Christa Ludwig Foto Andreas Kolarik 

Historia de una sonrisa

90 años. Más elegantes que los rechonchos 80. Menos pesados que los opresivos 100. Una edad ideal para una mujer especial. Retratar a una figura de la categoría de Christa Ludwig no es tarea fácil. Ludwig fue una estrella de la segunda mitad del siglo XX, pero no una diva. Como ella dice en sus memorias (que utilizaré en ocasiones como referente), las divas eran las sopranos, la Tebaldi, la Caballé, la Callas… y los divos, claro, los tenores: Del Monaco, Bergonzi, Corelli y después Domingo o Pavarotti. Las mezzos, los barítonos o los bajos, sí, eran famosos, conocidos, admirados, pero nunca con esa riada de admiradores que arrastraban las dos voces para las que están creados los principales papeles de la mayoría de las óperas. Eso quizá hizo de Ludwig una cantante más asentada en la tierra, más humana y más cercana. Con esa risa sana y franca tan suya, y ese aire entre mamma italiana y matrona germánica, una mezcla de ternura y genio que podía resultar a veces explosiva, Ludwig atrajo (sigue atrayendo) a un público que huía de lo más manido y se acercaba a lo auténtico. Y luego está esa versatilidad increíble que le permitió ser una excelsa cantante de ópera y una perfecta liederista, transitar sin problemas por roles de profundo sentir dramático o hacernos estremecer con el lirismo de unos versos cantados con el corazón. Voy a intentar aquí lanzar unas pinceladas que, como si fuera un cuadro impresionista, al alejarnos nos permita intuir el retrato de una mujer excepcional, a la que como aficionado siempre he admirado y cuya imagen, para mi, siempre irá unida a una sonrisa.

Ludwig hizo una carrera a la vieja usanza, empezando desde abajo en el mundo del canto, con mucho trabajo, mucho esfuerzo, en teatros menos conocidos, hasta llegar a lo más alto, al MET, a Viena, a Berlín (su ciudad), quizá con más paciencia y con más ensayos de los que ahora se acostumbra pero con el mismo esfuerzo que sigue habiendo en la actualidad para conseguir triunfar. Ella tuvo la estimable ayuda de una madre, cantante como ella, no tan famosa, pero que la guió durante más de treinta años, y le hizo siempre ver las cosas con una perspectiva ambiciosa pero modesta a la vez, siempre cuidando con esmero de lo que dependía su trabajo: su voz. Fundamentales consejos que le permitieron ser lo que fue, una mujer centrada en su profesión y evitando siempre las rencillas que muchas veces rodean el mundillo operístico y que ella, con humor y picardía, relata con simpatía en sus memorias. A Ludwig el aplauso y el reconocimiento le gustaron como a cualquiera, pero también ha sido siempre muy consciente del sufrimiento, del sacrificio, de las renuncias de este trabajo (que ella llega a calificar de esclavitud) del que se sintió seguramente liberada cuando se retiró.

Hija de la mezzo berlinesa Eugenia Besalle y del segundo matrimonio del vienés, también vinculado al mundo del teatro y la ópera (director de escena, antes barítono), Anton Ludwig, Christa se crió en una tierra fértil y preparada para cantar, siempre entre bambalinas o en la escuela de canto que sus padres tenían en Aquisgrán (no sin alguna penuria económica ya que no eran tiempos boyantes aquellos de entreguerras en Alemania). Por cierto que en la ciudad renana ya dirigía a la madre de Christa un joven Herbert von Karajan, un nombre que aparecerá más de una vez en su posterior carrera y al que siempre admiró. Una carrera que empezó, en una Alemania destrozada después de la II Guerra Mundial, en espectáculos de varietés o pequeños conciertos en teatros medio derruidos o tabernas.

Pero su madre no quería que siguiera por ese camino. Fue la Ópera de Frankfurt la que le dio la primera oportunidad debutando como el Príncipe Orlofsky en El murciélago. Su recientemente divorciada madre guió sus primeros pasos y fue fundamental en afianzar, sobre todo, su técnica vocal. Poco a poco fue encarnando papeles de más enjundia. Desde esos primeros momentos siempre compatibiliza la ópera con el lied y el concierto, algo para ella fundamental en su vida artística, ya que siempre se sintió más segura, más cerca del público en ese formato pequeño pero que tanto puede unir al oyente y al intérprete. También en esa época se familiarizó con un repertorio poco frecuentado y por tanto con muchas posibilidades para una joven cantante con ambición: la música contemporánea. Tomó contacto en teatros como el de Darmstadt con obras de autores poco conocidos entonces como Liebermann, Boulez, Nono o Maderna. Toda una experiencia para ella. Eso la dio a conocer como cantante y le abrió las puertas para cantar papeles más clásicos como el de Octavian en Rosenkavalier. Pero ella misma reconoce que aún era demasiado pronto, que su técnica vocal no estaba lo suficientemente formada a los 22 años para un papel de esa importancia. Poco a poco su trabajo dio sus frutos y siguiendo en Darmstadt encarnó papeles como el de Éboli o el de Compositor de Ariadna en Naxos. Después de un breve paso por Hannover llegó la gran oportunidad con Karl Bohm. Fue el primer contacto con el que ella siempre ha considerado su mayor mentor, casi un padre. Admiraba el mimo que prestaba a sus cantantes, nunca haciendo que forzaran sus voces, pero siempre riguroso en la dirección y en sus indicaciones. Con ese apoyo llegó a uno de sus teatros fetiche: La Staatsoper de Viena. Allí fue consagrándose con papeles muy importantes a lo largo de su trayectoria como Amneris, Éboli y sobre todo Ortrud (en la que había debutado en la Deutsche Oper de Berlín dirigida por Wieland Wagner y Heinrich Hollreiser) en 1961. Ese papel fue de sus preferidos y al que supo llenar sobre todo de un concepto dramático especial, además de cantarlo admirablemente. También Kundry fue uno de los roles donde siempre destacó, sobre todo por saber darle ese carácter tan ambivalente que encierra el personaje. Fue el comienzo de una carrera que le llevaría con gran éxito durante años a teatros de todo el mundo siendo una referencia indiscutible de las temporadas del Met o la ya mencionada Deutsche Oper durante años.

Repasar su repertorio es un recordatorio de la enseña principal en la historia vocal de nuestra admirada cantante: la unión psicológica con las protagonistas que encarna. Ludwig no se quedará nunca en la epidermis de sus personajes. Siempre será una noble pero humana Mariscala, una implacable Ortrud, una desquiciada Klytaemnestra, una siempre insatisfecha Tintorera. Si añadimos a eso una Fricka de referencia, unas grandes Waltraute o Venus y una personalísima Brangäne (inolvidable en la grabación de Bohm con Nilsson y Windgassen) tendremos un resumen de lo mejor de su trabajo en óperas germánicas (sin olvidar su Marie de Wozzeck, su Cherubino o su Octavian, claro). De sus papeles en óperas italianas, un terreno que no transitó tanto en su carrera, destacaría el de Mistress Quickly de Falstaff, un papel que me parece con el que se sentía muy cómoda por su carácter. No tan afín confesó siempre sentirse con la ópera francesa, a excepción de Carmen, aunque cantó papeles como Charlotte o Dido de Les Troyens.

Pero personalmente quería resaltar el trabajo de Christa en el campo del lied, donde ha sido una auténtica referencia. Como se comentaba más arriba, es una faceta de su recorrido artístico que siempre compaginó con la ópera y donde consiguió logros notabilísimos y dónde ella sentía que había una conexión especial con el público, que ella define como una conexión de “corazón a corazón”. Destacada ha sido su defensa de la música de Hugo Wolf, más difícil de programar que la de otros destacados compositores alemanes del XIX, pero que ella considera como uno de los que mejor reflejan en su música el texto poético en el que ésta se basa. Pero también tuvo una relación especial con el Winterreise schubertiano, un ciclo reservado para voces masculinas (aunque algunas cantantes anteriormente habían interpretado algún lied del grupo) y, animada por Hans Hotter, ella interpretó nada menos que en el Musikverein de Viena. Todo un hito que agranda su leyenda como una de las grandes liederistas del siglo XX.

En los setenta tuvo una crisis (debido a problemas en sus cuerdas vocales y complicaciones de la menopausia) que con diversos altibajos duró desde 1971 hasta bien entrada esa década. Aunque en algún momento pensó en abandonar, la fuerza que siempre le ha acompañado le hizo seguir adelante, cambiando repertorios, cuidándose más y espaciando sus actuaciones. Aún cantó casi veinte años más después de estos episodios pero poco a poco, con un realismo que le honra se fue dando cuenta de las limitaciones que el tiempo y su cuerpo le imponían. Ella era la que mejor sabía que su canto ya no era igual, aunque el público siguiera aplaudiendo sus actuaciones. En 1994 se retiró definitivamente.

Podría escribir muchas más cosas más sobre Christa Ludwig, sobre su idea del canto, del nomadismo y la soledad de una cantante, de las relaciones con sus compañeros, de su vida privada… No hay espacio. Este artículo es, sobre todo, un homenaje y una muestra de agradecimiento a una mujer importantísima en mi formación como aficionado. Me despediré como hace ella en esa espectacular grabación de la Canción de la Tierra de Mahler: Ewig...ewig.. (Eternamente...eternamente...)