Donizetti 

Gaetano Donizetti y La fille du régiment

La ópera italiana del siglo XIX, que procedía de la tradición belcantista napolitana, y que llevaba en su haber un historial glorioso, emprendió una evolución tendente al realismo historicista impuesto por las corrientes románticas, que desestimaron  las antiguas tradiciones que se centraban sobre todo en la belleza del canto; fue un proceso lento, que condujo a los compositores (y al público que les daba audiencia) a un camino que los llevaría gradualmente al realismo impuesto por el Verdi tardío y los veristas. 

Donizetti es prácticamente el compositor  que sería el puente que nos llevaría de un lado a otro de esta evolución operística. Si en sus primeros títulos (por ejemplo en la ópera bufa L’ajo nell’imbarazzo, de 1824) escribe como un simpático imitador de Rossini, en 1830  dio una vuelta de timón y se  situó junto a Bellini en el campo del belcantismo historicista 

(una cosa no quitaba la otra, de momento), con su Anna Bolena y tres años más tarde se distingue especialmente con su Lucrezia Borgia. Aunque había confiado en Nápoles como la ciudad que iba a proporcionarle su sede principal –Rossini ya hacía tiempo que había dado el salto a París, y después se había retirado), la estrechez de miras de la monarquía napolitana y su equipo de censores le hicieron la vida imposible –la prohibición de su Poliuto, por ser una obra “excesivamente devota” fue la gota que derramó el vaso, y también Donizetti (ahora viudo y sin hijos) tomó la vía de la menos problemática vida francesa, donde la censura apenas molestaba y donde había un número importante de teatros. 

Donizetti en París

La llegada de Donizetti a la capital francesa tuvo algo del famoso caballo que entra en una cacharrería; pero  por otra parte su talante amable supo granjearle rápidamente las amistades necesarias (cedió el paso a su colega Halévy, que no acababa nunca de estrenar una ópera nueva pero tenía una cierta prioridad –había llegado antes-) pero en el año 1840 Donizetti, programado ya su Poliuto en la capital francesa, preparó nada menos que cuatro estrenos para la temporada siguiente, el primero de los cuales fue La Fille  du régiment, en la Opéra-Comique, el 11 de febrero de 1840; si al final fueron sólo tres estrenos y no cuatro,  incluyendo  la gran Ópera de París –porque el Théâtre de la Renaissance se arruinó antes de poner en escena su L’Ange de Nisida,  más tarde reaprovechada por el compositor para varios pasajes de su Favorite  de aquel mismo año. No dejó de comentarlo, entre sarcástico y admirado, el “malas pulgas” de Berlioz, que escribía en el entonces prestigioso “Jounal des Débats” y hablaba de verdadera “invasión” del compositor bergamasco., aunque en su crítica reconocía  en la Fille algunos pasajes de mérito. Por otra parte,  Berlioz le acusaba –sin ningún fundamento-  de haber plagiado pasajes de Le Chalet, de Adolphe Adam, que había sido el primer amigo de Donizetti en París, pues Gaetano alquiló un apartamento en la misma  casa en que residía Adam.

En su estreno, como ha sucedido muchas veces, La Fille no gustó, y faltó poco para que fuera protestada, pero en las funciones siguientes la pieza remontó el vuelo y acabaría siendo casi considerada –ya saben lo que eso significa en Francia- una ópera francesa, que hasta la Primera Guerra mundial fue la ópera “patriótica” que se cantaba en muchas ciudades francesas en la fiesta de la República del 14 de julio, en que se cantaba con especial fervor el ‘Himno del Regimiento’ aludiendo al regimiento militar local,  cuyo número se cambiaba en el texto para que figurase el del cuartel local.

Una cosa muy poco conocida de Donizetti en París es que, a pesar de su agobiante labor –de la que se queja en varias de sus cartas- tuvo tiempo para informarse acerca de la música del compositor alemán Beethoven (que entonces acababa de asombrar con sus sinfonías en París). Donizetti no sólo se informó adecuadamente, sino que dio una conferencia en el Institut de France sobre esa entonces desconocida música sinfónica, y además escribió para La favorite una obertura que es una mini-sinfonía  estructurada según el modelo alemán (introducción, dos temas, repetición y coda). Sugiero a quienes quieran comprobar mis palabras que escuchen atentamente la obertura de La favorite y podrán comprobar el  indudable color “beethoveniano” de la pieza. Pero Donizetti no insistiría por este camino y su progresiva excitabilidad, provocada por su entonces todavía no manifestada sífilis, lo llevaría  a un estado de hiperactividad  (llegó a acumular también el cargo de compositor oficial de la corte de Viena, tras el éxito de su Linda di Chamounix (1842) y alternaba sus actividades entre París y Viena mediante continuos viajes -¡en diligencia! Entre ambas ciudades.  La ruptura sobrevendría en 1845, y su muerte, tres años más tarde, ha dejado testimonios gráficos muy tristes; rescatado del siniestro hospital psiquiátrico de París (La Salpétrière), fue conducido a Bérgamo, donde murió convertido prácticamente en un ser inanimado, como puede apreciarse en una de las primeras fotografías de aquella época.

Donizetti en el siglo XX.

El siglo XX –que “moralmente” empieza con la Primera Guerra Mundial, disipó muchas cosas y entre ellas la valoración de los espectáculos operísticos, para algunos objetos de menosprecio o de simple desconocimiento. Los cambios en la vida europea producidos por la mecanización de muchos aspectos de la sociedad tienen mucho que ver en estos cambios. 

 

Por otra parte, la simplificación de la vida operística pública, generalmente basada en criterios de “rentabilidad” del espectáculo, tuvo como efecto la pérdida de muchos autores (Mercadante, Pacini, Persiani, etc.), apoyándose en la tendencia –inexplicable, pero cierta- del público “de pago”, de asistir únicamente a aquellas obras que ya conoce (lo absurdo de la situación no merece más comentarios). 

Dentro de los autores que se “salvaron de la quema” figuraba Rossini (aunque quedó un tiempo casi reducido a sólo Il barbiere; tras de su retiro inesperado (en 1829), los líderes del grupo joven fueron Bellini (tres títulos de sus diez) y Donizetti, que con sus más de setenta obras compuestas había quedado reducido a poco más de cuatro o cinco, pensemos que incluso su título más divulgado, Lucia di Lammermoor, tardó 20 años en reaparecer en el Liceu  (entre 1935 y 1955) y no le lucía mucho mejor el pelo a Verdi: cuando en los años 1920 el hábil empresario Mestres Calvet incluyó en sus temporadas títulos como La forza del destino o Un ballo in maschera, de Verdi, no le faltaron críticas y muchas incomprensiones.  A mis alumnos les cuesta creerme cuando les explico que a mediados del siglo XX llevaba más de medio siglo sin escucharse Nabucco, con su famoso coro “Va pensiero”, que se recuperó de pronto a raíz de las celebraciones del cincuentenario de la muerte de Verdi, en enero de 1951.

Por supuesto que la irrupción (a las puertas del siglo XX) del repertorio wagneriano , tuvo algo que ver con la desvalorización del concepto de bel canto en concreto, y de la ópera italiana en general (siempre hay neófitos que se apuntan a cualquier novedad que dé “prestigio”). Más tarde, y también con algo de influencia en el panorama de la lírica,  el mundo de la ópera (y el de la danza) se vieron conquistados por las atractivas creaciones rusas que el célebre Diaghilev extendió por la Europa de principios del siglo XX, con París como punto de partida. 

Algo parecido produjo la eclosión de la música alemana del dodecatonismo  (o si se prefiere, dodecafonismo), sobre todo en los niveles intelectualmente más preparados. No insistiremos en el caso de España, donde en buena parte del siglo XX, se vinculó, por razones  socioeconómicas, la ópera a la “gente bien”, que se suponía que acudía a estos espectáculos no por la música, sino únicamente para figurar socialmente y poder lucir un vestuario de lujo.

La “Donizetti Renaissance

  

En los años 1960, a pesar de la persistencia  de muchos de estos tópicos, y sobre todo  desde el punto de vista de la programación en los países más operísticos (por supuesto no en el nuestro, donde las cifras de las ediciones operísticas en discos de vinilo de los años 1960 son de un calibre casi ridículo)  este panorama fue cambiando rápidamente, en gran parte por la presión de la nueva industria discográfica, a partir del invento del disco de vinilo (1948); algunas personas mal informadas no son conscientes de la importancia que ha tenido el disco en la difusión musical moderna. En todo caso, las industrias así nacidas, después de varios años de publicar docenas de Aidas, Toscas y Bohèmes decidieron que era hora de emprender caminos “más arriesgados” y gracias a la benemérita labor de algunos directores de orquesta  (Vittorio Gui el primero; Richard Bonynge más tarde) se dio un importante impulso a la recuperación de títulos de antaño, lo cual no sólo benefició la revitalización del repertorio, sino que produjo la llamada “Donizetti Renaissance” que devolvió la vida a muchas de las óperas del maestro de Bérgamo. Gran acierto de Bonynge fue reunir en la ópera cómica donizettiana escrita en París La Fille du régiment (1840). En unas funciones dadas en el Covent Garden a la improbable pareja escénica formada por Joan Sutherland (con su nada esbelta figura tocado el tambor, de entrada criticada por un papel cómico, que molestó al público “de siempre”) y el esplendoroso tenor Luciano Pavarotti, que debió a este debut (rápidamente recogido en disco) con su exhibición de los nueve dos de pecho de la cabaletta de su aria del primer acto (a pesar de su deficientísimo francés) un hito vocal en su carrera. (Fue ésta una pequeña trampita de Bonynge, que convirtió en nueve dos esas notas, que originalmente eran sólo cuatro si bemoles que nunca habían llamado la atención: en las pocas grabaciones de ópera belcantista que entonces empezaban a aparecer en el mercado; la más antigua la de la CETRA de 1950, con Lina Pagliughi y Cesare Valletti –quien por cierto reducía los famosos agudos al si bemol). 

De ópera “de soprano” a ópera “de tenor”.

El caso es que esta modificación de Bonynge ha convertido hoy en día a La Fille du régiment en una ópera “de tenor”, a pesar de que originalmente, como todas las óperas del primer romanticismo, eran vehículos para el lucimiento de la prima donna. El propio Donizetti, por su parte, también propició ese cambio de objetivos a favor del tenor, como haría en la misma Lucia di Lammrmoor,  que no acaba con la  espectacular muerte de la diva, sino con el aria de tenor, en el marco “romantiquísimo” del cementerio de los Ravenswood. 

Curiosamente, uno de los teatros europeos que antes entró en la onda de la Donizetti Renaissance fue el Gran Teatre del Liceu, pero no por La  Fille, sino por la importantísima influencia de Montserrat Caballé en el repertorio belcantista de nuestro compositor. Pero el caso es que la recuperación fue en todos los campos, y en enero de 1973 llegaba al Liceu 

(en italiano) La figlia del reggimento, con Maddalena Bonifacio y el recordado tenore di grazia Ugo Benelli, dirigidos por Adolfo Camozzo.  Sòlo diez años atrás, un título semejante en el Liceu hubiera sido imposible imaginar. Y sin embargo, ahora es un título bien conocido y digamos como curiosidad final, que quien estas líneas escribe presentó, además de en varios otros lugares, dos representaciones de esta ópera en el más inesperado  lugar de Barcelona: el famoso Molino del Paralelo, con la soprano Natasha Tupin, el tenor Beñat Egiarte y el barítono Joan Garcia-Gomà, en versión con piano a cargo de Josep Buforn (enero de 2013), siendo la única ópera representada en el histórico teatro del paralelo en sus actuales 119 años de historia. Hasta ahora, fue esta la última ocasión en que se ha visto la ópera de Donizetti en Barcelona.