Don Carlo Abdrazakov Bayerische

In medio virtus

Múnich. 20/01/2017. Bayerischen Staatsoper. Giuseppe Verdi: Don Carlo. Ildar Abdrazakov (Felipe II), Yonghoon Lee (Don Carlo), Christian Gerhaher (Rodrigo, Marqués de Posa), Günther Groissböck (gran Inquisidor), Nadia Kasteva (princesa de Éboli), Tamara Wilson (Isabel de Valois). Dir. escena: Jürgen Rose. Dir. musical: Paolo Carignani

Con la mastodóntica Don Carlo hay siempre que advertir –aunque sea a grandes rasgos– delante de qué versión nos encontramos: si de la primera (París, 1867), de cinco actos, de la segunda (Milán, 1884), donde se suprimió el primero haciéndola “más cómoda y creo también mejor, artísticamente hablando”, señaló Verdi, o de la tercera (Módena, 1886), donde si bien se volvía a la estructura primigenia en 5 actos se optó por abreviar algunas escenas y se utilizó una ulterior versión (Nápoles, 1872) del dúo entre Felipe II y Rodrigo del primer acto. Una vez apercibidos, si nos adentramos en la representación muniqués, cuya premiere se remonta al año 2000, observaremos como en términos generales presenta la estructura modenesa en 5 actos, pero con el cuarto acto en su original versión parisina.

Poco me extendería a propósito del trabajo de Jürgen Rose, en la siempre arriesgada calidad de factótum. Sus reiteradas reposiciones (hace menos de un año por estos lares) siguen cosechando una exigua repercusión, creando además un sentimiento general de anquilosamiento por la preocupante falta de inspiración escenográfica para con este título, a la que parece no ponerse remedio, por incapacidad o por desidia. La principal cualidad de su obra es la oscuridad reinante, donde puntualmente el vestuario pseudo-cinquecentesco actúa como elemento contrastante. Sin embargo, por poner un ejemplo, el púrpura baconiano (inspirado en el Study after Velazquez’s Portrait of Pope Innocent X, 1953) con el que viste al inquisidor no consigue el amedrentador resultado que pretende. Sus conocidas justificaciones teóricas al respecto (de El Greco a Goya) sirven solo como tal, denotando una carente asimilación de su efecto en el contexto creado y una total arbitrariedad en la selección de criterios, ahora con justificación histórica, ahora dando carpetazo a la misma. Del ciclópeo crucificado omnipresente, la atmósfera pía y la España gris de Felipe el prudente pasamos casi sin solución de continuidad a una pira real con cuerpos castigados y ahistóricos desnudos.

A simple vista parece además que en los últimos años el título va soltando lastre en la cartelera de la Staatsoper. El cenit se alcanzó quizás en 2013 con Kaufmann, Pape y Mehta, en 2015 sobrevivió Pape, y en esta de 2017 aparentaba echar en falta una verdadera punta de lanza. Esta sensación sin embargo se desvanece en parte durante la representación al observar un placentero equilibrio cualitativo (de ahí nuestra cabecera), con picos individuales de excelencia o particularidad vocal.

Más que grata resultó la intervención del coreano Yonghoon Lee (don Carlo) quien abordó con gran dignidad un papel que cuanto menos podríamos tildar de agotador, haciendo valer en todo momento su consistente centro y su meditado fraseo. Ganará sin duda en escena cuando le reste “euforia” a los ataques en el registro alto. A Lee le ayudó particularmente la dirección comedida –sorprende por mi particular experiencia– de Paolo Carignani, un verdiano tan recurrente como irregular, que decidió esta vez no litigar con la orquesta, una vez más excelente al igual que el coro, y dejar fluir con cierta serenidad el texto, con aislados pasajes líricos dignos de aplauso y menos sobresaltos gestuales de los que acostumbra a proferir.

Ildar Abdrazakov (Felipe II) se mostró como un bajo de medios seguros, idóneos en tesitura para el rol y con una presencia escénica encomiable, resultando sin duda uno de los artistas más equilibrados que nos podemos encontrar hoy en día en escena. Christian Gerhaher (Rodrigo, marqués de Posa) tuvo ciertas dificultades a la hora de equilibrar su interpretación vocal y la escénica, sin duda excusable por los rangos de calidad en los que se mueve la primera. Günther Groissböck presentó un gran inquisidor convincente, salvo por su nula caracterización –exculpable en cualquier caso–, con medios suficientes y limpios en prácticamente todo su registro, recibiendo un especial reconocimiento del público en el dúo Son io dinnanzi al re?. La búlgara Nadia Krasteva (princesa de Éboli), quien afronta el rol con cierta asiduidad, gana siempre en expresividad, pero sigue pecando de unos medios limitados, perjudicados por un desequilibrio tanto por exceso como por defecto, además de mostrarse demasiado cautelosa en los ataques agudos. Finalmente, la fuerza y nitidez de la voz dramática de Tamara Wilson nos son conocidas, pese a su fulgurante trayectoria, e hizo buena muestra de ellas, sin embargo, mostró en esta ocasión un notable contraste con su trabajo en escena. Cinco actos sin saber dónde o cómo poner las manos se hacen excesivamente largos y su posición “base”, lánguidas y pegadas al cuerpo, resta una buena parte de efectividad expresiva a su actuación.

La actuación de conjunto es la que sin duda se llevó la mayor parte de aplausos en una velada que podría ser contemplada tanto como un Don Carlo más, o como un Don Carlo (Rose) menos.