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De influencias y herencias: Los amores oscuros de Palomar

Barcelona. 20/11/21. El Auditori. Obras de Enric Palomar y Prokófiev. Marco Mezquida, Carles Marigó, pianos. Lidia Vinyes-Curtis, mezzosoprano, Pere martínez, cante. OBC. Josep Caballé director.

Hay que remontarse a principios de noviembre de 2017 para rememorar la última catarsis entre el compositor Enric Palomar (1964) y el Auditori, que en aquella ocasión vio la luz de su singular e imponente Réquiem por el cantaor de los poetas en homenaje al célebre Enrique Morente. Así pues, los días 19 y 20 de noviembre se dio la ocasión de estrenar otro encargo comisionado al badalonés: Tres amores oscuros, sellado y escrito con su habitual mano para la simbiosis entre el mundo flamenco y el sinfónico. Un año y medio de trabajo han valido para edificar otra obra densa y pasional, no solo con referencias a la cultura española, sino que se nutre directamente del imaginario de Federico García Lorca; un tríptico convulso y frenético sobre “unos amores que se llevan por delante los convencionalismos e incluso la vida”, en palabras de Josep Barcons. 

La Ciudad Condal acogía así un esperado regreso de un compositor local y ecléctico, en el que las influencias centroeuropeas conviven con herencias del maestro de Falla y la tradición ibérica. Palomar, afincado en Berlín desde hace años, se ha reencontrado con algunas de las caras de su confianza, como el cantaor Pere Martínez o el mismo Josep Caballé a la batuta, habitual director de sus obras.

En Tres amores oscuros, Palomar plantea una obra coherente, donde los contrastes tienen lugar a pequeña escala en lugar de en lo estructural. Está marcadamente seccionada a lo largo de sus tres movimientos siguiendo un esquema común donde la instrumentación notifica las secciones y el texto vertebra el discurso musical. Es interesante que castañuelas y panderetas anuncien –incluso de forma tan notoria– dichas secciones, evocando lo folklórico y lo popular a las estrofas de Lorca en relación a los puntos climáticos de cada uno de estos “amores oscuros”. El compositor explica cómo el tratar de asignar un piano a cada cantaor solucionó el reto de la instrumentación, evitando por un lado el virtuosismo pianístico y el acompañamiento más “tradicional” por otro. Palomar evita en este tríptico el caer en clichés o modismos flamencos evidentes, imprimando especialmente ese “aire” hispánico en el plano vertical –sobre todo en las cuerdas– y en acordes y clústeres armónicos suspendidos en el tiempo y en el verso. 

Caballe Palomar OBC b

Un tormentoso comienzo da paso a una ascendente soprano en los primeros compases del Canto primo, en el que Martínez retoma el canto para recrear el trágico final de las lorquianas Bodas de sangre (1933). Destacó la retórica de algunos momentos, como el uso del col legno para imbuir una “escopeta” en el discurso musical y el desgarrador desenlace de la segunda parte. En Canto secondo, una música de estrofas y pausas articula un discurso en el que los pianos adquieren notoriedad adornando contornos complementarios y energía rítmica de forma progresiva para evocar un aquelarre con pinturas de Goya en el trasfondo. El tercer movimiento, de carácter quizá más narrativo, destacó por su agitación central donde una pasión incestuosa engulle poco a poco a Thamar y a Amnón. Palomar empapa la partitura con multitud de detalles sonoros, como glissandi descendientes al piano –destacando el “escalofrío” del texto en las cuerdas– y otros efectos en los metales. Especial mención a la asociación de maderas, metales y percusión, y a esas campanas tubulares marcando “la hora” bajo la luna. Un clúster “abierto” en las cuerdas apaga lentamente la obra, casando bien con la huida –y muerte– de Amnón” y drenando la tensión de este movimiento y los anteriores. Sobre el escenario, Una espléndida Lidia Vinyes-Curtis y unos imbatibles Carles Marigó y Marco Mezquida a los pianos ofrecieron una actuación sin fisuras aparentes bajo la dirección de un Caballé que pareció saberse la partitura desde siempre.

Ya sin pareja de pianos y tras la pausa, el director retomó su batuta guiando al auditorio a través de la suite de Cenicienta –, compuesta por Serguei Prokófiev a principios de los años cuarenta. Algo más cómoda, la OBC recorrió sin sorpresas esa inacabable imaginación que el ruso volcó en una partitura repleta de gracia, rimbombancia y melodías traviesas. En definitiva, una obra adecuada para contrastar el peso y densidad de la primera parte, en la que ni Palomar ni Caballé perdieron su zapato de cristal. 

Fotos: © May Zyrcus