KazushiOno MayCircus 

El vicio sagrado

Barcelona. 24/2/17. Auditori. Wagner: Lohengrin (Preludio al Acto I). Tannhäuser (Obertura y Bacanal). Tristán e Isolda (Preludio y Muerte de amor). Sigfrido (Los murmullos del bosque). El ocaso de los dioses (Viaje de Siegfried por el Rin y Marcha Fúnebre). Los maestros cantores (Preludio al Acto I). Orquesta Sinfónica de Barcelona y Nacional de Cataluña. Dirección: Kazushi Ono.

Lejos queda aquel wagnerismo asociado y combativo en Barcelona, cuando la impronta de la Associació Wagneriana nacida en 1901 culminaba una trayectoria que arrancaba en 1862: entonces en la capital catalana tuvo lugar la primera audición de Wagner en toda la península. Fue la “Marcha Triunfal” del Tannhäuser con la sociedad coral Euterpe dirigida por Anselm Clavé. Pero todas las tormentas dejan en el aire un rumor aunque sea el recuerdo, un escenario aunque esté vacío. Uno tiene grandes dudas de que hoy Barcelona lidere algo en términos de novedades musicales –ese y no otro era el espíritu subversivo del wagnerismo, como reconocía el gran crítico impulsor de la Wagneriana Joaquim Pena, cuando decía que Wagner había llegado a desafiar el estado de fatiga musical, política, arquitectónica y artística de Cataluña–. ¿Dónde está el Marsillach de nuestra época? ¿Qué nos ha quedado de Wagner, cuando un Josep de Letamendi confiaba a la modernidad del wagnerismo hasta la regeneración cultural de España?  

Lo único, siendo mucho, es su música cuando se interpreta sabiendo qué se tiene entre manos, incluso cuando se trata de fragmentos orquestales desgajados de sus orgánicos dramas musicales: uno de los grandes atractivos de la temporada. A excepción de una obertura de Los maestros cantores que cerró el programa en los que el director tuvo que luchar para controlar algunas estridencias, la orquesta estuvo dotada de personalidad y precisión, y sonó con un color luminoso desde un soberbio preludio de Lohengrin, dotado del sosiego necesario por la batuta japonesa, que atendió a todos los recovecos de la partitura, y a ese sonido cristalino y frágil de los violines del tema del Santo Grial, que en un círculo eterno aparece en el inicio y desaparece en el final. La obertura y particularmente la bacanal de Tannhäuser (en su versión vienesa de 1875) fue uno de los puntos álgidos de la noche, teniendo en cuenta el reto de equilibrio sonoro que siempre presenta: unas cuerdas espléndidamente flexibles, violonchelos de sonido cálido y bien ajustado y una orquesta que reaccionó al carácter de la batuta fueron los valores principales. Aunque solvente, no fue de tanta brillantez un preludio de Tristán e Isolda que en su precipitación en algunos pasajes centrales a veces vio amenazada la tensión, que brota desde esa secuencia donde en el famoso acorde hace acto de presencia el amor y el deseo, y también el destino de una de las encrucijadas centrales de la música del siglo XX. No obstante la orquesta logró especialmente en la “Muerte de amor” un sonido vigoroso sin caer en desajustes o desequilibrios –a subrayar la sensualidad y matices de maderas y la nobleza de metales–: una lectura fresca y profunda de Ono logró arrastrar el denso oleaje orquestal contra las rocas de la inercia, como Wagner lo arroja contra Isolda. La claridad de conceptos y el exquisito detallismo del director en “Los murmullos del bosque” de Sigfrido dio lugar a una lectura muy solvente, aunque a veces excesivamente analítica y destemplada, que tuvo no obstante intervenciones de calidad en violonchelos, maderas, y en la concertino invitada. Aunque se echó en falta un mayor control de las dinámicas en la “Marcha fúnebre” de El ocaso de los dioses, antes la orquesta completó una magnífica versión del “Viaje de Siegfried por el Rin”, donde brilló una espléndida solista de trompa desde fuera del escenario en la laboriosa llamada de Siegfried.   

La cercanía natural de Ono genera una sintonía natural con los músicos, y suele conseguir trasladar al auditorio el respeto por una larga tradición, en este caso cuidando el legado wagneriano como un tesoro en sus manos, un tesoro que conoce y ha transitado desde su experiencia en el foso. Aún teniendo en cuenta el lógico –y necesario– margen de mejora, la gran implicación de todas las secciones fue el complemento perfecto a una dirección inteligente y bien perfilada, ante un programa que colmó todas las butacas del Auditori de expectativa satisfecha con ese “licor envenenado” de tanta belleza que fue para toda una época en Barcelona –y sigue siendo a su manera– como recordaba Eugeni d’Ors, el “vicio sagrado”.