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¿Cualquier tiempo pasado fue mejor? Sobre la comparativa entre pasado y presente de la ópera

Estos días, en diversas plataformas digitales, he leído varias cuestiones que de vez en cuando vuelven a surgir alrededor del mundo de la ópera, y que, seamos sinceros, se repiten desde los tiempos en de las primeras obras representadas en aquella Italia del XVII, aunque no por ello esas cuestiones han perdido interés, y siguen provocando enconados debates. Quizá la postura más prudente ante estas polémicas sea el silencio, una opción que en estos casos no demuestra asentimiento a una de las posturas o pasotismo, sino más bien aquello de “el mejor desprecio es no hacer aprecio”. Pero también es verdad que con los años, a uno, que peina hace mucho canas y que sufrió a los matones de recreo en el cole, le dan ganas de dar su opinión, protestar, dejar alguna cosa clara (por lo menos para mi) y, si es posible, dar alguna patada en la espinilla a esos bravucones que se creen en posesión de la verdad absoluta.

Porque éste, creo, es el problema: el dogmatismo con el que algunos lanzan proclamas que en el fondo son solamente sus opiniones, nada más que eso. Porque aquí, en el arte, en la ópera, no hay resultados concluyentes ni pruebas empíricas ni experimentos que prueben nada. Todo son opiniones, fundadas, no lo dudo, en experiencias, lecturas, audiciones, presencia en multitud de representaciones, pero que no dejan de pasar por el tamiz de lo personal. Se me dirá que sí hay cosas que son objetivas: un agudo fallido, un proyección mínima, una dirección errática. También el reconocimiento de la perfección y maestría de divos ya retirados o desaparecidos. Y es verdad, y no creo que nadie niegue esto. La polémica comienza cuando las opiniones se convierten en verdades absolutas y se tiende primero a descalificar o despreciar lo actual utilizando casi siempre el arma de mitificar lo pasado. En estas líneas, que no sé si me arrepentiré de escribir, quiero dar mi opinión sobre estas dos cuestiones: La divinización de lo pasado y la poca valoración de lo que disfrutamos en el presente.

Cuando alguno de estos popes lanza sus acerados (y él cree que acertados) comentarios sobre una representación, un cantante, un director musical o de escena, una de sus coletillas más utilizadas es acudir a los grandes nombres de la lírica que han cantado ese papel o han dirigido esa obra “como debe ser”. Son, casi siempre las recordadas estrellas que brillaron en la segunda mitad del siglo XX, la del auge y esplendor de la fonografía. Nadie tiene un agudo tan squillante como B., el fiato de esa soprano es de risa comparado con la insigne C., nadie canta el francés con el gusto y el refinamiento de V. Ahora todo es chabacano, falso, sin que haya detrás una técnica sólida, bien trabajada. Los cantantes van de la ceca a la meca sin preparar ni ensayar papeles y así nos va; todos estos comentarios aderezados unos con cinismo, otros con la sal gorda de la babosada, incluso alguno rozando la falta de respeto. Tienen sus fans, por supuesto. Hay una idea muy extendida entre el aficionado medio que cree que una buena crítica es aquella que saca más defectos: eso demuestra que el avezado comentarista ha percibido detalles, ha encontrado acentos poco ortodoxos, notas engoladas y cantadas muy atrás, que el común de los mortales ni había olido. No digamos nada si un gacetilla cualquiera en otro medio no comenta estos defectos. Eso demuestra que no tiene ni idea, ni ha escuchado a los más grandes ni ha bebido en las fuentes de los consumados conocedores de la esencia operística que, en España, no serán, según dicen los sabios, más de cinco. 

Para ratificar todas sus aseveraciones nos recuerdan, como comenté más arriba, las grandes voces de antaño. Y yo me pregunto ¿estos grandes (que lo son sin duda, eso por delante) de los 50, 60, 70 del XX, fueron los que estrenaron Lucia de Lammermoor, Norma o Nabucco? Ah, pues no. Lo hicieron gente como Fanny Tacchinardi-Persiani, Giuditta Pasta o Giorgio Ronconi. Cantantes que si hubieran escuchado a los excelsos del XX estoy seguro se habrían echado las manos a la cabeza horrorizados con unas interpretaciones que tanto diferían de las suyas, desvirtuando el original, olvidando lo escrito en la partitura. Porque si hay algo que se repite en cuanto buceas por periódicos, crónicas y revistas del XIX es críticas igual o más exacerbadas de las que ahora leemos: intérpretes que destrozaban papeles y no tenían “las más mínimas nociones del arte del canto”, autores que mancillaban la esencia operística italiana, francesa o alemana, directores que “versionaban” los clásicos sin ningún remordimiento (¡cómo sufrió Mahler con su modernización de la sacrosanta Ópera de Viena!). O sea, nada nuevo bajo el sol. Autoproclamados guardianes de la tradición (como si se supiera qué es eso realmente) y que arremeten contra todo lo que ellos consideran poco canónico. Otra acusación típica es que no se ensaya y no se preparan las representaciones como antaño. Todo es correr de un teatro a otro, con repertorios dispares (casi siempre inadecuados para sus voces –ellos saben lo que debe cantar cada uno, no los cantantes–) y sin la debida preparación. Y claro, lees un poco y te encuentras historias como la del debut en la Royal Opera House de Francesco Granziani en 1855: el  26 de abril es Carlos en Ernani, canta en el papel del Conde de Luna en Il Trovatore el 10 de mayo, Riccardo, de I Puritani el 17 del mismo mes y Alfonso de La favorita el 24. Vamos, las galeras verdianas en versión cantante. 

Entonces ¿en qué situación estamos? ¿cualquier tiempo pasado fue mejor? ¿Nos ha tocado presenciar los últimos estertores del noble arte operístico? Pese a los pesimistas augures, la ópera, la Ópera con mayúsculas si lo prefieren, sigue viva. Y como “ser” vivo evoluciona, cambia, se transforma aunque siempre deba ser fiel a su propia esencia: la música, la escena. Y los aficionados, los críticos, todos los que seguimos disfrutando de este maravilloso arte debemos seguir también evolucionando. No estoy hablando de comulgar con ruedas de molino como pensarán algunos, no admitir como normal excentricidades escénicas o musicales. Es simplemente abrirnos a nuevas formas de ver y escuchar la ópera, ser más comprensivos con propuestas que al principio parecen chocantes pero que luego, con el poso que da el tiempo, tienen su lógica, su razón de ser y que dentro de unos años seguramente serán también tradición (como lo son los añadidos, parches, recortes y transformaciones que se hicieron a lo largo de los siglos en las óperas originales). Estos cambios tienen que ver, sobre todo, con las nuevas concepciones en la escenificación de las obras y también las nuevas formas de trabajar de los cantantes, cada día más comprometidos en su faceta actoral. En estas nuevas visiones no vale todo, está claro. No se puede rechazar a un cantante porque no da el tipo físico de un papel o pasar por encima de la técnica del canto para crear una escena teatralmente más impactante. Pero sí que se agradece esa gran implicación que se ve cada día más de los artistas con la puesta en escena, ese trabajo interpretativo que añade un esfuerzo más al ya grande de cantar. Porque en la actualidad, por mucho que los agoreros clamen en sus torreones, siguen surgiendo grandes cantantes, inmensos cantantes, de esos que emocionan, que te ponen la piel de gallina, que te hacen rememorar noches impresionantes. Y cada día, en este país, o cuando uno viaja, escucha voces que siguen impactando. Y para ilustrar esta afirmación (y para ir acabando esta larga perorata) me voy a permitir contar tres experiencias personales que me parece ejemplarizan lo que intento decir. 

No tengo por costumbre decir nombres, y como estos casos habrá otros que los lectores hayan experimentado con otros artistas. Estos son los míos. A ninguno de los tres cantantes de los que me voy a referir ni los conozco, ni los he tratado ni personal ni tangencialmente, tampoco me une nada a ellos más allá de mi admiración. Son experiencias de aficionado. De aficionado ya mayor que ha escuchado y visto bastante pero mucho menos de lo que le gustaría y de lo que aún espera oír. La primera historia ocurre en la famosa Scala de Milán, concretamente en ese santuario de algún talibán que se llama “loggione”, donde, eso dicen, se reúne lo más granado de la auténtica afición. Allí, el día que estuve, había más movimiento y murmullos que en el Gran Bazar de Estambul, nada parecido al respeto por la ópera. Pero quizá sería porque se representaba una obra de Wagner y eso, para alguno de estos integristas, no es ópera. La verdad es que la representación transcurría sin pena ni gloria pese a que los protagonistas eran de primera línea y el director de primerísima. Hasta que llegó el segundo acto y comenzó el monólogo de Elizabeth (la ópera era Tannhäuser, claro). Fue como entrar en otra dimensión, el pensar al momento “esto es una soprano”, algo que aún, al recordarlo, sigue emocionándome. Un timbre maravilloso, un canto lleno de belleza y, sobre todo, la percepción de  la entrega y el amor por lo que estaba haciendo, por el canto. Fue mi primera ópera con Anja Harteros. No tenía ninguna referencia de mi siguiente protagonista. Formaba parte de una representación de Daphne de Strauss en Dresde en la que no había ningún nombre mediático pero toda la compañía era solvente, aunque alguien destacaba notoriamente. Esta vez una voz de bajo, bien timbrada, impresionante, de esas que te llegan muy adentro sin tener que caer en la caverna. Alguien que intuyes que tendrá una excelente carrera (como así está siendo) y que demuestra los grandes cantantes no se agotan. Estos días canta Gurnemanz en Bayreuth: Georg Zepperfeld. La última historia del abuelo cebolleta: representación contra viento y marea de L’elisir d’amore impulsada por la Asociación de Amigos de la Ópera de Aragón sobre todo con la intención de que debute en el Teatro Principal de Zaragoza el gran cantante aragonés Carlos Chausson. Un reparto equilibrado, pero de pronto, otra vez,  una voz que destaca por su frescura, por ese algo especial que te hace pensar que hay una joya que si se trabaja llegará lejos: Ruth Iniesta.

Tres grandes cantantes que garantizan que esto no se acaba. Y como ellos, otros cientos de artistas que se intentan abrir camino en este difícil mundo. Que siguen estudiando (y creo que académicamente hay ahora mucha mejor preparación que antes), haciendo filigranas para conseguir papeles, sobre todo si no están amparados por grandes agencias,  y que lo dan todo en cuanto tienen una oportunidad. Claro que unos son más brillantes que otros, como en todas las profesiones, pero su trabajo está permitiendo que la maquinaria operística siga funcionando y que no sólo llegue a los grandes teatros sino también a los más modestos, además con dignidad muy meritoria. El futuro de la ópera está garantizado, se diga lo que se diga. Y no está mal recordarlo de vez en cuando. Es una opinión.