Italiana Quincena

MOVIMIENTOS QUE TAPAN EL SONIDO

Donostia. 11/08/2017. Quincena Musical. Palacio Kursaal. Gioacchino Rossini: L’italiana in Algeri. Marianna Pizzolato (Isabella), Nahuel di Pierro (Mustafá), Santiago Ballerini (Lindoro), Joan Martín Royo (Taddeo), Sebastiá Peris (Haly), Arantza Ezenarro (Elvira), Alejandra Acuña (Zulma). Coro Easo. Dirección de escena: Joan Antón Rechi. Orquesta Sinfónica de Euskadi. Dirección musical: Paolo Arrivabeni.

Al final del acto I de esta ópera acontece el que, en mi modesta opinión, es el momento más “rossiniano” de esta obra, el primo finale Pria di dividerci da voi donde el compositor nos lleva a través tanto del canto silabato, como del uso de distintas onomatopeyas y la intervención del conjunto de todos y cada uno de los solistas de la ópera construyendo un concertante sencillamente genial: Rossini en estilo puro. Pues bien, si reparamos en este momento, los últimos diez minutos del acto I, podemos retratar con cierta justicia lo que ha sido la función de estreno de L’italiana in Algeri en la Quincena Musical donostiarra. Por un lado, porque la velocidad exigida por Paolo Arrivabeni provocó que alguno de los cantantes perdieran el equilibrio vocal; por otro lado porque la intervención del coro fue excesiva, sepultando a los solistas y haciendo desaparecer las onomatopeyas entre carreras y voces de volumen excesivo; además, algunos de estos solistas no aportaban voces grandes con lo que al concertante le faltaba sensación de unidad.

Al mismo tiempo éramos testigos de un movimiento escénico arduo, donde cada cantante tenía que cambiar de silla a cada poco tiempo mientras, al mismo tiempo, simulaba hablar por teléfono. Resultaba triste observar como Marianna Pizzolato en ocasiones no sabía donde sentarse entre este maremágnum de movimientos cuando lo lógico es que, como cantante,  estuviera centrada, como ha de ser, en cantar. En resumen, falta de equilibrio, de empaste, de unidad de conjunto y, al mismo tiempo, un movimiento precipitado que, sin embargo, provocó la hilaridad del público y una reacción de alborozo general tras finalizar este momento. A partir de este momento queda retratada la función.

Por cierto, la propuesta escénica nos lleva a uno de los eternos debates: la ópera, ¿se escucha o se ve? Normalmente diremos que han de hacerse ambas cosas pero, ¿no es lógico tratar de encontrar el equilibrio entre ambos sentidos del espectador para que todo camine sobre ruedas? Pues en mi opinión, tal equilibrio no ha existido, lo que ha hipotecado en exceso el desarrollo de la función.

L’italiana in Algeri es hilarante. De hecho, en pocas óperas me he reído tanto como en esta. Por ello puede ser comprensible la apuesta del andorrano Joan Antón Rechi por lo absurdo y exagerado. Algunas ideas ya vistas en otros espectáculos y el uso exagerado de tópicos van en detrimento de la propuesta escénica. Que Lindoro sea un trasunto de un latin lover italiano puede tener un pase pero que desmaye a las mujeres decenas de veces con un beso cansa cuando se abusa del recurso. Y que los servidores del Mustafá sean todos homosexuales con exagerada pluma recuerda a las películas de Pajares y Esteso más que a una idea moderna. Demasiado tópico para cosa buena.

Al coro se le exige aquí una participación actoral nada desdeñable y en este sentido puede afirmarse que el Coro Easo respondió de forma más que adecuada pero, ¿y al cantar? Aquí aparecen ya las primeras grietas: algunas entradas –la aparición de Isabella, por ejemplo- demasiado timoratas y vacilantes, otros momentos con exceso de volumen –el ya apuntado del finale del acto I- y una continua transmisión de que se estaba más pendiente de lo que había que hacer más que de lo que había que cantar. Creo que la escucha de una grabación, sin soporte de la imagen, evidenciaría las carencias vocales del coro.

Paolo Arrivabeni llevó con pulso rossiniano la obra pero no supo guardar el equilibrio entre escenario y foso. Rossini es mucho más que arias de coloratura y los famosos concertantes quedaron descompensados en todo momento. Una lástima.

Entre los solistas quiero destacar la voz del bajo argentino Nahuel di Pierro que respondió a la coloratura con dignidad al ser dueño de una franja grave solvente y en el juramento del Papatacci supo responder a los agudos con entereza. La voz más interesante de la noche, con diferencia. Isabella era asumida el nombre más mediático, Marianna Pizzolato, pero quiero reconocer una cierta decepción no tanto por la técnica, en la que la mezzo estuvo más que sobrada sino en el volumen; en los concertantes era inaudible y apenas pudo responder a las altas exigencias escénicas. En cualquier caso, tanto en Cruda sorte! como en Per lui che adoro nos mostró frases de calidad.

El tenor argentino Santiago Ballerini es un tenore di grazia que estuvo suficiente en Languir per una bella aunque el sobreagudo es mate. La voz no es sonora pero descollaba en los concertantes, provocando un evidente desequilibrio. El barítono catalán Joan Antón Royo es un cantante muy eficaz y de buenas facultades actorales; en este sentido, su Taddeo respondió al manual.

Para finalizar, eficiente el Haly del valenciano Sebastiá Peris y descompesadas la Zulma de la colombiana Alejandra Acuña y, sobre todo, la donostiarra Arantza Ezenarro. La única soprano del elenco debe destacar en los concertantes y, sin embargo, apenas percibí la voz de Ezenarro.

El público pareció disfrutar vista la respuesta jubilosa al término de la función. Algunos, como acostumbran, salieron corriendo como si hubiera un incendio en el Kursaal mientras que la mayor parte del público vitoreó a coro, solistas y orquesta. Y, sin embargo, a un servidor le quedó la sensación de que la ópera había quedado desfigurada porque, entre tanto movimiento, el sonido rossiniano nos llegó mitigado.