Sokolov

Zar de las teclas

Barcelona. 12/02/2017, 20:30 horas. Palau de la Música. Palau Piano. W. A. Mozart: Sonata en en Do mayor K. 545. Fantasía en Do menor K. 475. Sonata en Do menor K. 457.  L. van Beethoven: Sonata en Mi menor n. 27 op. 90. Sonata en Do menor n. 32 op. 111. Grigory Sokolov, piano.

Hay algo de mítico siempre en los conciertos de Grigory Sokolov (San Petersburgo, 1950), una mezcla casi inquietante de reverencial admiración por parte del público que contrasta con su reconocida frialdad gestual, marca de la casa. Diez temporadas consecutivas visitando el Palau de la Música Catalana no han mermado las ganas de escuchar a esta personalidad pianística monumental, una rara avis dentro de un mundo mediático donde brillan artistas-producto como Yuya Wang o Lang Lang, en contraste, el aura de Sokolov apunta a los grandes solistas del pasado. 

Auditorio lleno y visible expectación pues el programa, atractivo y ambicioso empezaba con un Mozart casi pedagógico para pasar al Mozart prebeethoveniano y acabar con dos de las sonatas más famosas del compositor del Himno de la alegría.

Comenzar por la celebérrima sonata Facile, no fue una mero entrante para Sokolov, quien siempre consigue mostrar las grandes obras como si fueran la primera vez que la audiencia las escucha, tal es el grado de implicación y recreación de las piezas por parte del ruso. Si en el irresistible Allegro inicial, lo cristalino de su digitación volvió a rezumar admiración en la sala, no fue menos la capacidad de recreación del Andante, donde el sonido del movimiento pareció insinuar un Mozart mucho más expresivo y profundo que no el del mero creador de una sonata para principiantes de piano. Con un tempo medido con tiralíneas en el Rondo. Allegretto final, Sokolov meció al oyente en una lectura nueva y fresca, cerrando con dominio del estilo galante casi trece minutos del mejor clasicismo mozartiano, pluscuamperfecto y atractivo.

El contraste con la Fantasía en Do menor, KV 475, se hizo presente con autoridad y búsqueda expresiva en el desarrollo implacable de sus cinco movimientos. Aquí el uso mágico del pedal, el dominio de un ritmo cadencioso y casi milimétrico pero que fluyó con una naturalidad pasmosa, dejó la sensación del Mozart maduro y profético que anuncia al Beethoven venidero. Un Mozart hondo y descubridor de sonidos que Sokolov dispersó en el ambiente como si de un prestidigitador se tratara. La conexión entre los movimientos, de fluidez abracadabrante y la alternancia del carácter colorista y nostálgico, dejaron el final de la Fantasía en preciosa antesala sonora a la Sonata en Do menor, KV 457, como si de un prólogo realmente se tratara, así parece haberlo mencionado el propio Mozart. 

Se han apuntado razones emocionales de Mozart hacia la alumna a la que está dedicada esta sonata KV 457, Therese von Tratter, para explicar su espíritu dramático, lejos del compositor diáfano y extrovertido de obras como la sonata KV 545 que inició el recital. El discurso del primer movimiento Molto allegro, remite al Mozart del Don Giovanni, al compositor que quiere trascender su propio mundo interior con una pátina de reivindicación casi se diría espiritual. Sokolov responde a este carácter con su proverbial uso del tempi, construyendo un sonido evocador y estimulante y nunca cayendo en lo discursivo. Si en el famoso Adagio, donde Mozart parece tomarse un respiro, un sosiego que contrasta de nuevo con el Allegro assai final, Sokolov se deja llevar por una especie de ensimismamiento panteísta, sus arpegios, la respiración, el uso de esos silencios que se insinúan pero no se dan, una maravilla sonora mayestática y serena antes de volcarse en el Allegro assai final. Este se presenta como un nuevo planteamiento lleno de preguntas y afirmaciones, cómo consigue Sokolov ese control del peso de los dedos, el cuerpo y recrear mil matices en frases llenas de vitalidad y contundencia, sin pasarse nunca, sin desbordarse porque todavía no estamos en Beethoven. 

Con la Sonata en Mi menor, número 27, op.90 se inició una segunda parte donde el pianista ruso pareció querer iluminar el camino escrito por un Beethoven heredero en cierta medida del Mozart antes expuesto, y que anuncia al Schubert en ciernes. Tal y como dice la nomenclatura del primero de los dos movimientos: Con viveza, de arriba abajo con sentimiento y expresión, un Sokolov vivo y lleno de contrastes llenó la sala modernista con un crisol sonoro merced a su prodigioso control de los matices, sutilidad en el fraseo y capacidad de iluminar con una musicalidad traslúcida la partitura. Pero fue sobretodo en el segundo movimiento, el No muy movido y muy cantabile, donde se hizo evidente el homenaje a Schubert en la recreación del movimiento por parte de Sokolov. Dinámicas y transparencias, diálogo y temas que se persiguen y juegan con el oyente y un final casi suspendido en el tiempo para un Beethoven inolvidable.

Abordar las brumas y límites difusos de la gran Sonata en Do menor, núm. 32, op. 111, la última sonata beethoveniana, es para cualquier pianista un reto y un logro poderla interpretar. Desde el inicio casi tosco de los primeros acordes, que Sokolov aborda con un sentido abrupto desolador, el Maestoso se tornó mecánico y de una fuerza ejecutoria de carácter inevitable, como si el discurso de la voz beethoveniana mostrara un camino antes jamás emprendido. Así el famoso Allegro con brío ed appassionato en los dedos del ruso aflora como una consecuencia más que como una pregunta futura, el sonido más que remitir a formas jazzísticas como en tantos otros ínterpretes, Sokolov lo transforma en un huracán de fuerza intrínseca, de arpegios y silencios avasalladores. Una especie de conclusión inevitable, un fin en si mismo del lenguaje pianístico de Beethoven que se mece en su propio universo para ir a un más allá de su tiempo y espacio. Recrear esta atmósfera única es uno de los grandes logros de la lectura del ruso, pues la capacidad de trascendencia de su interpretación volvió a seducir por personal e intransferible. El interprete se vuelve creador, el carácter metafísico de la obra se torna espejo en sus manos y lo refleja en un público absorto que se deja llevar sin remedio. En la profética Arietta: Adagio monto semplice cantabile, el segundo y último movimiento donde el discurso musical puede parecer errático o volátil, se presentó rítmicamente diáfano y expresivamente revelador. Los caminos abiertos por las notas del movimiento parecieron discurrir en la sala con la majestuosa veracidad de la verdad poética, el espíritu del Beethoven visionario que busca y encuentra al espectador actual, sea cual sea su contexto histórico. La grandeza de la obra se vertió con toda su atractiva esencia, escanciada por Sokolov como un ilusionista de las teclas, con la autoridad de un Zar, solemne, imponente. El silencio final fue ineludible y necesario, así como la ovación cerrada y todavía absorta por parte de la audiencia. ¿Es necesario tocar algo más después de la Sonata número 32, op. 111 de Beethoven? Con Sokolov ni estos apriorismo funcionan, el público sabe de su generosidad post-programa, y de nuevo con la naturalidad de los grandes, fue regalando hasta seis bises, Schubert, Chopin, Rameau, Schumann…alargando hasta las once y media de la noche un recital que acabó oficialmente a las once menos cuarto. La magia no tiene tiempo, pero sí guardián.