© Wiener Staatsoper | Michael Pöhn
Un drama humano
Viena. 01/11/2025. Wiener Staatsoper. Mozart: Don Giovanni. Mattia Olivieri (Don Giovanni). Philippe Sly (Leporello). Adela Zaharia (Donna Anna). Donna Elvira (Bogdan Volkov). Anita Monserrat (Zerlina). Andrei Maksimov (Masetto), etc. Christoph Koncz, dirección musical. Barrie Kosky, dirección de escena.
Entre las tres colaboraciones inmortales de Mozart y Lorenzo da Ponte, Don Giovanni (1787) ocupa un lugar único: ni la elegancia de Le nozze di Figaro ni el ingenio teatral de Così fan tutte alcanzan su mezcla tan vertiginosa de comedia y tragedia. Subtitulada dramma giocoso, la obra encarna el gran mito del libertino —el hombre que desafía todas las leyes, humanas y divinas—, pero lo hace con una hondura psicológica que trasciende la moral ilustrada de su tiempo.
Estrenada en Praga n 1787,Don Giovanni se ha convertido, más que en un título, en una pregunta abierta sobre los límites del deseo y la culpa. Cada generación la reinterpreta: unas veces como espejo del hedonismo, otras como parábola sobre la soledad y el castigo. En el escenario de la Wiener Staatsoper, esta dialéctica entre placer y abismo encontró, bajo la mirada del director de escena Barrie Kosky, un espacio visual y emocional donde el mito se despoja de su máscara y revela su auténtico rostro: el del vacío interior.
El infierno interior de Don Giovanni
Lejos de los decorados suntuosos y de las recreaciones de época, la escenografía se sitúa en un territorio ambiguo, casi abstracto, que parece surgir del subsuelo moral del protagonista. Katrin Lea Tag presenta un paisaje pétreo, oscuro, de superficies irregulares y pendientes, una especie de cráter donde los personajes se deslizan —literal y psicológicamente— hacia su propia ruina. No hay arquitecturas ni salones; el escenario es una mente abierta, un espacio interior donde todo se revela y nada se refugia.
Así vez, y desde el inicio, Kosky renuncia a la idea del seductor elegante para ofrecer a un Don Giovanni instintivo, desbordado, casi dionisíaco, cuya energía destruye tanto como atrae. No hay placer consciente ni cálculo: el personaje se mueve entre lo erótico y lo autodestructivo, como un animal mitológico fuera del tiempo. “No intentes ser sexy”, se dice que pidió Kosky a su intérprete en los ensayos, y ese mandato define toda la estética de la producción: el deseo no como artificio, sino como desgarro.
La iluminación de Franck Evin, de una sobriedad inquietante, transforma el escenario en una sucesión de claroscuros casi pictóricos. Cada foco delimita zonas de verdad o de engaño; los personajes aparecen y desaparecen como sombras teatrales, atrapados en un juego donde el poder cambia de manos sin cesar. Il Commendatore emerge literalmente de la oscuridad, como una voz de ultratumba que parece brotar de la piedra, y el final —ese descenso simbólico— deja de ser un castigo sobrenatural para convertirse en una absorción inevitable por el propio terreno: Don Giovanni tragado por su propia materia.
También los trajes, de época indefinida —mezcla de burguesía moderna y ecos dieciochescos— refuerzan la sensación de atemporalidad. No se trata de actualizar la historia, sino de suspenderla: de mostrar que el mito del libertino no pertenece a ningún siglo, sino a una condición humana perpetua.
Koskydecide jugar con los contrastes entre humor y horror, entre ligereza mozartiana y densidad existencial. Los momentos cómicos —sobre todo los de Leporello— no alivian la tensión, sino que la subrayan: en su grotesca complicidad se percibe el vacío moral del conjunto. Todo fluye en un equilibrio inestable donde la risa y la condena coexisten. En esta lectura, la obra de Mozart y Da Ponte deja de ser dramma giocoso para revelarse como dramma umano, donde se destaca la movilidad estudiada de todos y cada uno de los personajes.
Sin embargo, al prescindir de espacios reconocibles -no hay castillo ni banquete, solo un paisaje de ruinas interiores donde el deseo se confunde con la muerte– así como de signos sociales concretos, la escena también diluye la crítica de clase que late en el libreto de Da Ponte: el choque entre amos y criados, nobles y plebeyos, se disuelve en una atmósfera atemporal donde todos parecen víctimas del mismo mal. Es una opción legítima, pero que resta una dimensión teatral importante, especialmente en los dúos y ensembles, donde esa jerarquía era motor de tensión y comicidad.

Dirección musical y carácter interpretativo
Bajo la batuta de Christoph Koncz, la orquesta de la Wiener Staatsoper -todo un lujo de agrupación - abordó la partitura con gran nitidez y tensión musical. La obertura fluyó con buen vigor, quizá un tempo algo más ágil de lo convencional para permitir entrar en la atmósfera inquietante del drama. Los recitativos se canalizaron con flexibilidad, los silencios tuvieron peso, los diálogos se escucharon claramente, y se acompañó a los cantantes en todas las arias de manera ajustada, lo que favoreció la inteligibilidad del texto de Da Ponte.
El conjunto orquestal mostró particular pericia en los pasajes de cuerda grave y viento madera, como en la gran entrada de Il Commendatore donde emergió con un color oscuro, casi de profecía. Los momentos cómicos de Leporello y Zerlina-Masetto fueron tratados con chispa, aunque sin perder dignidad musical. Mi única -y muy ligera objeción- concierne a la articulación de los vientos en momentos de polifonía densa pues hubo instantes donde las líneas se mezclaron ligeramente, perdiendo la precisión que la acústica de la sala exige.
En el plano general, la dirección musical de Koncz entiende Don Giovanni como un drama moral más que como un divertimento superficial. No se rehúyen los contrastes, las dinámicas violentas (o al menos incisivas) están ahí, y el equilibrio entre tensión y ligereza se mantiene de manera soberbia.

Interpretación de los personajes y dimensiones vocales
El reparto de esta producción encontró un notable equilibrio entre solidez vocal y coherencia dramática. En el centro de la escena, Mattia Olivieri construyó un Don Giovanni de gran presencia física y dominio escénico. Su timbre ligeramente oscuro y bien proyectado llenó la sala con naturalidad, y su control gestual —esa mezcla de arrogancia y ligereza— resultó especialmente eficaz en los momentos de mayor energía, como en el célebre brindis “Fin ch’han dal vino” o en el duelo final con el Comendador. Sin embargo, en los pasajes más íntimos —el diálogo con Donna Anna en el primer acto, por ejemplo— se echó en falta un mayor juego de matices, una voz más interior que trascendiera la pura proyección teatral. Aun así, su lectura se integró con precisión en la visión escénica de Barrie Kosky, que subraya el carácter obsesivo y físico del libertino.
Philippe Sly, en el papel de Leporello, ofreció quizá la interpretación más completa de la noche. Su equilibrio entre comicidad y hondura emocional permitió ver en el criado algo más que un contrapunto humorístico. En “Madamina, il catalogo è questo”, su fraseo fue atrevido y con articulación nítida, ironía contenida y un control escénico admirable. Sly dotó a Leporello de un rostro humano, con un punto de cansancio moral que armoniza con la visión más sombría que Kosky propone del servilismo y la dependencia. Si su voz fuera de mayor proyección y calidad, sería desde luego una interpretación de antología.
La Donna Anna de Adela Zaharia destacó por su firmeza y autoridad vocal. “Or sai chi l’onore” fue un ejemplo de técnica y convicción, con emisión clara y dramatismo sin exceso. En el agudo, sin embargo, la voz perdió algo de densidad, quizá por la acústica amplia del escenario, que reclamaba un color más redondo. Su caracterización, no obstante, resultó coherente con una Anna decidida, menos víctima que fuerza activa del drama.

Por su parte, Bogdan Volkov dibujó un Don Ottavio de elegancia y estilo refinado. Su legato, su fraseo y su atención al detalle lo confirman como un mozartiano de primer orden. “Il mio tesoro” fue, pese a un cierre algo difuso en el pianissimo final, un ejemplo de musicalidad depurada. Escénicamente, su personaje quedó algo diluido en comparación con las personalidades más rotundas del elenco, aunque quizá su discreción también puede leerse como un contrapunto de serenidad en el torbellino moral que lo rodea.
Tara Erraught, como Donna Elvira, aportó un tono más terrenal, más visceral. Su interpretación conjugó con acierto la pasión, el resentimiento y la vulnerabilidad del personaje. En los momentos de mayor tensión, su instrumento mostró cierta rigidez en el agudo, pero compensó con una expresividad que convirtió cada aparición en un conflicto vivo entre el amor y la venganza. Su Elvira, lejos del histrionismo, resultó creíble y emocionalmente intensa.
El dúo formado por Anita Monserrat (Zerlina) y Andrei Maksimov (Masetto) aportó el contrapunto de frescura y ligereza necesarios para aliviar el tono sombrío del conjunto. Monserrat mostró agilidad, coquetería y una naturalidad escénica contagiosa, aunque en algunos pasajes su timbre habría agradecido un mayor peso en la sala. Maksimov, por su parte, cumplió con solvencia, ofreciendo un Masetto honesto y bien equilibrado dentro del reparto.
Finalmente, Jan Martiník, como Il Commendatore, completó el cuadro vocal con un sonido cavernoso, profundo y perfectamente apoyado. Su breve pero crucial intervención en el prólogo marcó el tono trágico que recorre la ópera, y su regreso espectral en el final fue de una potencia teatral admirable. La voz de Martiník, proyectada desde la penumbra de la escena con una gravedad casi ritual, imprimió a la confrontación final una dimensión metafísica que Kosky aprovechó con gran intuición visual. Su presencia fue, más que un papel episódico, el eco moral que da cierre a toda la obra.
En suma, un elenco compacto, homogéneo y bien ensamblado en torno a la idea de Kosky: un Don Giovanni más humano y físico que demoníaco, donde las voces y cuerpos dialogan constantemente con la escena.

Don Giovanni, el abismo entre el deseo y la condena.
La función de esta noche logra integrarse de forma satisfactoria en la tradición de la Wiener Staatsoper: producción de altura, reparto internacional solvente, dirección musical atenta y escenografía moderna que apuesta por dar cuerpo a la ambigüedad moral del drama. La combinación de lo técnico (medición de tempi, precisión vocal, claridad orquestal) con lo evocador (espacio escénico de reflejos, juego de luz/sombra, carácter simbólico) resulta acertada y realmente funciona.
Aun así, la estilización escénica es en ciertos momentos tan fuerte que corre el riesgo de eclipsar la música. Cuando la puesta en escena se desliza hacia lo “modernísimo” sin red visible, el espectador melómano puede perder parte de la conexión emocional inmediata con la música de Mozart.
En lo vocal, aunque el reparto cumple con creces, hay momentos en que la sala exige voces aún más densas para el teatro grande. Desde el punto de vista dramaturgico-musical, la lectura de Koncz como “drama moral” más que “comedia ligera” me parece acertada; sin embargo, el equilibrio entre lo jocoso y lo grave es frágil, y en esta puesta a veces el peso del castigo parece compensar el juego más del seductor.
La noche vienesa concluye, inevitable, con ese final demoledor en que Don Giovanni es arrastrado al abismo. La platea parece expulsar el poder que acaba de contemplar, mientras la música se apaga con una frialdad que atraviesa el aire. Ese silencio —tenso, absoluto, casi religioso— se convierte en el verdadero protagonista del desenlace. La obra podría terminar ahí, dado que en él resuena no solo la caída del libertino, sino también la del mito que encarna: el del deseo que confunde libertad con dominio.
Y tal vez ahí radique la vigencia de Don Giovanni, en recordarnos que el seductor de ayer y el de hoy no son figuras del pasado, sino reflejos persistentes de una fascinación humana por el exceso y la transgresión, el mundo del “todo vale”. Ese espejo al que Mozart nos obliga a mirar no devuelve solo el rostro del protagonista, sino el de una sociedad que sigue tentada por su brillo. En esta versión vienesa, el espectáculo no juzga ni absuelve; simplemente sostiene el espejo con una elegancia implacable, hasta que el espectador decide si atreverse —o no— a mirarse en él.

Fotos: © Wiener Staatsoper | Michael Pöhn
