IvanFischer

Humano en su impureza

Barcelona. 20/3/16. Palau de la Música Catalana. Mahler: Tercera Sinfonía. Anna Larsson, contralto. Coro femenino del Orfeó Català, coro infantil del Orfeó Català. Budapest Festival Orchestra. Dirección: Iván Fischer.

Cuando una orquesta ha sido construida siguiendo un criterio y un proyecto estrictamente artístico a largo plazo, y éste lo conduce una mano experimentada, el resultado suele ser satisfactorio. Es el caso de la Budapest Festival Orchestra fundada y dirigida por el “mahleriano” Iván Fischer, que ha sido capaz de convertir la orquesta en un instrumento poderoso, de sonido cálido y de gran equilibrio, a lo largo de estos treinta años de trayectoria.

La orquesta y el director húngaro dejaron muy buen recuerdo la temporada pasada en el Palau con una soberbia Cuarta de Mahler, y esta vez con un Palau lleno venían a consolidar ese nombre con una versión de autoridad de la Tercera, que en poco menos de dos meses se ha podido escuchar dos veces en Barcelona, la primera a cargo de la OBC a finales de enero. Hubiéramos podido presenciar una versión inolvidable, de no ser por una mala administración de la acústica de la sala que hizo caer en las temidas estridencias, y de excesivas imprecisiones en los metales, especialmente en trompetas y trombones, que a mi juicio no estuvieron a la altura del resto, a lo que se añadió una contralto muy discreta y un coro sin proyección ni acierto en ninguno de los contados momentos que interviene en la obra. Sin embargo, debo confesar que cuando la música de Mahler se aborda con un carácter como el que imprimió Fischer, “no logro comportarme con frialdad crítica” frente a ella, como decía Nietzsche que le sucedía con Wagner. En este sentido, creo que es justo reconocer que pese a todas las dificultades fue una Tercera de carácter y sonoridad genuina muy difícil de escuchar hoy, labrada por el director con un oficio poco frecuente y traída desde un mundo que ya no existe –diría que al que en cierto modo pertenece la batuta de Fischer– como si llegara viajando por el tiempo desde ese vasto imperio austrohúngaro que se fue apagando junto al viejo emperador. Ya en el primer movimiento, para el que el director reservó un carácter trágico, la orquesta desbrozó con claridad ese “despertar del espíritu de la tierra” que sobrevuela toda la partitura, sin dejar de mantener, particularmente en las cuerdas, un acertado tono pesante y fúnebre como pide el compositor. Una sección de contrabajos imperial, colocada al final y separados por la fila de los vientos del resto de cuerdas, destacó en el primer movimiento, y en los límites de la sincera efusividad, la orquesta logró un discurso de gran fluidez y consistencia.

Como decía Alma, Mahler era casi “inhumano en su pureza”, pero de esa inhumanidad abstracta emanaba una música profundamente humana, teñida de lo concreto e individual, atravesada por una vulgaridad transfigurada en trascendencia. Y Fischer decidió coquetear con ese desenfado vulgar en muchos pasajes, exigiendo a la orquesta rápidos cambios de atmósfera, a veces tomando más riesgos de los que se pudieron afrontar. La decisión –en mi opinión inexplicable– de hacer entrar el coro y la solista al final del primer movimiento sólo sirvió para romper el hilo y la concentración. El segundo movimiento acabó como sería el tercero, atropellado y acusado de efectismo, seguido de un cuarto apenas sin interrupción. Aquí es donde diría que empezaron a sucederse algunos problemas que terminaron empañando el buen trabajo hecho hasta el momento. En primer lugar, un fraseo extraño y un vibrato excesivamente afectado de la contralto Anna Larsson que sustituía a (Gerhild Romberger) que deshizo la atmósfera trágica, y después, un coro impreciso en las entradas y sin ninguna capacidad de proyección vocal. La inestabilidad de metales en el último movimiento y un tempo no todo lo Langsam ni Ruhevoll que exige Mahler (aquí sí hago responsable a Fischer) bajaron algo más el listón que la orquesta había marcado en el primer movimiento. Eso sí, mi frialdad crítica se volvió a nublar de nuevo, con unas cuerdas expresivas y absolutamente empastadas y un director clarividente que mostró en los últimos compases una inmensa capacidad para gestionar el color y el sonido expansivo de la orquesta. Con madurez serena pero intensidad en el gesto, Fischer logró transmitir finalmente el carácter vienés de la partitura, esa mezcla de ingravidez y tragedia, de humanidad e impureza, fundiéndose con la orquesta: un instrumento, del que es a la vez, sesudo luthier e incansable intérprete.