Rusalka Glyndebourne19 TristramKenton 

Espesor onírico

20/07/19. Festival de Glyndebourne. Dvorak, Rusalka. Sally Matthews, Rusalka; Alexander Roslavets, Vodník; Patricia Bardon, Ježibaba; Evan LeRoy Johnson, príncipe; Zoya Tsererina, la princesa extranjera; Vuvu Mpofu, primer espíritu del bosque; Annamaria Pennisi, segundo espíritu del bosque; Alyona Abramova, tercer espíritu del bosque; Colin Judson, guardabosques; Alix Le Saux, pinche de cocina; Adam Marsden, cazador. London Philharmonic Orchestra y Coro de Glyndebourne. Rae Smith, escenografía y vestuarios. Rick Nodine, coreografía. Melly Still, directora de escena. Robin Ticciati, director musical.

Lo primero que llama la atención en esta estupenda producción de Rusalka es el nombre de su responsable, Melly Still, porque supone una de las todavía raras ocasiones que tenemos de contemplar el trabajo de una mujer como directora de escena. ¿Exagero? Haciendo una revisión rápida de la próxima temporada de Madrid y Barcelona nos encontramos con unos números desoladores, un total de tres obras lideradas por mujeres, y en Les Arts, ninguna (permítanme ignorar el premio de consolación que supone un concierto semiescenificado). Produce sonrojo comenzar a hablar de paridad, cuando ni siquiera llegamos al diezmo.

Estrenada hace una década en este mismo festival y paseada por varios teatros desde entonces, esta producción regresa ahora llena de creatividad y potencia visual. Still ha desarrollado su carrera como diseñadora y coreógrafa. No es, pues, de extrañar que su propuesta descanse en las posibilidades plásticas de este oscuro cuento de fantasía, dejando al margen reinterpretaciones hermenéuticas y actualizaciones de significantes. Su Rusalka es, sobre todo, una delicia para los ojos y una tregua para el espíritu.

Still parece obsesionada con la búsqueda de esa ingravidez que domina el reino submarino. El conocido recurso de suspender a los artistas de cable cables invisibles le funciona a la perfección, resultado del trabajo de muchas lecciones de acrobacia que buscan la fluidez por encima de todo. Las sirenas se sitúan al final de sus larguísimas colas que, dominando el escenario, les hacen aparecer como una especie serpientes deshilachadas, conformando un cuadro de ingenuidad orgánica y tenebrosa que se adapta perfectamente a las necesidades de este cuento. Los movimientos en el inframundo corren a cargo de unos bailarines monocromos que se pasean visiblemente por la escena –inevitable la referencia los trabajos de La Fura– y que, lejos de resultar artificiales, encarnan expresivamente el papel de las corrientes subterráneas. 

El componente humorístico se despliega sin excesos en clave sexual, la falta de deseo de la ondina y el exceso de pulsión de su padre despertaron las carcajadas del público en varias ocasiones, y conectan bien con el actual debate sobre la viagra femenina, sobre el que incluso se escucharon algunos comentarios en el intervalo. La orientación estética de la obra se culmina con un uso absolutamente exquisito de una iluminación que, más que alumbrar, crea misterios y penumbras. 

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En el apartado vocal el asunto anduvo un poco más justo. Glyndebourne hace tiempo que no destaca por carteles memorables, pero al menos suele ofrecer sorpresas en forma de talentos locales y artistas emergentes. Nos quedamos con ganas de algo más en esta ocasión. Sally Matthews encarna una Rusalka perdida y atormentada. Enfocada en la dicción y en el lucimiento del tercio alto, le faltó algo de ese lirismo que el papel también agradece. Aprovechó bien su “Canción a la luna” incluso situada en una postura de contorsionista, pero durante el resto de la representación se convirtió en una secundaria en su propia obra, doblegada a la fascinante potencia de la escena. Más allá de su voz, hay que aplaudir la expresividad física mostrada en todo en ese segundo acto el que su deseo la fuerza a permanecer muda. 

Frente al carácter sobrenatural de resto del reparto, el príncipe, interpretado por el prometedor tenor Evan LeRoy Johson ofrece una presencia eminentemente terrenal. Tiene una voz y una emisión solida en el centro, pero algo desvaída en el agudo. Las inmensas capacidades teatrales de Alexander Roslavet como el gnomo Vodník paliaron en parte las evidentes carencias de proyección; sus amenazas sonaron siempre demasiado lejanas. Del resto del reparto conviene destacar el tono ácido, tanto en el timbre como en el discurso, de Patricia Bardon como la bruja Ježibaba. En el foso, la batuta, la batuta de Robin Ticciati acentuó el carácter cristalino y eslavo de la partitura. El arpa solista de la Filarmónica de Londres cautivó en cada aparición mientras un par de pifias del flautín nos recordaron que ninguna formación está libre de fallos.

El espesor onírico de esta producción cautiva por su imaginación y nos recuerda que hoy en día es posible realizar una magnifica ópera sin elementos revolucionarios ni provocadores. El talento y la imaginación de una directora empeñada en crear interferencias memorables en nuestra retina y la impecable factura que nos ofrece, así lo demuestran.

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