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Medida por medida

Madrid. 27/11/16. Auditorio Nacional. Fundación Ibermúsica. Obras de Schubert, Chopin y Liszt. Daniel Barenboim.

Tranquilos, no nos pondremos shakespearianos para hablar de Schubert y Liszt, aunque algunos puntos evidentes y otros no tan claros encontraríamos seguro en común; mas sí que es cierto que en este nuevo piano que Daniel Barenboim presentaba en España, con las grandezas de la técnica moderna y la búsqueda de la sonoridad del XIX, encontramos, escuchamos más una medida por medida que cualquier otro aspecto significativo, al menos para la mayoría de oídos que escuchan. Más que un sonido propio de otros tiempos, más fidedigno si se prefiere, como el que hemos podido escuchar a algunos de sus colegas sin recurrir a un teclado de época como tal, hallamos sobre el escenario un instrumento de medidas que responden a las formas del intérprete. El maestro asceta impartiendo clase. Tal vez un sonido levemente más recogido, de cierta mitigación en el grave y espectro más apocado en el forte, pero en cualquier caso detalles más perceptibles para el artista que interpreta que para el público que asiste al concierto. Nada que no se haya podido escuchar a otros maestros hábiles en el pedal y que así hayan querido mostrar su música. Todo depende de cómo maneje uno su instrumento.

A cierta distancia, con el piano retrasado sobre el escenario, casi pegado a la gradería de la orquesta, donde le acompañaban, casi a centímetros, un nutrido número de jóvenes invitados por la Fundación Ibermúsica, se presentó Barenboim con un programa-maravilla para enseñarnos su nuevo juguete (el pianista ya tiene otros pianos hechos a medida). En la primera parte dos sonatas de Schubert fuertemente contrastadas en su carácter. 

    Faltó un punto de retención en el allegro inicial de la D664. Desde luego este era el canto a la vida de un Schubert enamorado en tonalidades pastoriles, porque no había cosa más romántica en el 1819(?) que brincar por el campo, por la bucólica Estiria en la que al parecer el autriaco compuso esta sonata publicada póstumamente. Una felicidad campestre de rubato incandescente, en un fraseo más extrovertido de lo acostumbraado, que sirvió para degustar el contraste buscado con la D959 posterior, donde el maestro argentino pareció dotar de mayor y más convincente resolución a la casuística de la introspección schubertiana. En su fraseo, en su elocuencia, siempre tuvimos la sensación de estar probando cada medida, de estar poniéndose a prueba no él, pero sí su instrumento y la capacidad propia de dotarle de sonoridad característica. El rallentando sistemático y la retórica dramática hacia el final de secciones o movimientos no impidieron apreciar otras maravillas propias en la 664, como el cantabile del Allegro final y muy especialmente en la D959, en sus movimientos centrales, con un inolvidable Andantino y un característico, rasgado, algo emborronado scherzo.

En la segunda parte escuchamos un Chopin arrebatado en su Balada nº1, op.23. Y lean bien cada palabra que he escrito. Y dos obras de Liszt divididas por un falso final en el que Barenboim salió a saludar varias veces a modo de despedida. No se engañen, es un viejo truco el de calzar la última pieza como propina cuando no se piensa dar ninguna. Si algo pudimos disfrutar tanto de sus Funeráilles como del Vals Mefisto nº1 es del virtuosismo técnico de vieja escuela. Balanceado, medido, con sus apoyos y formas sinceras. Esto es lo que soy, esto es lo que tengo, prefiero dotar de contenido y sentido que ser perfecto. Y nosotros lo agradecemos. Barenboim es un tren del tiempo que confluye y a veces choca constantemente con las formas de este. Se sabe maestro, lo es, tanto que su piano lo toca desde arriba, con todo lo que conlleva.

Foto: EFE.