LOrfeo Berlin Rittershaus

Luminosos bosques

Berlín. 30/11/2018. Staatsoper Unter den Linden. Claudio Monteverdi: L’Orfeo. Georg Nigl (Orfeo), Anna Lucia Richter (Eurídice), Grigory Shkarupa (Caronte), Luciana Mancini (Proserpina), Charlote Hellekant (Mensajera, la Esperanza) y otros. Freiburger Barockconsort  & Vocalconsort Berlin. Dir. de escena y coreografía: Sasha Waltz. Dir. musical: Leonardo García Alarcón.

Monteverdi es capaz de brillar por si solo, de eso no cabe la menor duda. Su música está hecha para que se puedan cerrar los ojos y disfrutar de esa mezcla de poesía y sofisticada armonía que nos regaló en los albores del barroco, con una fuerza tal que más de cuatro siglos después podríamos seguir con la boca abierta y los parpados reposados. Pero entonces, en contadas ocasiones (pues la tarea es ardua), los focos iluminan una escena que llenan de luz i boschi ombrosi en los que Orfeo rememora sus lamentos en el pasado. 

Varias son las luces de este Orfeo, primera ópera a la que asistimos de los denominados Barocktage de la Staatsoper Unter den Linden berlinés, una producción ajena (de la Dutch National Opera Amsterdan, Les Théatres de la Ville de Luxembourg y el Bergen International Festival & Opéra de Lille) que obtuvo ya en su premier de 2014 sonado éxito, en aquella ocasión bajo la dirección de Pablo Heras-Casado.

La primera luz viene de la mano de la desnuda escena de Alexander Schwarz. Un marco sencillo, una pared trasera de paneles volteables y un suelo de madera bien delimitado, limpio, propicio para que fluya la orgánica coreografía destinada a cegar al público. Detrás, contadas proyecciones en un telón trasero, el bosque florido, la laguna estigia o una paisaje grisáceo que servirá para cerrar la trama. 

El trabajo de Sasha Waltz entorno a la obra de Monteverdi es una obra de arte en sí, y demuestra que su posición en el podio de la coreografía contemporánea alemana es por méritos propios. Su creación se enfila como un guante en la sobriedad de la escena, una comunión perfecta que evita los excesos y crea una amalgama entre cantantes y danzantes que en ocasiones es difícil disociar. Esta misma fusión de roles es la que Waltz  realiza con la música, la teatralidad de los movimientos engarza sin discordia con la fuerza dramática de la ópera monteverdiana, envuelta en un aura primitiva, ligando así más el proyecto conceptual con las determinantes páginas del compositor cremonés. 

Ante tal apuesta hace sin duda falta recurrir a artistas versátiles, capaces de llenar el teatro no solo de música sino con carácter y movimiento en el más amplio sentido de la palabra, y es ahí donde nos encontramos a Georg Nigl y su determinado Orfeo, Anna Lucia Richter y su emocional Euridice, Grigory Shkarupa y su oscuro Caronte o Charlotte Hellekant y su afligida mensajera. No hay ninguna omisión merecida, pues todos actuaron como un único órgano funcional en aras de un espectáculo sin fisuras. 

La dirección del platense Leonardo García Alarcón fue precisa, sin aspavientos filológicos ni innecesarios riesgos, pero con la justa valentía para no vagar en la naturaleza epidérmica del primitivo texto, dando la libertad necesaria a los cantantes para que fluyesen aquella música que supuso un antes y un después en el entonces incipiente mundo de la ópera.