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Música desde el infierno

Madrid. 26/05/16. Fundación Albéniz. Obras de Haas, Ullmann, Straus y Krása. Blanca Portillo, narración. Sylvia Schwartz, soprano. Gustavo Tambascio, dirección de escena.

Al mirar con cuidado el programa de mano, algo llama inquietantemente la atención. El año de muerte de todos los compositores es el mismo, 1944. Como tantos otros judíos, fueron asesinados en los campos de exterminio hacia el final de la Segunda Guerra Mundial. El infierno de la Solución Final se los llevó por delante, pero ellos, a diferencia de otros menos afortunados, pudieron pasar algún tiempo en el purgatorio: el campo de concentración escaparate del régimen, Theresienstadt. Este lugar se describió como "el regalo de Hitler" a los judíos, una indecente combinación de centro de extermino y parque temático cuya función principal fue la de contrarrestar los ecos de horror que llegaban de Auschwitz.

En Theresienstadt acechaba la muerte, cada día a las seis de la mañana los trenes partían repletos de víctimas al matadero, pero las condiciones de vida eran mejores que en cualquier otro campo. Un entorno artificial que el régimen fotografiaba sin parar y mostraba dentro y fuera de sus fronteras. Si alguien sospechaba de los horrores de lo que luego se llamaría el Holocausto, los ofendidos alemanes acudían a la prueba evidente de tal falsedad, a las postales reconfortantes de Theresienstadt. Allí fueron a parar algunos artistas, músicos, a los que en ese ambiente de ficción se les permitió desarrollar su creatividad. Los verdugos toleraban e incluso incentivaban las representaciones y la participación de los prisioneros en actividades musicales. Las piezas que allí se crearon y se tocaron son las que conforman “Música en Terezin”.

Él espectáculo es una combinación de canto y texto, protagonizado por dos reconocidas artistas, la cantante española Sylvia Schwartz y una de nuestras mejores intérpretes de teatro, Blanca Portillo. Schwartz ha realizado un trabajo de arqueología musical, recuperando y contextualizando las obras de Terezin. Su implicación personal se hizo evidente por la emoción durante muchos momentos de la representación, en ocasiones incluso se quedó sin habla. Pero, al contrario de lo que uno podría esperar, no construyó un programa solo de tristeza y de lamento. Esto hubiera sido una traición a los artistas que con estas piezas intentaron, sobre todo, traer algo de luz al espanto que les rodeaba. 
La soprano exhibió una notable variedad de estilos y estuvo excelente en todos ellos. Mostró un buen dominio de la ortodoxia y el sentimiento contenido del lied alemán en "Ich Wandre durch Theresienstadt". Estuvo simpática y descarada en la pieza de opereta, y hubo desgarro en su "Ein jüdisches Kind". El común denominador en todas las piezas fue su emoción, profunda y sentida, que llegó a su extremo en la nana de Ilse Weber "Wiegala", esa pieza llena de dulzura y consuelo con la que la autora acompañó a sus propios hijos a los hornos de exterminio.

Blanca Portillo hizo, como ya nos tiene acostumbrados, un trabajo extraordinario poniendo voz a tres personajes de Terezin -el visitante, el comandante y el preso- a través de los textos de Juan Mayorga. Engrandeció los monólogos, llenándolos de vida, credibilidad y afectos, sin caer nunca en la sensiblería, sin golpes bajos. Sus palabras recrearon el campo, formaron el decorado que convirtió esta representación en algo más que un recital.

No se entiende bien la labor de alguien de la categoría de Gustavo Tambascio en este programa, A Portillo no parece hacerle falta dirección para sus monólogos. En cuanto a la dinámica escénica fue simple y desorganizada, rozando lo escolar en una primera parte algo caótica, y salvándose en la segunda por la apasionada honestidad de los comentarios de Schwartz. Una pasión, por cierto, que se echó en falta en las piezas instrumentales del conjunto de cámara que para la ocasión formaron algunos músicos del Real.

Portillo y Schwartz, dos actuaciones extraordinarias para este espectáculo, dan el cierre a un justo homenaje a los creadores judíos que el Teatro Real ha promovido aprovechando el estreno de Moisés y Aaron. Es una llamada a no olvidar nunca, pero también una invitación a saber mirar al presente a los ojos. A los que creemos que cualquier manifestación artística es política, nos recuerda que una versión del "camino del cielo" de Terezin se ha movido ahora al Egeo. Pero sobre todo, es un emotivo recordatorio de que incluso en el horror más extremo, la belleza y la esperanza se hacen necesidad.