Vuelo rasante
Barcelona. 04/02/2019. Palau de la Música. Ibercamera. Obras de Bach y Piazzolla. Orquesta de Cámara de Múnich. Dirección: Daniel Giglberger. Eric Siberger, violín.
De la mano de Ibercamera ha llegado al Palau la Orquesta de Cámara de Múnich con su concertino al frente, Daniel Giglberger y un solista de excepción, el joven violinista Eric Silberger. El programa, de carácter ecléctico, proponía obras de Bach, Barber, Piazzola y Tchaikovsky. En principio, el orden de las piezas tenía una lógica musical indiscutible, empezando con el famoso Adagio del compositor norteamericano y culminando la primera parte con las Estaciones porteñas del argentino, mientras en la segunda, Bach debía abrir el camino a la Serenata de Tchaikovski, de claras resonancias rococó.
Finalmente, esta estructura se modificó y la primera parte tuvo el protagonismo absoluto del solista, que interpretó primero el Concierto para violín en La menor, de Bach y seguidamente la obra de Piazzola, dejando así la segunda parte exclusivamente en manos de la orquesta. Cierto es que la influencia barroca, con las constantes referencias a Vivaldi, de las Estaciones justificaba, desde un punto de vista musical, la inversión del programa, pero este cambio propició la sensación de presenciar dos conciertos independientes.
En la primera parte brilló Silberger, con una autoridad técnica apabullante, un fraseo de gran categoría. Bien amarrado al suelo, el sonido de su instrumento surge potente, brillante, pero también delicado y aterciopelado cuando se tercia. Dejó detalles de una musicalidad extraordinaria en la obra de Bach, especialmente en un segundo movimiento en el que, más allá del virtuosismo demostrado en primero y tercero, se requiere fraseo exquisito y musicalidad impecable, aspectos en los que mostró una talla artística indiscutible. Lástima que el acompañamiento orquestal fuese en exceso funcionarial, con poca personalidad y articulación un tanto anticuada, sobre todo teniendo en cuenta los parámetros interpretativos actuales.
En claro contraste, las Estaciones porteñas requieren de un lenguaje interpretativo muy distinto. Escritas originalmente para un conjunto de cinco instrumentos - bandoneón, violín, piano, guitarra eléctrica y contrabajo - es obra que requiere de un cierto “espíritu canalla” a la par que poético, de una rotundidad en esos ostinati tangueros tan característicos a los que la orquesta, y en cierta medida el solista, se mostraron un tanto ajenos. La Primavera porteña fue el paradigma de la excesiva domesticación del arrabalismo de Piazzola. Un ejemplo claro fueron las frases, tan bellamente ejecutadas, en cuanto a sonido, por el cello como faltas del arrebato lírico consustancial al autor. Los tímidos ostinati de los violines e, incluso, algunos problemas de conjunción con el solista, lastraron inevitablemente una interpretación en la que Silberger mostró, una vez más, momentos de calidad y frases de un lirismo de altos vuelos. El violinista se despidió con una exhibición técnica como propina, el Capriccio nº 1 de Paganini.
En la segunda parte el protagonismo lo tuvo el otro Berger, en este caso Daniel Giglberger, concertino de la orquesta, quien en todo momento trató de arrastrar, desde el primer atril, a un conjunto en exceso acomodado al que le faltó tensión y garra durante todo el concierto. Los esfuerzos de Giglberger de espolear a sus compañeros se vieron más recompensados en algunos pasajes de la Serenata de Tchaikovsky que en la anodina versión del archiconocido Adagio de Samuel Barber, procedente de su cuarteto de cuerdas y al que el autor americano volvió, revisando la obra para diversos formatos, una y otra vez.
La Serenata del autor ruso tuvo momentos brillantes, en los que parecía que la orquesta iba a alzar definitivamente el vuelo, con pizzicati de ejecución precisa y pianissimi pulposos y expresivos, pero a pesar de los esfuerzos de un excepcional Giglberger, el despegue nunca acabó de llegar y el vuelo, durante toda la obra, no pasó de rasante.