Leonard Bernstein

Leonard Bernstein, un americano del Renacimiento, a los 100 años de su nacimiento

Hay unos pocos agraciados que nacen con el genio para destacar en un área determinada y pasar a la posteridad por sus creaciones. A Leonard Bernstein la fortuna le tocó por partida múltiple, la palabra polifacético se le quedó corta: director, compositor, pianista, profesor, autor de teatro, figura mediática, escritor, divulgador; la lista podría continuarse con sólo adentrarse un paso más en su prolífica biografía. En estas fechas se cumplen cien años de su nacimiento, un momento adecuado para revisar algunos aspectos de la singular vida del que la revista Time llamó “El hombre del Renacimiento”.

“¿Me producirá un orgasmo?” 

En Estados Unidos es una figura venerada. En un país que siempre había mirado a Europa con complejo de inferioridad en lo que a alta cultura se refiere, Bernstein le dio a sus compatriotas la oportunidad de tener un director reconocido a nivel mundial que podía medirse sin problemas frente a los grandes maestros germánicos e italianos. 

Tras una formación con nada menos que Gershwin y Copland -con quien desarrolló una íntima relación personal- la suerte llamó temprano a su puerta. Tenía tan solo 25 años y sucedió tal como suele suceder en las películas de Hollywood, con una sustitución de última hora; pero a lo grande, al frente de la New York Philharmonic y reemplazando al célebre Bruno Walter. El éxito fue total e inmediato, millones de personas escucharon el concierto por la radio y el New York Times colocó al protagonista en primera página. Era 1943 y la guerra hacía necesarios héroes nacionales, también en las artes.

Más tarde fue propuesto como director residente de una gran orquesta, Boston, pero se le rechazó por ser “demasiado judío, demasiado americano y demasiado homosexual”. En el mundo de la clásica, Bernstein parecía encarnar el sueño húmedo de un discriminador en serie. Su revancha llegó cuando en 1957 tomó posesión del podio de Nueva York y acabó con el dogma que decía que los americanos no podían ser directores de sus propias grandes orquestas. Con la New York Philharmonic comenzó una de las grandes colaboraciones de la historia de la música, de la que salieron cientos de grabaciones, muchas de ellas de referencia.

Los que asistieron a sus conciertos y tocaron con él, relatan su capacidad para seducir inmediatamente a público y orquesta; para fusionar en su persona la emotividad de todo el acontecimiento. Sus movimientos eran exagerados y sus detractores le acusaron de histriónico y de exceso de protagonismo. Una descripción más apropiada sería decir que Bernstein se dejaba poseer por la música, llegando a un trance que multiplicaba la espiritualidad y sensualidad a su alrededor. Es imposible recrear esa sensación en diferido -esa es la grandeza y la maldición de los acontecimientos- pero podemos hacernos una buena idea asomándonos a un canal de video y contemplando el finale de su Resurreción con la London Philharmonic Orchestra. Al observarle, su afirmación de querer dirigir como para alcanzar un orgasmo parece desconcertantemente literal.

“Nunca creí que pudiera ser así”

“No quiero pasarme la vida como Toscanini, repitiendo una y otra vez las mismas obras” afirmó en una ocasión; y no lo hizo. Dedicó constantes esfuerzos a la interpretación de autores contemporáneos y a la composición de sus propios trabajos. Existe el eterno debate de qué es música popular y qué es música culta, y si su diferenciación es tan solo un puro prejuicio. Bernstein respondió a la cuestión un modo práctico, dedicándose a unas y a otras, y edificando constantes puntos de unión entre ellas. Hablando a la manera neoyorquina, unió Broadway con el Carnegie Hall. 

Sus influencias fueron sus propias raíces judías y rusas, y en el característico sonido Bernstein se pueden reconocer a Britten, Shostakovich, Gershwin y Copland. Sus obras sinfónicas se adentran en terrenos complicados, como en su...

LEE EL ARTÍCULO COMPLETO POR SÓLO 6€ EN NUESTRA EDICIÓN IMPRESA