Nozze Quincena 2017 

Un Mozart sin chispa

Donostia. 13/08/2017. Quincena Musical. Palacio Kursaal. W. A. Mozart: Le nozze di Figaro. Lucas Meachem (Conde Almaviva), Carmela Remigio (Condesa Almaviva), Simón Orfila (Fígaro), Kateryna Tretyakova (Susanna), Clara Mouriz (Cherubino), Marina Rodríguez-Cusí (Marcellina), Valeriano Lanchas (Don Bartolo), Juan Antonio Sanabria (Don Basilio), Gerardo López (Don Curzio), Fernando Latorre (Antonio) y Belén Roig (Barbarina). Coro Easo. Dirección de escena: Giorgio Ferrara. Orquesta Sinfónica de Euskadi. Dirección musical: Yi-Chen Lin.

En los últimos años la Quincena Musical donostiarra parece haberse abonado a Mozart a la hora de incluir ópera. De hecho, en los últimos cinco años hemos visto Die Zauberflöte, Don Giovanni y ahora Le nozze di Figaro. Lo cierto es que me gustaría saber cuales son las razones de la dirección artítica para tanta abundancia mozartiana, dejando por ello abandonado muchísimo repertorio operístico no menos tradicional.

También me gustaría saber si la Quincena Musical coordina de alguna forma su apuesta operística con Opus Lírica, ahora que parece claro que el proyecto de temporada de ópera donostiarra es una realidad con proyección. Esto a viene a cuento de una metedura de pata bastante sonora del señor Patrick Alfaya al hablar en una entrevista de que la Quincena Musical es para muchos donostiarras la única oportunidad de escuchar ópera en la capital guipuzcoana. Realmente se hace difícil de entender tal aserto excepto si se vive de espaldas a esta realidad.

Tanto Quincena Musical como Opus Lírica apuestan por el repertorio más tradicional y así ambos privan a donostiarras, guipuzcoanos y visitantes de cientos y cientos de títulos operísticos que se salen del sota-caballo-rey de los cuarenta títulos de siempre, con los que creen tener la taquilla asegurada; pareciera que los guipuzcoanos somos adictos a la popularidad de la obra e incapaces de apreciar la calidad de otras obras, menos conocidas.

La función que nos ocupa resultó en su mayor parte tediosa y apunto a la directora china Yi-Chen Li como máxima responsable por la elección de unos tempi largos, densos y que obstaculizaban el surgimiento de la chispa necesaria para que estas bodas tengan recorrido. La primera parte de la función, que ocupó los dos primeros actos, se hizo en sus más de cien minutos desagradablemente eterna. El único momento de alegría fue al acto tercero y ello a pesar de una escena del dictado de la carta con poca magia; pero de ello hablaremos más tarde.

La voz triunfadora fue la de Katerina Tretyakova que levantó una Susanna de manual, con voz de soprano lírico-ligera adecuada y con una intención en el fraseo digna de aplauso. Su prometido lo encarnó Simón Orfila al que considero le van mejor los papeles de barítono-bajo que los específicos de bajo. Como actor no cabe ningún reproche y su voz, a pesar de lo discutible del color –aquí ya entran preferencias personales- se mostró firme y rotunda. Quizás mayor matiz en los recitativos pero poco se le puede reprochar a la velada ofrecida por el menorquín.

La pareja noble ya presenta mayores problemas, sobre todo por la evidente falta de consistencia de la voz de Carmela Remigio, una pálida condesa que en la bellísima escena de la carta (Canzonetta sull’aria) apenas se distinguió de su criada, lo que enmarañó el desarrollo de la escena. Su marido, personificado por Lucas Meachem, quizás enseñó la voz más rotunda del plantel aunque estilísticamente era quien más tendía a caminar por la periferia. De todas formas su conde fue de una pieza y bien cantado.

El Cherubino de Clara Mouriz quedó hipotecado por una caracterización excesiva en su gestualidad: hiperactivo, muy hormonado, el adolescente sacaba de quicio a cualquiera. Vocalmente Mouriz supo dotar al personaje de enjundia, estando mejor en el Voi che sapete que en su aria del acto anterior. Los padres de Fígaro resultaron realmente pobres, con un Valeriano Lanchas decepcionante, de fraseo borroso y escasa comicidad, mientras que Marina Rodríguez-Cusí -a la que hace años no veía en un escenario- mostró una voz gastada y limitada a las notas centrales.

El resto de cantantes entre los bueno (Juan Antonio Sanabria y Belén Roig), lo tosco (Fernando Latorre, al que le he oído muchas veces bastante más fresco) y lo grotesco (Gerardo López). El Coro Easo, en incomprensible proceso de autodestrucción, fue incapaz de entrar a tempo en su primera frase. Los seis minutos de esta ópera es toda su aportación a la Quincena, con lo que cabe decir aquello de Oh tempora, oh mores!

La propuesta escénica de Giorgio Ferrara la supongo muy barata porque más simple es difícil de imaginar. Por lo menos permitió hacer un solo descanso. Apenas un par de muebles de atrezzo y un vestuario con color dominante para cada acto y que me resultó feo, sobre todo en el caso del paje y los condes en sus tronos de un rojo agresivo al comienzo del tercer acto. Lo de los cuatro bailarines es inexplicable.

Ya queda dicho que la directora china decepcionó y aburrió bastante y la Orquesta Sinfónica de Euskadi, a pesar de alguna descoordinación, cumplió con eficacia su parte. Los aplausos tras arias aparecieron tras el descanso y nunca fueron resañables. En el aplausómetro final el público decidió el triunfo de Tretyakova, Orfila y Meachem. Ese mismo público que, por ejemplo, destrozó el Hai già vinta la causa con un “tosedor” criminal que tuvo que ser expulsado de la sala. 

Ya el año pasado llamábamos desde este medio a una seria reflexión sobre el papel de la ópera en Quincena. Reiteramos nuestra, y lo decimos con cariño y en sentido positivo, porque no tiene ningún sentido que las dos instituciones que nos dan ópera durante el año -¡ojalá fueran tres con la incorporación de Donostia Kultura!- se empeñen en moverse una y otra vez en los títulos de siempre.