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Luciano Pavarotti: una voz para todos

En el décimo aniversario de su fallecimiento

Aún lo recuerdo como si fuese ayer. Quien escribe tendría nueve, diez años de edad y los Reyes Magos le traían su primer disco. Luciano Pavarotti: Greatest Hits. Podrán pensar ustedes que menudo niño especialito aquel, que seguramente creció en una burbuja de música clásica, pero no. Aquel Rey mago me decía tiempo después: "Algún día, cuando madures, te gustarán los Rolling". Ese día aún no parece haber llegado, 20 años después, y si tengo claro que aquella voz me atrapó como a tantos y tantos desde la primera vez que la escuché no fue por mí, sino por quien sin duda la emitía. También aquel mismo mago fue quien hace exactamente diez años, me comunicó la noticia: en la radio decían que Pavarotti había muerto. Era imposible. Tremendamente complicado seguir escuchándole sabiendo que ya no estaba. Y difícil abrirse, incluso todavía, al resto de la clásica, de la ópera, de los demás tenores, cuando se ha empezado por Pavs. 

Si hay dos factores que el público -y la sociedad en general- tiende por defecto a subestimar son sin duda la facilidad y el sentido del humor. Dos características que aparentemente marcaron la carrera del tenor más conocido de todos los tiempos. Todo parecía insultantemente sencillo para la voz más irisada, más cálida y portentosa que se ha oído. Habrá a quien no le guste sentir el calor del sol en una mañana de primavera como habrá a quien no le guste la Capilla Sixtina o un cuadro de Bacon. Para gustos, los colores, y para hechos consumados, los comentados. Luciano Pavarotti alardeó en ocasiones de apenas saber leer una partitura. Una afirmación a la que sólo recurría para acentuar esa pasmosa facilidad con la que acometía frases infinitas, filados, medias voces y por supuesto agudos. Pero en realidad Luciano devoraba los pentagramas del mismo modo en que devoraba los platos de pasta que el cocinero con el que siempre viajaba le preparaba. Así lo aseguran decenas de testimonios que compartieron escenario con él. Enriqueta Tarrés, que cantó Elettra cuando él era Idamante en el Idomeneo sesentero de Glyndebourne, me lo atestiguó de primera mano: “Aquello no era normal, Luciano no sacaba la cabeza de la partitura”. Para el recuerdo queda en vídeo un imberbe jovencito con las notas del Requiem verdiano abierto ante él, intentando estar a la altura de Price, Cossotto y Ghiaurov, frente al todopoderoso Karajan.

Luciano lo hacía todo fácil y con su carisma arrollador se convirtió en una voz para todos. El tiempo, la facilidad, el sentido del humor y la mercadotecnia han hecho que algunos hayan querido restar galones a una carrera impecable. Me gustaría saber qué diremos dentro de 30 años de muchos cantantes de ahora si siguiésemos ese mismo patrón. Saber hacer algo y hacerlo muy bien no debería ser demeritorio para nadie, pero es algo que les ha ocurrido a todos los grandes: a Callas y a Caruso. Y ya. No ha habido nadie más en la historia de la música como producto que se haya acercado ni siquiera de lejos a lo que significó su figura: la democratización de la ópera. Como arte, lo de Pavarotti ha rayado siempre a gran altura. Conviene siempre diferenciar pues el espectáculo y el gancho comercial de la ópera en sí, de la obra de arte como tal. Del acercamiento a todos a la especialización de quien se aventuraba en el saber y el sentir más.

La de Pavarotti, no descubro nada nuevo, era una voz de insultante lirismo, de morbidez extrema, de calidez irrenunciable. Una oda a la naturalidad mediterránea, a su luz y a su carácter. Un instrumento de aquella época en la que la voz por sí misma se valía para interpretar, para levantar un personaje y una obra. En su agudo desenvuelto y en su carnoso centro, el patetismo cándido de Donizetti encontró uno de sus mejores embajadores. También Bellini, por descontado. Rossini siempre le intimidó en el fraseo. Mozart suponía un paso infranqueable, al igual que para muchos tenores: el aburrimiento. Verdi era una fiesta y Puccini el abandono ardiente. “Mi voz ama a Donizetti, yo amo a Puccini”. Lo de Pavarotti era el hedonismo pragmático.
Con todo, en realidad, Pavarotti poseía una voz asombrosamente flexible. No sólo le escuchamos en una perfecta factura "baritenoril" como Pollione en la Norma belliniana sino que, por ejemplo, debemos tener en cuenta que su grabación de La bohème (el registro de una ópera completa más vendido de la historia) y la de su Turandot, comparten el mismo año: 1972. Dos protagonistas puccinianos alejados del uno del otro al que Pavarotti dio vida de forma magistral. No sólo es cuestión de acumular centenares de roles en el haber, sino también de saber cantarlos.

Desde que Pavarotti grabara su primera ópera en 1967, por supuesto belcantista (Beatrice di Tenda de Bellini), hasta que se adentró en el verismo en 1980, último bastión de su carrera, pasaron poco más de 10 años. Sobre el escenario, claro está, la cosa se dilató bastante más en el tiempo. Lo del tenor de Módena fue siempre una cuidada selección de un pequeño ramillete de óperas que cantar por el mundo. Renunció en varias ocasiones a Guglielmo Tell, del mismo modo que más tarde hizo con La forza del destino. Tampoco en disco le valía todo: Carmen, Adriana Lecouvreur o Esclarmonde se quedaron en el tintero. Domingo, Bergonzi y Aragall le sustituyeron. En unas ocasiones por desinterés, en otras por clarividente saber hacer ante unos roles demasiado pesados o demasiados ligeros para su voz. En los últimos años apenas añadió nuevos títulos a su repertorio: Andrea Chénier, que ya había grabado junto a Caballé; I lombardi, que en realidad ya cantó en su juventud bajo la batuta de Abbado; o Don Carlo, que sirvió como demostración pública de su reconciliación con Riccardo Muti. El destino quiso que en la noche de inauguración de aquellas funciones, apertura de temporada de La Scala, a Pavarotti se le escapase un gallo, lo cual dio lugar a frases demasiado superficiales que se siguen repitiendo incluso hoy en día. Pero lo cierto es que las mejores citas las ha regalado Pavarotti sobre el escenario. Si lo de los discos asombra, lo de los escenarios era casi milagroso, como si el italiano se creciese ante el reto del directo. Noches míticas han quedado para el recuerdo, como ese sublime Des Grieux de la Manon de Massenet en italiano o sus decenas de Bohèmes junto a su inseparable Mirella Freni.

De todo ello la mercadotecnia ha querido sacar provecho. Discográficas como Sony, para la que Pavarotti nunca cantó, lanzan reediciones y reediciones de las contadísimas grabaciones que cayeron en su haber por la participación de otros artistas. Universal exprime sus tomas y anuncia registros inéditos que acumulan ya mucha vida propia en Youtube, cuando en realidad se limita a reutiliza la mejor recopilación que supieron hacer tras el Tutto Pavarotti, el Pavarotti Greatest Hits de 1997. De Pavarotti ya está todo dicho pero jamás estará todo escuchado.

Foto: Andres Leighton.