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Lo inverosímil

Barcelona. 16/3/16 05. Gran Teatre del Liceu. Benjamin: Written on Skin. Christopher Purves (Protector), Barbara Hannigan (Agnes), Tim Mead (Primer ángel/Muchacho), Victoria Simmonds (Segundo ángel/Marie), Robert Murray (Tercer ángel/John). Dirección de movimiento escénico: Benjamin Davis. Dirección musical: George Benjamin.  

Resulta casi inverosímil que se conjuguen una serie de elementos en un teatro de ópera a principios de este siglo XXI, en un presente que está al final de todo –también de si mismo– como los que se reunieron en torno al estreno en España de Written on Skin, la segunda ópera del dúo George Benjamin–Martin Crimp tras Into the little Hill: la calidad musical y el éxito mundial de una obra que encuentra su lugar y sus intérpretes para brillar, una y otra vez, con luz propia. Frescura y oficio son seguramente las dos palabras que mejor definen el fruto de esta colaboración entre Benjamin y Crimp, a la que añadiría también la de los cantantes. Vayamos por partes. En primer lugar, George Benjamin airea el lenguaje musical con una orquestación y un refinado trabajo con las voces ceñido estrictamente a la necesidad íntima del drama. No hay nada superfluo en ella, y eso –que en tantas obras actuales echamos en falta– ya es una señal de que estamos ante una obra de gran envergadura. 

La historia tiende puentes entre la atmósfera medieval y la contemporánea; su lenguaje también lo hace, aunque debemos decir que se entronca absolutamente en la larga tradición del siglo XX, más que representar una ruptura, en diálogo polémico y fructífero con muchos de los giros y recursos que el lenguaje musical ha cosechado en la segunda mitad de la pasada centuria pero sin ningún reparo en dar un paso atrás frente a la experimentación. Como explicaba a Platea Magazine recientemente, el desafío central para Benjamin al escribir una ópera, tras más de veinte años de reflexión, es lograr que la música refleje fielmente la evolución del drama. Después de haber escuchado esta obra podemos afirmar que lo logra de manera magistral. A través de una orquestación obsesivamente minuciosa Benjamin logra una inmensa potencia dramática, dotada además de una gran riqueza capaz de generar atmósferas espacio-acústicas muy heterogéneas entre sí. A los elementos armónicos y texturales recurrentes, que dotan al desarrollo de una gran consistencia e intensidad, se añade una administración magnífica de las cuerdas y los metales, meticulosa en la percusión, y muy ponderada en los concretos pero decisivos pasajes en los que intervienen la viola de gamba y la armónica de cristal. La Mahler Chamber Orquesta, conducida por Benjamin, ofreció una lectura de oficio y gran implicación en todas las secciones. 

Todo ello guarda una profunda coherencia en el libreto de Crimp, concebido a partir de una leyenda de larga tradición que atraviesa Bocaccio y Stendhal entre otros. Repleta de elementos arquetípicos, habla de la figura de Guillem de Cabestany, un trovador del Rosellón –aquí convertido en un miniaturista medieval– que se enamoró de la mujer de un noble poderoso, quien al enterarse de la relación urdió una cuidada venganza matándolo, arrancando su corazón y sirviéndoselo como manjar a su mujer. Basada en la producción original de Katie Mitchell para el festival de Aix-en-Provence en 2012, la versión semiescenificada de Benjamin Davis que se ofreció no nos hizo echar casi en falta la escenificación completa en gran medida gracias a las dotes teatrales de los cantantes que suplen también algunas carencias, a mi entender, del propio libreto. No descubriremos ahora a Barbara Hannigan, y aunque el rol de Agnès quizás no llegara a explotar su potencial, demostró una vez más sus inmensa dotes dramáticas y una cualidad vocal fuera de lo común, capaz de adaptarse a atmósferas muy distintas con mucha facilidad. También de generarlas con intensidad, como lo hizo al final de la segunda parte, cuando Agnès, tras pedirle al joven que muestre a su marido, el Protector, la realidad descarnada en las páginas de su libro hasta hacerle “llorar sangre”, permanece en el centro de la escena agitada, con toda la orquesta sumida en un gran silencio, de modo que sólo se oye su respiración. Sin embargo, diría que no fue Hannigan la más destacable, sino el barítono Christopher Purves y el contratenor Tim Mead, que no formó parte del reparto del estreno, como gran descubrimiento. Sobre la dramaturgia de Crimp, que juega con saltos temporales y alternancias entre omnisciencia y protagonismo de los personajes, Benjamin soslaya la peligrosa vulgaridad de lo operístico mediante un tratamiento muy plástico y exigente de las voces en su integración con la orquesta. Cuando el resultado es como el que ofrecieron Purves como Protector y Mead como muchacho, resplandece la belleza de esta obra con todo su potencial. La capacidad de proyección y el control absoluto de las dinámicas de Purves ofreció en todo momento una vehemencia y magnitud dramática arrebatadora. Podría destacar muchos momentos, pero una intervención en el inicio de la segunda parte fue absolutamente magistral. En ella, los ángeles le revelan algo al Protector en un sueño: una página está húmeda como la boca de una mujer, en un trío entre el Protector y los dos ángeles en una pesadilla del primer que anticipa la tragedia, repleto de elementos aliterativos que Victoria Simmonds y Robert Murray aprovecharon eficazmente, dotándolo de la extravagancia que requería la escena sobre un Purves de voz estable y cautivadora. Por su parte, Mead se reveló como un cantante excepcional, absolutamente dotado para el género, y cuyo personaje encarnó con aplomo incontestable. La versatilidad de su instrumento vocal fue sin duda decisiva para el excelente resultado global.

Como sucede en las contadas ocasiones de este tipo, Written on Skin acercó al Liceu un público poco frecuente, completado con otro que llegó bien predispuesto por los comentarios previos. Todo explica que tenga lugar algo tan inverosímil como lo que afirmaba al principio del texto. Y más difícil todavía. Que lo haga, antes de llevarse al Teatro Real, en un Liceu cada vez más condenado a la falta de imaginación, la inercia y la mediocridad, con una magnífica entrada y un recibimiento cálido y sonoro que asegura el idilio entre Benjamin y Barcelona por muchos años.