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Ídolos de barro

Madrid. 16/03/17. Auditorio Nacional. Fundación Scherzo. Beethoven: Novena sinfonía. Julianna Di Giacomo, soprano. Tamara Mumford, mezzosoprano. Joshua Guerrero, tenor. Soloman Howard, bajo. Orfeó Catalá. Cor de cambra del Palau de la música catalana. Orquesta Sinfónica Simón Bolívar. Gustavo Dudamel, dirección.

No, señoras y señores, no. No y basta, ¡prou! Que deberían estar diciendo en el Palau de la Música de Barcelona desde hace días. Esto no ha sido Beethoven y esto no debería ser lo que llenase hasta la bandera un auditorio de música, ¡pero qué diferente es la música del negocio musical, que decía Ornette Coleman! Leía hace unos días en las páginas de una revista que Gustavo Dudamel firmó este enero uno de los peores conciertos de año nuevo que se recuerdan no por su culpa, no, sino por la orquesta y la encerrona que hicieron al venezolano, con programa al parecer horrible e ingobernable que le arrastró al descalabro absoluto. No fue cosa de él sino de los valses y polcas de Strauss y familia… este es el nivel de despropósitos. Cualquier cosa antes de morder la mano que a uno le da de comer, supongo.
    No es que los críticos seamos capaces de todo (aunque ustedes no lo crean, y lo entiendo), es que el negocio de la música está desesperado. Para vender hay que levantar ídolos, aunque estos sean de barro y queramos además cincelarlos a martillazos. Y este es el caso de Dudamel, quien ha completado la integral sinfónica de Beethoven en el Palau de la música de Barcelona con la Orquesta Sinfónica Simón Bolívar y se ha pasado por Madrid para celebrar un bolo de esos que tanto gustan a la crema de la intelectualidad madrileña.

La Novena sinfonía de Beethoven presentada por Gustavo Dudamel en Madrid simplemente no era tal. No lo era. No era Beethoven. Esto era una mole mediática, una masa de hacer dinero desestructurada que avanzaba a tirones y estirones (con una buena pausa antes del final para que los rezagados entrasen), en una lectura muscular, hinchadísima, con una plantilla de atriles desmesurada y desproporcionada, en número y tratamiento en los planos sonoros que el director no supo manejar prácticamente en ningún momento. En esta vorágine, el coro sonó gritado y los solistas superficiales. La lectura resultó tan aburrida como machacona. Ni rastro de elevación, de erudición, de grandeza… ¿Qué sentido tiene un Beethoven al que arrancan a golpes su razón de ser? Con el de Bonn no cabe jugar al efectismo, se vale o no se vale. Pero claro, supongo que todo esto es culpa de Beethoven, no de Dudamel, al fin y al cabo este sale en la tele y el alemán, no.

Por supuesto mucho público aplaudió enfervorecido al terminar, también la habitual clá de la Bolívar. Sobre gustos no hay nada escrito, supongo, y entiendo que no todo el mundo puede tener la oportunidad de hacerse con varias versiones de una misma obra para crearse un gusto propio, pero doy por hecho que el 99.99% del público del auditorio sí, aunque sea en un lamentable mp3, aunque para muchos, entiendo también, suponga un esfuerzo añadido al hecho insustancial de acudir a escuchar Beethoven porque lo marca el rebaño. Resulta mucho más sencillo aplaudirse a uno mismo al terminar la música y seguir viviendo en la inopia, en un acto que roza el onanismo más absurdo al haberse visto uno capaz de reconocer una música que la mercadotecnia ha apaleado hasta acabar en anuncios para sopas. Y si usted estuvo en el Auditorio y no se siente así, entonces me voy a permitir el lujo de dar por hecho que al menos una mínima parte de usted se fue dolido a casa. ¿Saben ustedes aquello de que una mentira repetida cien veces se convierte en una verdad? Pues si lo dice la industria, con una vez parece bastar.