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Jeanne y la tragedia de lo íntimo

Lyon. 21/01/2017. Ópera de Lyon. Honegger: Jeanne d’Arc au bûcher. Audrey Bonnet, Dir. escena: Romeo Castellucci. Dir. musical: Kazushi Ono.

Jeanne d’Arc au bûcher es una ópera-oratorio cuya forma no tiene una definición exacta. Una ópera sin cantantes donde los protagonistas son actores de teatro, cantantes sin teatro, pues el libreto de Paul Claudel señala tesituras y no personajes. La historia es simple: Juana de Arco, en la pira, repasa su vida, como si el tiempo estuviese suspendido. La música de Honegger, a pesar de la trágica situación, es ecléctica, de lo dramático a lo irónico, así como a lo distendido. El texto de Claudel debe mucho a una visión popular de un paganismo medieval carnavalesco, cual supervivencia de tradiciones que se remontan a la antigüedad.

Esta diversidad tiene también su raíz en la imagen de la heroína, pastorcilla, bruja, caballero al frente de las fuerzas armadas, Santa. Juana de Arco forma parte de la historiografía francesa, en la que juega tantos papeles, políticos, educativos, morales: una figura mitológica multiuso de la que la Escuela de siglo XIX ha hecho una heroína identificativa del país, y que así aún permanece.

Romeo Castellucci ha intentado despojar a Juana de todos estos vestidos para encontrar el individuo singular, el YO de Juana, sin todo aquello que se personifica en su figura, queriendo encontrar aquella mujer sencilla que desapareció bajo el peso de la historia. Todo comienza en la escuela, en esa escuela que ha construido la figura “republicana” de Juana, una de tantas. Una escena hiperrealista, poco habitual en el teatro de Castellucci, que representa una clase de los años 50, de chicas, con una severa maestra y con todos los objetos habituales de una clase. La campanilla indica el final de la lección, todas las alumnas salen, mientras la maestra resta. La clase está vacía. 

Entra entonces el último de los últimos, el bidel, que debe limpiar todo con esmero. Pero un problema técnico en los neones provoca en él una especie de rayo que desencadena una imperiosa voluntad de vaciar la clase de mesas y sillas, sacando todo fuera, dejando así un espacio vacío que será el espacio físico y mental de quien se quitará las ropas hasta quedar desnuda: una mujer, Juana, de nuevo en su propio cuerpo, mientras que el mundo exterior se agita tras la puerta cerrada del aula.

Frère Dominique es el director que intenta que Juana entre en razón, mientras cerca de la sala la policía se pone nerviosa, a la par que en la sala comienza una lenta ceremonia fúnebre de reconquista de sí mismo. El espacio vacío se cubre de paños negros, tras ellos una cortina blanca sobre la que aparecen escritas, en monograma, las letras A, B, en referencia al texto Paul Claudel, así como al nombre de la actriz Audrey Bonnet. Su interpretación es impresionante, Castellucci hace entender a través de ella cómo en Juana se encierra toda mujer, y que toda mujer tiene algo de Juana. Tras ello se suceden imágenes impactantes: Juana escarbando en la tierra como si buscase la propia historia, la de su YO, Juana exhibiendo la enorme espada de Carlos Martillo (NdT: Charles Martel), Juana cabalgando desnuda sobre un caballo blanco postrado en el suelo al ritmo de la música, Juana entrando en el paraíso guiada por su propia figura desnuda, envejecida, que refleja la virgen llamándola, y entrando en la tumba que ella mismo ha escavado, en un lento camino hacia una muerte que no es el final. La última imagen, aquella de los policías entrando en la clase con el director, observando como solo resta tierra negra que, desde lejos, parecen las cenizas de la pira.

Castelluci ofrece una fuerte visión de la extrañez de Juana, sola en este espacio vacío mientras otros personajes y objetos se amontonan en el estrecho espacio del pasillo a la izquierda. Pero la singularidad de Juana se percibe también a través de su voz sonorizada: no se verá en ningún momento ni el coro ni otros personajes (todos desaparecen de la sala, o están dietro le quinte), sus voces llegan sonorizadas, como artificiales, como si emergiesen del universo mental de Juana. El recorrido parte de un espacio hiperrealístico, reconocido por todos, para después ir hacia la abstracción del paisaje mental que el espectador violenta por su mirada voyerurística, pero también perturbado por la prestación extraordinaria de Audrey Bonnet, con su voz modulada como si cantase, del grabe al agudo, con su pobre cuerpo maltratado, vacío de toda traza “carnal”, casi abstracto. Todo ello conduce al espectador al desasosiego y a la tensión, así como a una fascinación angustiosa.

Castellucci toca todos los sentimientos, sobre la adhesión identitaria y sobre el rechazo, pero también con la ironía: ningún personaje tras la puerta de la clase entiende qué es lo que está sucediendo, y en el momento de la despedida aparecen todos los personajes escondidos tras la escena, con sus vestidos tradicionales, Santas, vírgenes, monjes. Vuelve también sensibles las variaciones del texto de Paul Claudel, su tono diversificado, del drama al sarcasmo, de lo sombrío a lo luminoso, que corresponden a una música nunca uniforme, nunca monótona sino vivaz, sensible, a veces ligera, a veces grave, que acompaña (en el propio sentido de la palabra) el desarrollo del drama. 

El extraordinario trabajo de Kazushi Ono muestra una música sensible, con color, variada, logrando aligerarla hasta el filo de sonido sin perder de vista una extrema claridad y plasticidad: una música nunca rígida, con frecuencia luminosa. Las escenas reflejan un espacio feo, rígido, vacío, mientras la música por el contrario es tierna: esta cualidad se percibe cuando se escucha y responde a una característica del conjunto, como por ejemplo la parte final, donde Juana es guiada por la anciana. El espectáculo en sí es musical: a la música de la escena le corresponde la del foso, en una fuerte osmosis, que cancela todo aquello que la pudiese convertir en un espectáculo, pero que gracias a la música hace entrar al espectador en una especie de meditación guiada. Notables los artistas del coro dirigido por Philip White, el magnífico coro de voces blancas de Karine Locatelli (“Maîtrise” dell’Opera de Lyon) y las contadas voces solistas, tales como Ilse Eerens y Jean-Noël Briend, mientras Frère Dominique es el actor (de la Comédie Française) Denis Podalydès, muy monótono, como abstacto, ausente, apenas encarnado.

Todo ello es acompañado por la respiración de la orquesta, que da coherencia al todo. La música es puesta en onda (las Ondes Martenot de la partitura y la sonorización), puesta en escena por la extraordinaria musicalidad de la dirección y puesta en sonido gracias a la dirección precisa y clara de un excelente Kazushi Ono, quien acompaña cada palabra, cada inflexión. 

Nunca fría, nunca analítica, sino de una extraordinaria sensibilidad: la música acompaña el texto y revela su complejidad y color. Esta armonía texto/música explica también las decisiones de la dirección, en este sentido, estamos justo en el concepto wagneriano de Gesamtkunswerk: hay una respiración que amalgama el conjunto y le da sentido. Una armonía que crea una imagen. Música de un alma y no de una situación, por dramática que sea. La extraordinaria presencia de la actriz Audrey Bonnet, que da al papel cuerpo y alma, un cuerpo casi evanescente, desencarnado, con los armónicos de una voz que se convierte también en música, contribuye a ocupar al espectador y a constreñirlo a ser parte del espectáculo, como con frecuencia sucede en los trabajos de Romeo Castellucci: nos constriñe a interrogarnos sobre Juana, de forma directa, en su intimidad, y en la relación que tenemos con su figura, pero también sobre nosotros mismos: singular espectáculo que termina de manera introspectiva, conduciendo al espectador a su propia intimidad. Juana como guía íntima de nuestro YO.