper. Wagner: Die Meistersinger von Nürnberg. Dir. de escena: Andreas Homoki. Dir. musical: Gabriel Feltz.

Quizá el público no se espere encontrar en la Komische Oper, al lado de Kiss me Kate o Ball im Savoy, una obra de la talla de Die Meistersinger von Nürnberg. Pero tal es a día de hoy el extenso repertorio de este teatro. Lo mismo Die Soldaten que Moses und Aron forman ya parte del repertorio más habitual de la que es la tercera ópera de Berlín, quizá la más popular y la más emblemática. La producción de estos Meistersinger se remonta a 2010, cuando era el intendente Andreas Homoki, quien firma la propuesta.

Esta reposición en tres únicas funciones nos permite constatar cómo con una producción que tiene ya seis años a sus espaldas y con un equipo de artistas sacado casi íntegramente del ensemble estable es posible pone en escena algo emblemático, fuertemente ligado a la personalidad misma de este teatro.

La propuesta de Andreas Homoki es mucho más hierática que las producciones que habitualmente se ocupan de la única ópera cómica de Wagner (caso a parte de Liebesverbot, no reconocida entre sus grandes óperas). La representación en la sala histórica de la Komische Oper, de dimensiones medias, transforma sustancialmente la relación entre escena y sala, otorgando una intimidad inusitada a la representación, con una autenticidad que la aproxima de hecho al género de la opera-comique. Dicho sea de paso, la sala estaba llena casi por completo.

El trabajo de Homoki es bastante más “clásico” de lo acostumbrado, desde luego menos “radical” que su último Lohengrin (Viena y Zúrich) o que su Holandés errante (Milán, Zúrich). El mundo de los maestros cantores se representa con una suerte de poblado hecho de casas en miniatura, como casas de muñecas, dominado por el campanario de la iglesia. Emergen entre todo ello los personajes de la ópera, como si fuesen caricaturas, casi todos vestidos de gris, negro o blanco. La escena (de Frank Philipp Schößmann) recuerda con precisión al trabajo de Richard Peruzzi para el Wozzeck de la Staatsoper de Berlín, en 1992, con dirección de escena de Patrice Chéreau. Es la imagen de un mundo cerrado sobre sí mismo, como una recreación imaginaria, más propia de un libro que de la realidad misma.

Así las cosa, todo en la dirección de escena está confiado al movimiento de los actores, ataviados en blanco, negro y gris (vestuario de Christine Mayer) que se mueven entre estas casetas que parecen hechas de papel maché, entre las que corren y se esconden. En este contexto, la dirección de escena del segundo acto es como una pantomima en la que los personajes parecen moverse siguiendo una coreografía de dibujos animados, alrededor de la casa de Sachs. Emociona el final del primer cuadro, cuando un Walther rechazado se encuentra frente al poblado, que se cierra y parece levantar un muro que le separa de la escena.

La imagen del final del segundo acto nos muestra la autodestrucción de toda esta organización protectora, dejando a la vista los escombros, que sólo renacen para la Festweise del tercer acto, cuando el orden viene reintegrado por Sachs, el mismo que lo había destruido antes, si bien ahora no ya en blanco y negro sino en un festival de colores.

Las escenas parecen dibujadas apenas en un par de golpes de lápiz, vulnerables: el Nuremberg wagneriano se antoja así un mundo irreal, cerrado, como una República de Platón gobernada por los artistas, el mundo soñado por Wagner en una Baviera gobernada por un rey que ama el arte y venera al artista que hay en el propio Wagner. Todo ello parece no guardar relación alguna con la realidad, sino con la fantasía wagneriano de una ciudad benevolente, sonriente y feliz. En este mundo utópico, casi infantil, ningún discurso sobre el arte o la ideología tiene cabida; no hay otra cosa que un espacio amable, donde todo acaba bien o mal, sin término medio, en una dicotomía encarnada por el "buen" Sachs" y el “malvado” (aquí más ridículo que malvado) Beckmesser. Beckmesser de hecho (aquí el excelente Tom Erik Lie) no es un viejo carcamal sino un joven algo reprimido y ridículo, con ansia de protagonismo y cantado aquí con suma elegancia: bella dicción, buen color, voz bien impostada. Beckmesser debe confiarse siempre de echo oa un cantante capaz en el terreno del lied, más incluso que en el caso de Walther (Hermann Prey era un supremo Bekcmesser, por ejemplo). En el ensemble del teatro desde 2004, Tom Erik Lie ofrece un Beckmesser que claramente no quiere inmiscuirse en el mundo de los artesanos que ve a su alrededor; vestido al modo burgués, de forma un poco ridícula, parece buscar otra distinción. No es pues ridículo sino que parece más bien un outsider: un Bekcmesser que parece estar al margen y que termina por refugiarse en el seno de Sachs, que también se ha quedado solo.

Hans Sachs (Tómas Tómasson) es un personaje más viejo, cuya figura demacrada contrastada con los Sachs bien plantados que hemos visto a menudo en los teatros. El barítono islandés es desde 2010 el Sachs de esta producción y un solista habitual en roles wagnerianos. Su Sach es particularmente interesante en su encarnación del sencillo zapatero, lleno de humanidad y un poco de astucia (segundo acto). No presenta ningún problema de dicción, de color o de variedad de tonos, con una recreación verdaderamente ágil de los diálogos. Desde el punto de vista del canto, su voz mantiene la homogeneidad incluso en el tercer acto, salvo en el último discurso, donde la fatiga le lleva a incurrir en algunos gritos, con ausencia de legato y problemas con el aliento. Al margen de esto, a decir verdad la voz suena un tanto envejecida y al timbre le falta esmalte, pero queda en fin el hecho de su perfecta adaptación a la parte, que satisface sobre todo en escena, en una producción que lo presenta como primus inter pares. Tómasson convence por su modestia y su sentido común, por su ironía y por su inteligencia: la suya es una interpretación meditada, controlada y convincente; esto es algo fundamental en Meistersinger, que naufraga si dispone de un discutible Sachs.

Nada de eso sucede en este caso y es muy loable el esfuerzo de la Komische Oper para poner en escena un reparto sin sombras, formado además casi por completo con solistas de la compañía estable, lo que otorga una gran homogeneidad al cartel. Es el caso del excelente Kothner de Günter Papendell, uno de los mejores elementos de la Komische Oper, que recrea su parte con más juventud de lo acostumbrado, haciendo muestra de un bello timbre y una dicción impecable.

El Pogner de Jens Larsen -en la compañía desde 2001-, sin ser excepcional, es de un nivel muy bueno. Buena dicción y bellos colores que satisfacen el requerimiento del director de escena de trabajar los diálogos de la manera más fluida y natural posible, como lo exige la opera-comique, campando a sus anchas como si fuese un amable personaje de dibujos animados. David es aquí Ivan Turšić, un tenor croata, también del ensemble de la Komische Oper, con voz dúctil, fresca y clara, muy natural; una bella encarnación.

Lo mismo sucede con la Magdalene de Maria Fiselier, que lleva a cabo este año su primera temporada en la compañía. En más de una ocasión me he referido a la dificultad que encarnan los dos únicos papeles femeninos en mitad de una obra plagada de cantantes masculinos, ya que sobre ellos se sostiene buena parte de todo este edificio. En este caso, con voz clara y redonda, con dicción impecable y timbre cálido, Fiselier presenta una Magdalene sumamente convincente y juvenil.

Un poco menos satisface en cambio el Walther de Erin Caves. No es que este tenor norteamericano, ya visto en otros teatros alemanes a menudo -en partes como Max o Tristan-, no tenga la voz apropiada para el papel, pero el personaje resulta un tanto pálido en sus manos. Aborda los agudos de modo excesivo, perdiendo homogeneidad en un rol muy difícil que se debate entre el lirismo y el heroísmo, a medio camino entre un Lohengrin y un Siegmund, cantando casi la misma melodía durante toda la ópera, cada vez de un modo distinto y cada vez mejor, con la vista puesta en la prueba final del concurso. Se trata por descontado de un gran reto y no en vano no abundan los grandes Walther, en la medida también en que se trata de un rol ingrato, en el que no se valora a un gran tenor wagneriano. Erin Caves tiene momentos bellos y algunas cualidades reseñables en su timbre; es en todo caso un intérprete a seguir.

Mucho más fascinante es la Eva de Johanni van Oostrum, una joven cantante sudafricana que ha cantado ya la Mariscala o Senta, también la Condesa de Le nozze di Figaro. Lo que convence de su Eva es la frescura y precisión, el control vocal y el sentido que otorga a los diálogos, haciendo pie en una dicción espléndida, demostrando una gran fuerza dramática sobre todo a partir del primer acto. Su Eva tiene frescura pero al mismo tiempo demuestra madurez y determinación, sabedora del color melancólico que requieren algunos momentos (el segundo acto). Su canto sabe decir la alegría lo mismo que el drama, la tensión lo mismo que la sonrisa. Su voz posee eso singular y recóndito que consigue fascinar al espectador; sin duda, una intérprete a considerar.

Satisface también por descontado el coro, muy dúctil y sumamente implicado con la propuesta escénica, como sucede a menudo en este teatro, donde son ya una pieza esencial. El coro se mueve por el escenario con suma agilidad: la construcción del final del segundo acto, en un juego a través de las casas, que se mueven velozmente, es particularmente virtuosa y precisa. Y el final de la ópera, donde el coro es esencial, resulta notable.

La orquesta, en manos de Gabriel Feltz, presenta una lectura de corte tradicional, bien adaptada a la sala, con un volumen controlado, nunca demasiado fuerte, con un ritmo en armonia con el de la dirección de escena. Lo que más convence es la claridad de la orquesta, sobre todo la precisión de los ataques y la limpieza de los diversos niveles, con el justo relieve otorgado a los diversos instrumentos solistas. Esta orquesta tiene una ductilidad que le permite interpretar los repertorios más diversos, de la ópera a la opereta, con idéntica fortuna. En Die Meistersinger se encuentran pues como en casa, con un sonido limpio, sobre todo en los metales, en una obra donde son fundamentales. Gabriel Feltz, con un tempo amplio, con sentido del volumen y los contrastes, lleva la representación a la altura de muchos teatros internacionales, con una entrada que cuesta la tercera parte que en aquellos… Cuando la ópera “popular” demuestra un nivel tan alto, ¡que viva la ópera popular!