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Tócala otra vez, Kirill

Múnich. 05/06/2017. Bayerische Staatsoper. Obras de Rachmaninov y Mahler. Bayerisches Staatsorchester. Igor Levit, piano. Dir. musical: Kirll Petrenko.

Un día después de un monumental Tannhäuser, Kirill Petrenko se ponía al frente de un exigente programa sinfónico con su orquesta de la Bayerische Staatsoper de Múnich. Nada menos que la Sinfonía no. 5 de Mahler en la segunda mitad y la Rapsodia sobre un tema de Paganini de Rachmaninov para abrir el concierto, con Igor Levit como solista. Confieso que hasta la fecha no había sentido una fascinación tal por al figura de Levit, a la que desde ya mismo me propongo seguir de cerca.

Si tuviera que resumir mi impresión en pocas palabras diría que Igor Levit (Gorky, 1987) es un pianista monstruoso. Hacía tiempo que un solista no me dejaba tan impresionado: por su excelencia técnica, por su musicalidad a flor de piel, por su implicación bordando la locura, por su entendimiento con Petrenko… Parecían dos hechiceros confabulados dando forma a un conjuro. Tal fue su Rachmaninov, que me dejó perplejo. Un completo delirio. El juego de timbres y dinámicas entre Levit y Petrenko fue sobresaliente y nunca demostrativo. Era el delirio de dos músicos mayúsculos jugando a superarse una y otra vez, durante las 24 variaciones que se encadenan en esta partitura, que sonó aquí con una fluidez y una lógica ciertamente inéditas. En la variación XVIII se produjo por descontado la magia que cabía esperar, uno de esos raros momentos en los que el tiempo parece pararse, como inefable. No todos los días se tiene ocasión de redescubrir en estas condiciones una obra que pareciera ya sabida y que tantas veces recibe lecturas superficiales. iImaginación, fantasía, delirio… dos virtuosos haciendo música mayúscula, trascendente e hipnótica.

Para rematar su contribución al concierto Igor Levit se sacó de la manga una propia de las que se graban a fuego en la memoria: nada menos que una versión descomunal de la Liebestod de Tristan und Isolde, obra estrenada precisamente en Múnich en 1865, aquí en un arreglo para piano de Liszt. Boquiabierto dejo Levit a todo el auditorio congregado en la Bayerische Staatsoper. Y no es una hipérbole. El silencio durante su interpretación se podía cortar con un cuchillo. Un momento increíble.

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La Sinfonía no. 5 de Gustav Mahler es una de esas piedras miliares que jalonan el repertorio sinfónico. Una prueba de fuego para cualquier talento genuino que se precie. Ese es el caso de Kirill Petrenko, quien es ya el director de una generación, uno de esos nombres que hacen y marcan una época. Y eso que todavía no ha empezado siquiera su tiempo en Berlín. ¿Qué nos deparará su tiempo allí? ¿Hasta dónde podrá llegar al encontrarse con esos músicos geniales? Su legado en Múnich va ya camino de sonar a leyenda: sonará a exageración, pero lo cierto es que todo lo que toca se convierte en oro.

Mahler es, a buen seguro, el compositor con el que más cabe hablar de un sello propio, de una impronta personal en torno a una determinada batuta. Un gran director se mide, entre otras cosas, por su capacidad para hacer un gran Mahler. La concepción dramática de Petrenko es muy particular: la grandeza deja paso a la violencia, la hondura cede terreno a la trascendencia. Esta Quinta de Mahler fue como un terrorífico descenso a los infiernos, salpicado por puntuales atisbos de dulzura, esperanza y luz.

La famosa marcha fúnebre (Trauermasch. In gemessenem Schritt. Streng. Wie ein Kondukt) arrancaba la lectura con tensión, firmeza, con un punto seco y estricto en el sonido, sumamente rítmico y nítido. No hay espacio para contemplaciones. El segundo movimiento (Stürmisch bewegt. Mit grösster Vehemenz) expuesto por Petrenko pareció ser el eco de un terremoto, algo verdaderamente sobrecogedor y abrupto. 

Marcando con una pausa extensa el cambio entre la primera y la segunda mitad de la sinfonía, el Scherzo. Kräftig. Nicht zu snell tuvo después la forma de una danza seductora e hipnótica, un punto macabra. En el consabido Adagietto Petrenko consiguió detener el tiempo sin ralentizarlo en realidad. Es decir, con pura gestión de las dinámicas, creando un tiempo dentro del tempo. La mística aquí cede el paso a una tensión que se resuelve en forma de 

Como cabía esperar, el Rondo-Finale. Allegro-Allegro giocoso. Frisch. se resolvió triunfal y vertiginoso, con una aceleración final que dejó sin aliento a los músicos y a los oyentes, como si fuese una sacudida orgásmica. Una lectura admirable que nada más concluir apetecía escuchar otra vez desde el principio. Sin duda, como en Casablanca, la tentación era decir “Tócala otra vez, Kirill”. *

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* Como es sabido, en realidad en Casablanca nunca se dice el citado "Tócala otra vez, Sam". Lo que Ingrid dice al pianista es "Play it, Sam".