Dudamel Palau Bofill 

La séptima de caballería 

Barcelona. 14/03/17. Palau de la Música Catalana. Temporada Palau 100. Ludwig van Beethoven: Sinfonía núm. 7, en La mayor, op. 92. Sinfonía núm. 8, en Fa mayor, op. 93. Orquesta Sinfónica Simón Bolívar de Venezuela.  Dirección: Gustavo Dudamel.

Ambiente festivo y ganas de seguir disfrutando de esta integral histórica que ya ha supuesto para el Palau de la Música un evento de envergadura mediática mundial y un éxito de público con el sold out de todas las sesiones. Con seis de las nueve sinfonías ya interpretadas, las virtudes y características de las Simón Bolívar ya se han manifestado y por si alguien no se había enterado solo faltó esta briosa interpretación de la séptima sinfonía para dejarlo claro. 

Con un inicio delicado y muy atento al diálogo de las cuerdas con los instrumento de viento, el Poco sostenuto, sensible y bien conducido por Dudamel fluyó con sensual naturalidad. Magníficos de nuevo, como en todas las anteriores sinfonías, la flauta y el oboe solistas, de sonoridad transparente y perfección técnica más que notable. Su aportación al cambio de tema en el inicio del Vivace fue como una chispa que encendió la orquesta para iniciar un ritmo irrefrenable que no sucumbió hasta el final del movimiento. Los acordes casi cortantes de los violines incidieron en una sonoridad algo tosca pero de irresistible fuerza rítmica. Pareció que la batuta los llevara en volandas a un tempo donde el contraste del diálogo vientos-cuerdas-metal se tornó vibrante fuerza irrefrenable en los grandes tutti, donde el sonido de la orquesta brilló con un fulgor avasallador. Siempre atento a los contrastes camerísticos del movimiento, Dudamel, con un gesto sereno y concentrado, brindó de nuevo espontaneidad y teatralidad cerrando el primer movimiento con brillantez y contundencia.

El inicio del famoso Allegretto tuvo la nostalgia propia de un Sibelius, con el carácter mayestático y marcial de ecos también, de nuevo, mahlerianos. Dudamel condujo con la elegancia propia de un experto dejando relucir la dulzura de las trompas, fagotes y clarinetes con un resultado contemplativo. Un espíritu contradictorio o mejor dicho complementario surgió con el tema de connotaciones y ritmo fúnebre, con acordes y respiraciones de la orquesta que jugaron a la contemplación y la interiorización, si bien el acorde final quedó demasiado suspendido, como en un limbo sonoro, extraño y extraviado.

El Presto surgió limpio y rítmico, con sus buenas dinámicas y contrastes. Pero donde más se reveló ambicioso Dudamel, siempre dispuesto a sorprender y no dejar al espectador absorto en una simple escucha mecánica, fue en el segundo tema, introducido por las trompas y de una contagiosa y lozana sonoridad, continuada por fagotes y flautas y recogidas por el conjunto de la orquesta con plenitud y belleza casi aristocrática. Así el juguetón resultado de temáticas intercambiables entre los vientos, fagotes, clarinetes, flautas y oboes, se mecieron como en una hamaca sobre el campo generoso y frugal de las cuerdas y los metales. Los tutti surgieron como explosiones de luz siguiendo la batuta inquieta y viva de un Gustavo inapelable, lástima que de nuevo el acorde final quedar algo deslabazado.

Por último, el Allegro con brio, surgió impetuoso y enérgico, enlazando su obstinado ritmo imparable con el Vivace del primer movimiento. La orquesta pareció cabalgar sobre las notas sin descanso, con unos acordes secos y muy marciales, Dudamel se lanzó a agarrarse a un caballo salvaje que trotó desaforado por el campo beethoveniano en un ritmo frenético hacia un Venusberg sonoro, a imagen y semejanza del futuro Tannhäuser de Wagner. La tensión y distensión de las cuerdas, llevó a una orquesta en torbellino con una acústica que pareció brotar atávica y desordenada. La lectura desde el podio no dio tregua, o te dejabas llevar por el frenesí de los violines o perdías un ritmo que explotó como una exhalación. Un final extático espoleó a un público que se dejó llevar por la fuerza primaria de espíritu libre y anárquico de la orquesta y el director. Ovación y aplausos con fervor.

Después de una séptima sinfonía toda ella nervio y brío, la interpretación de la octava, igual que  en su día del estreno, interpretadas una después de la otra, supuso un momento de respiro y vuelta a un equilibrio más clásico y menos romántico. El Allegro vivace e con brio sonó elegante y medido con la destacada aportación de las maderas, fagotes, y la fluidez de los dos temas centrales con un sonido homogéneo y limpio, destacando la versatilidad de todas las secciones. El segundo y corto Allegretto scherzando pareció un movimiento de ballet, donde Dudamel cuidó de los matices y jugó la carta de una galantería estilística a la que la orquesta respondió de manera inmaculada. De nuevo protagonistas los hermosos solos del fagot solista en el Tempo di menuetto, así como las intervenciones de las trompas, estas sin embargo con evidentes problemas de afinación en sus llamadas al estilo Carl Maria von Weber. Aquí la batuta de Gustavo cinceló el guiño a la danza cortesana de la sencilla melodía con transparencia y rigor. Por último el Allegro vivace final, se cristalizó con un sonido redondo y esmaltado de la orquesta, quienes hicieron que el ritmo y sus contrastes finales brotaran con un sonido orgánico y maduro. Se cerró así otra velada gustosa y atractiva entre los vítores y silbidos de un público rendido al sello de unos instrumentistas empáticos y de una calidad indiscutible.