Correspondencia

Materia para seguir pensando

Correspondencia con Rudolf Koder. Ludwig Wittgenstein. Ápeiron Ediciones, 2019.

En la mejor amistad, el amigo es otro yo, decía Aristóteles. Eso es lo que se desprende de cada una de estas cartas que se enviaron Ludwig Wittgenstein y Rudolf Koder entre 1923 y 1951. El primero, un pensador nacido al abrigo de una rica familia vienesa, que cuando se inicia el intercambio epistolar contempla cómo su audaz Tractatus logico-philosophicus comienza a generar reacciones tanto en Viena como en Cambridge (después de que medio mundo, incluido la Cambridge University Press, hubiera rechazado su manuscrito), a donde se había trasladado en 1911 para estudiar con Russell y Moore. El segundo, un profesor de música y esforzado pianista con amplias inquietudes culturales, repleto de dudas e inseguridades personales y a quien Wittgenstein, en esta correspondencia, trataba con una mezcla de cariño e indulgencia, a pesar de mostrar él mismo signos depresivos.   

Ambos se conocieron en el pueblo de Puchberg, donde el filósofo dio clases durante un tiempo. Un lugar en el que no se entendió con nadie, excepto con Koder; a ambos les unió la música. Los intereses musicales se abonaron en un entorno familiar donde la música tenía protagonismo, tanto en forma de visitas de figuras como Brahms, Strauss o Mahler, como en la carrera de un pianista como Paul Wittgenstein, incluso con una mano y para quien escribió Ravel, Britten, Hindemith o Prokofiev. Pero por encima de todo, Josef Labor. El organista ciego, formado por el maestro de Anton Bruckner, Simon Sechter, fue cercano a los Wittgenstein a través de un hilo ilustre de nombres: Joseph Joachim y Johannes Brahms.     

Resulta interesante, por poco transitado en nuestra literatura, ese trasfondo musical en Wittgenstein. Motivo suficiente para agradecer a Ápeiron esta traducción. El libro nos permite reconstruirlo en parte, incluyendo aspectos específicos, como su predilección por compositores concretos (Bruckner y Brahms especialmente). Algunas aversiones, también tienen lugar y significado. Por ejemplo, su desprecio por la obra de Mahler demuestra la irrelevancia de los gustos, porque es con su obra con la que seguramente Wittgenstein (especialmente en su primera etapa) compartía más afinidades  estructurales y profundas; cada uno en su disciplina, ambos erigen inmensos edificios que quedan suspendidos en el vacío, sobre la ausencia de cimientos, con una solidez enorme pero sin forma aparente (Gestaltlos). 

Bruno Walter, Arturo Toscanini o Wilhelm Furtwängler y las audiciones de Koder en Viena aparecen con intermitencia entre estas cartas, en las que Koder suele mantenerle al día sobre sus avances en el piano junto a los hermanos de Wittgenstein, especialmente Paul. 

En este sentido, el grueso del volumen corresponde a unas 100 páginas de correspondencia, que en total incluyen 122 documentos. Una buena selección, pero muy incompleta como se reconoce en el propio informe editorial, al final del libro. Entre ella, algunas cartas reveladoras, en ciertos detalles, del giro de su propia obra, como la que escribe desde Viena en septiembre de 1948, un año después de haber renunciado a su cátedra en Cambridge. Es brillante el trabajo de Martin Alber en las anotaciones, con todo lujo de detalle, de las cartas. Pero más aún resulta su ensayo final, tras un anexo dedicado a Josef Labor que permite entender mejor el contexto de las filias y fobias musicales del filósofo. Se trata de un texto (quizás debería situarse al principio del volumen) que permite calibrar la dimensión de la música en Wittgenstein y que a la vez constituye un acicate para desarrollar aquello que no fue desarrollado por el pensador, utilizando su propio material. Una especie de introducción a un trabajo aún por construir desde la filosofía, en diálogo con la musicología. En definitiva, un material para seguir pensando. 

Un autor tan lúcido para pensar los vínculos entre mente, lenguaje y mundo como Wittgenstein, que además desemboca en la filosofía navegando el río de las matemáticas, parecería especialmente adecuado para erigirse en el gran pensador de la música de su época.  Pero no fue así, quizás. O tal vez más allá de la música como fenómeno, el sentido de lo musical en Wittgenstein pertenezca a la emergencia de lo místico, que cierra su Tractatus: De lo que no se puede hablar, hay que callar.