Muti WienerPhilharmoniker Salzburg 1 Borrelli

 

La sombra de Karajan es alargada

Salzburgo. 15/08/2017. Festival de Salzburg. Obras de Brahms y Tchaikovsky. Yefim Bronfman, piano. Wiener Philharmoniker. Dir. musical: Riccardo Muti.

Fenómeno curioso, sin duda, el de todos los directores ungidos de un modo u otro por la mano del mito aquí omnipresente de Herbert von Karajan. Él fue quien invitó a Salzburgo a Riccardo Muti por primera vez, allá por 1971. A sus 76 años, Muti (Nápoles, 1941) tiene ya poco que demostrar. Y quizá sabedor de ello, a veces se diría que se ha resignado a la evidencia de no poder quizá ofrecer una imagen tan excelsa de sí mismo como hace apenas unos años. Que nadie se lleve a equívoco: Muti sigue siendo un grande, pero quizá ya no la batuta mítica de hace apenas una década -aquellos años en Roma fueron algo memorable-. En particular, con el género sinfónico su impronta sigue estando lejos de su enorme talla en el foso (como demostraría un día después, con Aida).

De igual modo que le sucede a menudo a Christian Thielemann cuando dirige en Salzburgo, Muti aquí parece olvidar un tanto sus raíces y su genuina personalidad, buscando cultivar un sonido más brillante y exultante de lo que acostumbra, algo que es fácil encontrar en los Wiener Philharmoniker, músicos excelsos pero con quienes se corre el riesgo de acabar poniendo el piloto automático para hacer rutina exultante, pero rutina al fin y al cabo. Sumamente pegado a la partitura, sin liberarse de su apreturas, Muti planteó un concierto más bien discreto con el Concierto para piano y orquesta no. 2 de Brahms y la Sinfonía no. 4 de Tchaikovsky. Precisamente por tratarse de Muti y los Wiener, cabía esperar algo más.

Muti WienerPhilharmoniker Salzburg 2 Borrelli

 

El Brahms de la primera parte fue in crescendo, levantando el vuelo a partir de un hermoso Andante. Lo dos primeros movimientos, en cambio, sonaron demasiado contemplativos, hasta el punto de antojarse morosos en el fraseo, amplio y henchido en exceso. Sonará pretencioso enmendarle la plana a Muti, a quien tengo por un músico mayúsculo, pero su lógica con los tiempos dejó aquí un tanto que desear. Y es que un Allegro no debiera sonar más lento que un Andante. De ahí que esos dos primeros movimientos dieran la impresión de pesadez y distancia, incluso de blandura en la articulación. Sea como fuere, la interpretación fue a más en los dos últimos movimientos del concierto, redondeando momentos de gran belleza.

Yefim Bronfman no es un genio, nunca fue un virtuoso; a veces de hecho me pregunto por qué ha llegado a desarrollar una carrera tan importante. Es cierto que cultiva un sonido bello y carnoso, pero su técnica deja mucho que desear por momentos, con pasajes ciertamente alborotados, intentando resolver con velocidad lo que en realidad no es capaz de mostrar con precisión. Lo mejor de su Brahms estuvo en los pasajes lentos, donde consiguió un recogimiento importante, especialmente en el citado Andante.

La segunda mitad nos deparó un Tchaikovsky brillante, falsamente virtuoso, apoyado en la enorme capacidad técnica de la Filarmónica de Viena, pero muy poco ambicioso por cuanto hace a la óptica de Muti. Un punto efectista, más volcado hacia afuera que inclinado hacia adentro, su Tchaikovsky fue “karajiano” en el peor de los sentidos, casi exhibicionista y ciertamente hueco. Es curioso que un maestro gigantesco como Muti no haya terminado de asentar una personalidad propia en el repertorio sinfónico. La Aida que dirigió el día siguiente estuvo de hecho a años luz de este concierto que nos ocupa.