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Arturo Toscanini: El legado inalcanzable

La tarde del 30 de junio de 1886 se representaba Aida en el Teatro Imperial de Río de Janeiro, y un joven violonchelista parmesano de 19 años que estaba de gira con la Compagnia Lirica Italiana se vio arrastrado con fuerza hacia su destino. Ante los desacuerdos de la compañía italiana con el director brasileño Leopoldo Miguez que lo llevaron a la dimisión, y la animadversión violenta del público lugareño hacia el sustituto italiano Carlo Superti –al que se le acusaba en la prensa de organizar un boicot a Miguez– la función no podía comenzar frente a un público que los abucheó antes de que Superti pudiera siquiera bajar la batuta. Suspender la función suponía grandes pérdidas, de modo que llevaron casi a la fuerza a un joven Arturo Toscanini hasta la tarima. No fue casualidad: sabían que conocía la partitura de memoria, porque había colaborado durante la gira como asistente del director de coro. La novedad produjo un golpe de efecto que silenció al público hasta el aplauso final, y fue el punto de partida de una trayectoria acompañada desde entonces de un halo de leyenda. También de mistificación de su vida y su carrera plagada de anécdotas e invenciones. Podríamos empapelar todo este número con historias que giran en torno a Toscanini, desde los devaneos con Rosina Storchio o Geraldine Farrar hasta sus arrebatos de furia en los ensayos. No es ese nuestro propósito en este pequeño memorial a 150 años de su nacimiento, aunque la presencia de alguna de ellas sea casi inevitable.

Verdi è morto! grita el triste y borracho Rigoletto en los primeros minutos de la memorable Novecento (1976) de Bernardo Bertolucci, dedicada a ofrecer un relato de la historia sociopolítica italiana de los primeros cincuenta años del siglo XX. Si la muerte de Verdi marcaba una frontera temporal en la historia de Italia, algo parecido podríamos decir de la vida de Toscanini...

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