Jerusalem Quartet 

Beethoven esencial 

Barcelona. 25/1/2017, 20:30 horas. Auditori de Barcelona, Sala 2 Oriol Martorell. HAYDN: Cuarteto n.º 53 en Re mayor, op. 64/5 “La Alondra”. PROKÓFIEV: Cuarteto n.º 1 en Si menor, op. 50. BEETHOVEN: Cuarteto n.º 7 en Fa mayor, op. 59/1 “Razumovsky”. Jerusalem Quartet: Alexander Pavlovsky, violín. Sergei Bresler, violín. Ori Kam, viola. Kyril Zlotnikov, violonchelo.

Siempre es un bálsamo volver a la esencia básica de la música de cámara, en medio de óperas, sinfonías de Mahler y grandilocuencias varias en la poco imaginativa programación de la ciudad Condal. La especialidad de la música de cámara nos reconcilia con el corazón y nos recuerda que lo esencial, muchas veces, está en la sencillez de la forma que no en su facilidad.

El ciclo Música de cambra del Auditori de Barcelona, se preocupa en este caso de enriquecer su programación con conciertos como el presente, con un grupo de la calidad y prestigio contrastado, como son los Jerusalem Quartet. Todavía en el recuerdo con la bonita cita en la temporada anterior con el no menos eminente Emerson Storing Quartet, reseñado también para Platea Magazine, los Jerusalem convencieron a una Sala 2 Oriol Martorell, de las bondades excelsas de tres obras de cámara que van de 1790 a 1930, casi siglo y medio de historia camerística, aquí con Haydn, Beethoven y Prokofiev como compositores y anfitriones.

El cuarteto de cuerdas número 5 en Re mayor, Op. 65 de Haydn, el conocidísimo con el sobrenombre de “La Alondra”, sirvió de preámbulo de lujo y calidad con una interpretación equilibrada y serena por parte del cuarteto, pues es una de las obras de cabecera de su repertorio y de las primeras que grabaron en su galardonada carrera. Ya en el Allegro moderato se pudo apreciar la brillantez y claridad del sonido del primer violín, un Alexander Pauvlovsky del que solo se pueden decir virtudes. En los famosos trinos alondrinos de este primer movimiento, lució un sonido claro, de agudos diamantinos que mantuvo sin decaer nunca durante todo el concierto. La serenidad del Adagio cantabile, donde el discurso del segundo violín y el chelo se compenetraron a la perfección con la viola y el primer violín, dio como resultado una de las señas de identidad de los Jerusalem, una compenetración orgánica del sonido sin efectismo, seductora y con una musicalidad envolvente de grata naturalidad. La melodía cantabile del primer violín, siempre presente y por qué no decirlo, protagonista destacado en todo el concierto, hilvanó el discurso sereno y la administración de la pausas, esenciales de nuevo, tanto en el Menuetto: Allegretto como en el juguetón Vivace final

Con una obra de madurez de Prokofiev, el Cuarteto núm. 1 en Si menor, op. 50, se cerró una segunda parte donde el contraste después de la obra clásica de cabecera de Haydn, dio un bonito alter ego con uno de los compositores claves del repertorio ruso. Inspirado en la gran obra camerística beethoviniana, Prokofiev sorprende con un cuarteto evocador y en cierta manera lúgubre, con tres movimientos hilvanados por un espíritu íntimo que demanda una gran expresividad por parte de los intérpretes. Desde el intenso Allegro, con toda la fuerza rítmica identificativa del compositor ruso, los Jerusalem  construyeron un sonido denso y compacto pero lleno de vitalidad, con un remarcable protagonismo de los cuatro componentes transpirando una contagiosa complicidad. Destacó la labor de las cuerdas graves, sobretodo en el chelo de Kyril Zlotnikov, en un Andante molto, Vivace donde se pudo degustar un sonido carnoso y mesurado, de remarcaba fuerza emotiva. Evocadoramente hipnótico el clima creado en el conclusivo y peculiar Andante como último movimiento del cuarteto. Un clima final que podría rozar lo discursivo sino fuera por el ingrediente extra que han de aportar los solistas como fue el caso, madurez interpretativa, aplomo y generosidad expresiva.

A pesar de las virtudes de un Haydn luminoso e impoluto y el carácter fuerte y sombrío de un Prokofiev bastante insólito, fue con el gran cuarteto de cuerda número 7, en Fa mayor, op. 59 “Razumovsky”, donde las excelencias del recital llegaron a las cotas de máxima calidad y catarsis con un público que respiró la obra y salió feliz del concierto a tenor del clima conseguido.

Escritos en uno de los periodos de madurez más prolíficos de Beethoven, los cuartetos Razumovsky, dedicados al embajador del Zar en Viena, mecenas y violinista aficionado amigo del compositor, suponen uno de los hitos dentro del corpus beethoveniano. No es por casualidad que ocupara toda la segunda parte del concierto, puesto que sus casi cuarenta minutos de duración contienen una música inolvidable y ciertamente irresistible. Cartas boca arriba y excelencia en el diálogo central del Allegro inicial entre el chelo y la viola, donde el discurso extrovertido y minucioso del movimiento se desarrolló con latente virtuosismo. De nuevo se pudo disfrutar de las excelencias del primer violín en el Allegretto vivace e siempre scherzando, un sonido fino y pulido con el cual Pavlovsky guió el conjunto con mano de seda y un ritmo incesante de gran efectividad acústica. Con el mayestático Adagio molto e mesto fue donde la profundidad interpretativa de la obra y la implicación y aportación de los Jerusalem llegaron al cenit de la velada. El movimiento más largo del cuarteto se inicia casi en un susurro moribundo y lírico de gran vuelo melódico, un tema que se insinúa y desarrolla con la magnificencia de una sinfonía y que exige una inmersión interpretativa y una concentración casi espiritual. Se logró crear un clima único, y tener la sensación de que el cuarteto llegó al corazón de la obra, de nuevo gracias al excelso diálogo entre el primer violín y el chelo. Respiración unísona de los cuatro componentes, complicidad artística de músicos maduros y curtidos que supieron dar lo mejor de sí mismos en un movimiento de extraordinario sentimiento y perfección técnica, sumados a los pizzicatti como gotas de agua en contraste con una melodía nostálgica y conmovedora. El efecto narcótico del movimiento pareció parar el tiempo y llevar a la audiencia ensimismada al Beethoven más esencial, el que fue incomprendido en su tiempo y escribió la música del futuro. Con el tema ruso ya dibujado en el movimiento anterior, inspiración dada por el encargo del Conde Razumovsky, se llegó mediante el preciosista trino que liga ambos movimientos al Theme russe: Allegro conclusivo. Alegría en la ejecución y finura en los arcos, el sonido firme y cadencioso de los Jerusalem desgranó los últimos minutos del cuarteto con extroversión y delicadeza, dejando un poso de grata satisfacción para un público agradecido que obtuvo como bis de regalo, el innovador Allegretto pizzicato del Cuarteto número 4 de Bartok.