HolErrante Javier del Real 

¿El viento en la cara?

Sobre El holandés errante de Richard Wagner

“Es la historia del barco maldito que se ve pasar en medio de la tormenta con las velas desplegadas y que de vez en cuando echa al agua un bote para entregar a los barcos que encuentra todo tipo de cartas, dirigidas a personas que han muerto hace mucho tiempo. Ese espectro de madera, ese barco espeluznante, toma su nombre de un capitán, un holandés, que un dia juró por todos los diablos que habría de circunnavegar un determinado cabo aunque hubiera que estar navegando hasta el Juicio Final. El diablo le tomó la palabra y habrá de navegar por los mares a menos que sea redimido gracias a la fidelidad de una mujer. Sólo se le permite atracar en tierra cada siete años y perseguir su salvación” (Heinrich Heine, Memorias del Señor de Schnabelewopsky -Aus den Memoiren des herren con Schnabelewopski, 1833-)

Cuenta la versión más extendida de la leyenda que el capitán Van der Decken zarpó de Holanda a las Indias Orientales, cuando la tormenta estalló en el cabo de Buena Esperanza. Confiando insensatamente en sus habilidades de navegación, y a pesar de las súplicas de su tripulación, Van der Decken desafió al Todopoderoso. Escapó del naufragio, pero como castigo por su blasfemia, está condenado a navegar por los mares para siempre. Esta historia se trasmite por vía oral durante los siglos XVII y XVIII antes de que el poeta alemán Heinrich Heine, en 1833, establezca en la versión citada que el holandés errante es liberado de su maldición por el amor incondicional de una mujer. Se cuenta, en múltiples formatos que incluyen o excluyen unos u otros elementos en cada caso, de punta a punta de ese reverso tenebroso del Mediterrneo que es el Mar del Norte. ´

Tanto es así que cuando Wagner decidió tomar, en parte de Heine y en parte del patrimonio literario popular, esta leyenda como base para su cuarta ópera planeó situar la acción en las costas de Escocia hasta muy avanzado el proyecto. Con la leyenda del holandés los marineros alemanes, holandeses, noruegos o escoceses recreaban en modo fantástico la audacia y la impiedad de los marinos que en aquellos siglos circunnavegaron por primera vez el planeta.

Wagner conoció a Heinrich Heine en 1840 en casa de Heinrich Laube. En el artículo publicado en esta misma revista con motivo de la representación madrileña de “Das Liebesverbot” (“La prohibición del amor”) ya se refirió la importancia que Laube tuvo en la formación filosófica e ideológica de Wagner. Heine participaba del mismo universo, que aspiraba a la restauración de una cultura nacional alemana por encima del magma tardofeudal de reinos y reyezuelos que componía en aquel momento el suelo alemán. Con “Der fliegende Holländer” (“El holandés errante”, 1841) Wagner inauguraba la serie de obras que “Tannhäuser” y “Lohengrin” completan junto con la obra que nos ocupa. Suelen ser agrupadas bajo el epígrafe de “ópera romántica” en contraste con los posteriores dramas musicales y los elementos estilísticos comunes han sido ampliamente destacados tanto en aquello que tienen de innovador y revolucionario en el contexto de la época como en aquello de qué carecen si se las compara con “Das Rheingold” (“El oro del Rin”, 1854), “Die Walküre” (La valquiria”, 1856) o “Tristan und Isolde” (Tristán e Isolda, 1859). Sin embargo se subraya poco la importancia del elemento nacionalista en estas obras y la linea de demarcación que establece, en los dramas musicales posteriores, la depuración de este elemento. Nunca después de “Tannhäuser” y “Lohengrin” (con la excepción de “Die Meistersinger von Nürnberg” -”Los maestros cantores de Nuremberg”, 1867-, obra excepcional en todo) Wagner empleó elementos históricos vinculados a la Alemania medieval. Tampoco lo hace en “Der fliegende Holländer”, pero no por ello hay que despreciar el hilo que la une al nacionalismo alemán.

"En esta pieza, inconscientemente planté la semilla temática de toda la música de la ópera: resultó ser la imagen, poéticamente resumida, de todo el drama". La cita se refiere a la balada con la que Senta evoca al marinero legendario y contiene un doble elemento de interés: de una parte la matriz de esta obra nos remite, en un modo distinto de “Tannhäuser” y “Lohengrin”, a la cultura popular y al nacionalismo romántico. De la otra revela un “modus operandi” que condensa todo lo que “Der fliegende Holländer” tiene de revolucionario y que podemos observar también en la obertura. Jamás se podrá exagerar la importancia de esta obertura tanto en lo que se refiere al desarrollo interno de la creatividad wagneriana como en relación al desarrollo histórico del género operístico mismo. Como se puede deducir de la lectura de “Ópera y drama” (“Oper und Drama”, 1851) Wagner admiraba profundamente a Mozart y, lo que entonces no era tan habitual como ahora, lo admiraba como compositor dramático. Muy particularmente el “Don Giovanni” (1787) y su obertura. En ella Mozart intentó por primera vez condensar la esencia del drama en la obertura de manera que esta forma dejara de ser una simple introducción musical a la representación. Aunque no todos los temas que aparecen en ella tienen luego un papel en el drama, esta obertura constituye el modelo que Wagner desarrolló y depuró en “Der fliegende Holländer”. Como puede observar fácilmente el que conozca las obras de Rossini o Donizetti el experimento mozartiano no tuvo prácticamente consecuencias hasta que Wagner revolucionó, con esta obra, el papel de la obertura en el drama. En ella encontramos el mar, el viento y el buque fantasma; la joven fascinada por el universo tormentoso del holandés, la alegría de los marineros noruegos y el impulso redentor/autodestructivo de Senta. A ello hay que añadir que “El holandés errante” es la primera obra a la cual Wagner dota, mediante la orquestación, de un universo tímbrico específico y distintivo, cosa que será sello característico del resto de sus obras en adelante. Como decía el director Felix Mottl, colaborador habitual en los primeros festivales de Bayreuth (de 1876 en adelante) allá por donde abrieras la partitura de El holandés errante, el viento te daba en la cara. La frase es afortunada en relación a la obertura pero un tanto optimista en relación al conjunto de la obra. En aquellos pasajes que giran alrededor de los temas expuestos en la obertura (monólogo del holandés, balada de Senta y escena final, principalmente) se puede observar con claridad la semilla del drama musical wagneriano en su madurez y, muy particularmente, el primero de los pasajes citados contiene una libertad de lenguaje que lo aleja años luz del aria operística al uso en aquel momento. Del mismo modo, la barrera entre el recitativo y el arioso queda casi completamente difuminada. En el resto de la obra la convención operística saca la cabeza, ahora aquí ahora allá. Es difícil valorar en qué medida el hecho de que el mundo “burgués” de Daland, los marineros noruegos y las hilanderas (del que Senta huye primero mediante la fantasía y luego mediante la muerte) se corresponda con los usos operísticos convencionales en oposición al mundo del holandés y Senta, mucho más “wagneriano”, es un brillante experimento dramatúrgico o más bien la expresión de una revolución fallida en que el nuevo lenguaje del drama musical no es capaz de cubrir el conjunto de la obra. En cualquier caso esta obra llega a ser hoy en dia una obra de fácil digestión para el gran público (las dimensiones modestas ayudan) y una de las más representadas de su autor por encima de sus mejores obras maestras. Entre las debilidades más notorias de la obra cabe destacar los números de conjunto, muy por debajo de los que Donizetti -por poner un ejemplo-estaba escribiendo en esa misma época con la única excepción del número final. Si bien Wagner no fue nunca un especialista en este tipo de formas, que rehuyó casi sistemáticamente por motivos estéticos, ya en Tannhäuser encontramos un finale magistral y más tarde en “Los maestros cantores” un amplio dominio de la materia. No es el caso de los conjuntos de “El holandés errante”. Por otra parte, el hecho de que la obra fuera concebida inicialmente en un acto dio lugar a una extraña desproporción una vez establecida la versión en tres actos, en la que el tercer acto resulta extremadamente corto y un tanto precipitado en su resolución.

En cualquier caso los dos universos evocados en la obra (el mundo trágico y fantasmagórico del holandés y Senta, de una parte, y el mundo prosaico y materialista de Daland de la otra) tienen además sus correspondencias en los tipos vocales. La escritura del holandés y de Senta prefiguran las tipologías, propias del Wagner maduro, del Heldenbariton y de la soprano dramática. Ello generó graves problemas vocales al barítono que tuvo que enfrentarse por primera vez a la amplia tessitura del holandés (Johann Michael Wächter) pero también a la primera Senta, la célebre Wilhelmine Schröder-Devrient, a la que hubo que bajar la tessitura de la balada. En cambio la escritura vocal para Daland y Erik corresponde a tipologías corrientes en la ópera romántica alemana.

También desde el punto de vista del texto “El holandés errante”, con todas sus fuerzas y debilidades, representa un antes y un después en la obra de Wagner. El propio autor reconoció que hasta el momento se había dedicado al oficio convencional del autor de libretos y que solamente a partir de esta obra desarrolló una poética propia. En ella podemos ya establecer claras genealogías de personajes. Tanto el holandés como Senta viven al margen del mundo. El uno por obligación y la otra por devoción. Todo ello tiene sus raíces en la experiencia personal de Wagner, cada vez más desilusionado sobre la posibilidad de obtener el reconocimiento del mercado convencional de la ópera. La experiencia de su viaje a París fue, como es sabido, devastadora a éste respecto. Ello, unido a su rechazo instintivo de la convención burguesa (que derivaría más tarde en un rechazo consciente de la sociedad capitalista como tal), está en la raíz de toda una serie de “outsiders” wagnerianos que seguirá desarrollándose con Tannhäuser y, más tarde, Siegmund, Siegfried, Tristan/Isolde y Walther von Stolzing -éste último en clave de comedia-. Todos ellos se enfrentan a la absurdidad de un orden social caduco e insatisfactorio. Y en ese sentido es importante poner el acento, cuando del personaje de Senta se trata, no tanto en su vocación redentora como en su huída autodestructiva del mundo convencional representado por su padre, Daland, su prometido Erik y sus compañeras de trabajo, las hilanderas. Finalmente ella y el holandés huyen de la tortura de la angustia mediante la muerte, del mismo modo en que lo harán más tarde (y mejor, naturalmente) Tristán e Isolda. Éste deseo de muerte no es explícito en Senta pero si en el holandés. Como dice en su bellísimo monólogo: “Cuán a menudo me precipité anhelante en los más profundos abismos del mar, más, ay, jamás hallé la muerte/lancé mi navío contra las escolleras, allí donde yace el espantoso cementerio de barcos: más, ay, mi tumba no se cerró sobre mí/Provoqué con burlas al pirata, y esperé morir en el brutal combate/”!Aquí!”, gritaba yo, “!muestra aquí tu fama! !Barcos y botes están llenos de tesoros!”/Más, ay, el bárbaro hijo del mar se santiguó y huyó lejos aterrorizado (...)/!En ninguna parte una tumba! !Jamás la muerte! Esta es la terrible sentencia de mi condena”.

Un imperioso anhelo de muerte que asocia claramente al holandés con Wotan (“Auf geb'ich mein Werk; nur eines will ich noch: Das Ende! Das Ende” -”Abandono mi obra! Sólo quiero aún una cosa: El fin! !El fin!”), con Tristán e Isolda, como ya se ha dicho, pero muy particularmente con el Amfortas de “Parsifal” (1882) que, al igual que el holandés y Wotan sufre por su culpa originaria. Si Wotan amputó el fresno del mundo y Amfortas entregó imprudente la lanza de Longino para sucumbir a los encantos de Kundry, el holandés dijo el nombre de dios en vano cuando, al cruzar el Cabo de Buena Esperanza, aseguró que cruzaría ese cabo “tanto si dios quiere como si no”. Ese pecado de hybris es el que le convierte en héroe legendario y en protagonista de la balada y de un gran cuadro ante el cual Senta huye del mundo. Y ahí yace una de las más bellas imágenes de la obra puesto que, como si tal cuadro fuera un espejo, mediante él irrumpe el mundo trágico del holandés en su casa y a su vez, mediante esa puerta al más allá Senta huye del mundo y abraza la muerte.