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Una historia del dominio alemán

La gran música alemana. De Bach a Beethoven. Wilhelm Dilthey. Fórcola. Madrid, 2018.

Detrás de todo gran filósofo se esconde otro aún mayor. Y así sucesivamente, si nos retrotraemos hasta Platón cuando palidecen todos los posteriores, incluso los que más ruido han hecho combatiéndolo, como Nietzsche. Es lo que sucede con los grandes pensadores del siglo XX. La gran mayoría tiene detrás a Wilhelm Dilthey (1833-1911), un nombre oscurecido por razones tan improcedentes como el carácter fragmentario de sus escritos (“¿es Dilthey un ensayista logrado o un sistematizador frustrado?” se pregunta Blas Matamoro en la introducción) o el contexto de transición que le tocó vivir. 

Su sensibilidad sintoniza con la nuestra por paralelismos que nos vinculan. Desde su mirada crepuscular Dilthey también estaba al final de algo. Miraba hacia atrás y veía la edad dorada de la historiografía y la cultura alemanas, con las cimas del romanticismo y el idealismo todavía centelleando. Él las conoció bajo el magisterio de Kuno Fischer, un verdadero epígono del idealismo kantiano y hegeliano que creía en la objetividad de la historia a través de su despliegue. De la misma forma conoció el contrapunto del positivismo historicista, que se propuso trascender. De hecho, en su voluntad de historiador se fue armando de conceptos –las potentes armas de la filosofía– para pensar todos los fenómenos desde la “conciencia histórica”.

También la música, atravesada en cada detalle por su condición histórica. Desde las “ciencias del espíritu” Dilthey contempla esa trayectoria entre Bach y Beethoven en un texto tremendamente sugestivo que ni tan sólo se menciona en infinidad de estudios y manuales de filosofía. Con pretensión científica, para el autor “la música alemana” tiene una entidad ontológica propia y la historia –al modo de la Bildungsroman– ha hecho de ella lo que ha llegado a ser: si queremos saber lo que es la música alemana, debemos mirar su historia determinada por una conciencia particular y objetivamente descifrable. Un imaginario que tanta influencia tendría en Ortega y Gasset –quien conoció su obra tarde y mal pero suficiente para idolatrarlo– y que reduciría el arte y la música a las conocidas y perjudiciales dicotomías entre lo gótico y lo románico. Esto le permite –contra lo que afirma Matamoro en una introducción poco sólida– proclamar la superioridad de la música alemana: “Entre Bach y Händel se establece el dominio de las naciones germánicas sobre las románicas, gracias a su arte de la interioridad”. Los orígenes de ese dominio se abordan desde el espíritu que imprime el protestantismo a la cantata y el oratorio en la “misión” que recae sobre Bach y Händel, tejiendo vínculos estrechos entre la estética y la religión. Todo origen tiene su momento fundacional, y este es la Pasión de Heinrich Schütz, donde confluye la dramaturgia italiana y la música de la iglesia protestante. Lasso, Gabrieli, Monteverdi... todos conducen a él y desde ahí crecen las grandes ramificaciones de Bach y Händel. El primero –al que mayor atención dedica Dilthey, en una descripción pormenorizada de numerosas cantatas y al que pone en relación con Wagner y Strauss en materia de instrumentación– capaz de una fantasía musical que recoge un análisis microscópico de la vivencia anímica, descrita como una lucha interior en la religiosidad luterana. El segundo, capaz de desplegar la belleza de la expresión vocal, que sin embargo Dilthey hace palidecer señalando su falta de profundidad. Mas adelante, en el diálogo que establece entre Haydn y Mozart, resultan interesantes ciertos paralelismos como los que reúnen a la música del primero con René Descartes, bajo el signo de las cosmogonías científicas, así como esa afirmación ya canónica de Mozart como un alquimista que mezcla la construcción musical italiana con el contrapunto y la profundidad germánica. Es en esto último que el drama musical mozartiano nos aproxima a una dimensión metafísica no superada, de profunda filiación con Shakespeare. Por último, el Fidelio beethoveniano guarda filiación con el drama de Schiller y recogen, tanto como la Novena Sinfonía, el espíritu alemán de su época.

Aún teniendo presente las dificultades de los manuscritos en el caso del filósofo alemán, debemos lamentar la prosa a veces adusta y acartonada en esta versión, con ciertas reiteraciones y confusiones, de un Matamoro que dice haberse atrevido a completar palabras y haber procurado “aliviar la pompa imperial tudesca”. Más allá de esto, resulta saludable hacer una relectura crítica de Dilthey en la actualidad, cuando mantenemos una relación de tan utópica casi caricaturesca con el pasado, que lo deforma y no le deja ser lo que es. En cualquier caso, el riesgo es la simplificación de una historiografía que privilegia trayectorias y grandes nombres, sepultando y liquidando la gran riqueza y pluralidad musical que nos ofrece cualquier época en su singularidad. La espléndida vista de pájaro de las ciencias del espíritu siempre está amenazada por un burdo reduccionismo. En definitiva Dilthey sigue dentro del marco romántico, valiéndose de esa retórica que habla de grandes subjetividades y del ímpetu de genios solitarios (el más genial, inefable y solitario es, claro, el individuo alemán que como Federico II es guerrero, filósofo y músico).

Con todas las necesarias advertencias y observaciones, estamos frente a una colección de escritos de envergadura que dan razón de los vericuetos de la tradición musical alemana, aunque tardaron en su día en darse a conocer. Sólo podemos celebrar que se reediten para ser leídos y discutidos buscando la unidad que persigue esta edición, entre la Reforma y la Ilustración, para poder contemplar con mayor claridad los movimientos subterráneos que Dilthey dibuja en esa trayectoria musical privilegiada en las últimas centurias de la cultura occidental.