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Jaume Aragall: "Soy consciente de ser una leyenda"

El encuentro con Jaume Aragall se produce una soleada tarde en Las Ramblas barcelonesas, muy cerca del teatro donde vivió y compartió algunas de sus noches más mágicas. “Si cierro los ojos, aún puedo recordar perfectamente el olor del viejo Liceu, esa mezcla de perfume y teatro antiguo”, decía en una entrevista anterior. Y no hace falta cerrar los ojos para recordar uno de los timbres, una de las voces más hermosas que ha dado la ópera del siglo XX.

Se le ve ágil y feliz. Nadie diría que en los próximos días va a cumplir su 80º aniversario. Evidentemente, tras los saludos de rigor, los primeros comentarios van dirigidos al último resfriado que le ha tenido en reposo los últimos días. Un tenor siempre es y será un tenor. Sentados ya cómodamente en el bar de un hotel, y para romper el hielo, buscamos nexos de unión, puntos en común, incluso familiares.

Me acuerdo mucho de tu abuelo. De hecho, él estuvo presente en una de las primeras audiciones que hice en un piso en Barcelona, cuando yo era muy joven. Recuerdo perfectamente que yo canté "A te, o cara" de I puritani, y que él comentó: "Si este chico tiene la cabeza amueblada, llegará muy lejos". Es algo que yo también pienso cuando escucho a alguno de mis alumnos. Porque para hacer una carrera como cantante no es suficiente con tener voz, hay que ser inteligente.

Estos recuerdos en común abren la caja de pandora y Jaume Aragall se sumerge en los inicios de su carrera. Unos inicios que merecerían una película al estilo El gran Caruso, protagonizada por Mario Lanza.

¡Ah, El gran Caruso! Creo que la vi como ochenta veces esa película. Era maravillosa. Y creo que muchos cantantes de mi generación empezaron a cantar por esa película.

Sin duda fue una película influyente, ¡Josep Carreras también la menciona siempre!

Sin duda lo fue. Yo ya había hecho algunas pequeñas apariciones en el Liceu, antes de ir a Italia. Había cantado el Arlecchino de Pagliaci, por ejemplo, o el sposino, de Lucia. Y gracias a un concurso que gané en Bilbao recogí un poco de dinero y me fui a Milán con toda la inconsciencia de la juventud. Casi sin dinero, en una ciudad desconocida sin alojamiento y poca ropa. ¡Y hacía un frío terrible! Cuando llegué estaba todo nevado y me ponía capas y capas de jerséis. Gracias a unos señores que encontré en el tren, muy amables, pude dormir la primera noche en un colchón en el suelo de una iglesia cercana a su casa.

Parece una película neorrealista italiana…

Durante los siguientes quince días no podía prácticamente salir a la calle por la nieve y el frío. Fue un año, el 62, de mucho frío. Además, yo no sabía italiano, más allá de las arias de ópera, lo cual lo hacía todo más complicado. No sé si sabes que, en Italia, cuando descuelgan el teléfono dicen “pronto”. Y yo interpretaba que debía ir rápido, y entre eso y que funcionaba por fichas que el teléfono se iba tragando a gran velocidad… Al fin un día pude contactar con el que sería mi profesor en Italia, Carlo Badiali. Yo iba recomendado por otro tenor al que había conocido, Bruno Prevedi. Cuando llegué a casa del profesor, se sentó a escucharme mientras una pianista me acompañaba y a los pocos compases la pianista soltó un: ohhhh!!! Mientras Badiali, discretamente, la hacía callar. Supongo que no quería que se me subiesen los humos.

La llegada a Italia es de novela, pero también sus primeros pasos profesionales.

Al cabo de unos meses me presenté al Concurso de Bussetto. Recuerdo que a mi profesor le dijeron que no me presentase, que el premio ya estaba dado. Cuando salí a cantar en la primera ronda no había nadie en aquel pequeño teatro de Bussetto. Y cuando digo nadie quiero decir nadie, ¡ni el jurado! Empecé mi aria y, al cabo de unos segundos, las puertas de los palcos se fueron abriendo una a una. Fue muy emocionante. Y gané ese concurso.

Y a partir de ahí se suceden los debuts en Italia de manera vertiginosa.

Si, primero debuté en Italia con Gerusalemme, de Verdi, en La fenice de Venecia, con una compañía maravillosa y para la temporada siguiente, me contrataron como cover ni más ni menos que de mi gran ídolo, Giuseppe di Stefano, para la Prima de La Scala con L’amico Fritz de Mascagni, con la joven, aunque ya conocida, Mirella Freni. Y un buen día, me llamaron para un ensayo escénico y me dijeron que al día siguiente cantaría yo. Pocos meses después cantaría allí mi primer Rodolfo de La bohème.

Y así empezó una fructífera y trascendental relación con La Scala de Milán…

Aquellos años en La Scala fueron maravillosos. Ahí coincidí con Di Stefano, pero también con otros cantantes, como Del Monaco o Franco Corelli, que era una persona maravillosa y un cantante de una enorme auto exigencia. Recuerdo que, en cierta ocasión, antes de empezar el último acto de una ópera, dijo que no iba a salir, que estaba mal de voz y quería cancelar. Yo estaba en el teatro y me encontré a su esposa y ella me dijo: Ve a hablar con ese loco, que no quiere salir a cantar. A ti te hará caso. Fui a su camerino, le estuve hablando un rato y le convencí. No hace falta que te diga que hizo un último acto espléndido.

¿Sufría lo que se denomina el track escénico?

No, es una cuestión de autoexigencia. Cuando todos consideran que eres el número uno la presión es enorme porque debes estar siempre al cien por cien y eso es muy difícil.

Volvamos a La Scala…

En aquellos años en La Scala había un equipo musical extraordinario, tanto a nivel de pianistas repetidores como apuntadores y directores de orquesta. En aquel momento estaban Antonino Votto, Giannandrea Gavazzeni y jóvenes como Claudio Abbado o Carlos Kleiber. Y también conocí a Karajan, claro.

¿Qué tal fue su relación con un personaje tan singular como Carlos Kleiber?

Sí que era un tanto singular, pero yo tuve buena relación con él, excepto un día, en una producción de La traviata, que se enfadó muchísimo conmigo porque cogí un resfriado y no pude ensayar.  Pero sus hijos eran admiradores míos y tras una función de Madama Butterfly en Múnich me invitó a cenar a su casa, algo no muy habitual en Kleiber. Los resfriados a menudo juegan malas pasadas. Me pasó también con Karajan, cuando estaba ensayando Il trovatore en Salzburgo. Hice todos los ensayos, y al final me resfrié y no pude hacer las funciones. Las acabó haciendo Franco Bonisolli.

¿Y con Claudio Abbado?

Abbado era joven pero ya mandaba, no te creas. Con él hicimos aquella producción tan fantástica de I Capuleti e i Montecchi, de Bellini, con Renata Scotto y Luciano. Luciano, como Tebaldo, estaba espectacular. Abbado me dio el personaje de Romeo, que normalmente lo canta una mezzosoprano, y me defendió ante un grupo o un comité de huelguistas italianos que decían que el papel lo debía hacer un italiano. Abbado les contestó: Estoy de acuerdo siempre y cuando me traigáis a uno tan bueno como este. Además, Abbado se reía mucho con las bromas que gastábamos Luciano y yo. Con Abbado hice también Lucia di Lammermoor, pero a finales de los 60 yo tuve algunos problemas técnicos, relacionados con la copertura.

Un tema siempre complejo y discutido el de la cobertura en el pasaje de la franja central al registro agudo.

Siempre había tenido una técnica de copertura muy natural, cubrir sin que se note, pero mi profesor, Badiali, me hizo cambiar algunos conceptos técnicos, por ejemplo, empezar a cubrir en una franja muy central. Todo ello hizo que pasase un período difícil que tuve que solucionar yo solo y sin dejar de cantar, algo realmente difícil, pero lo conseguí. Aunque me alejé un poco de La Scala, no paré de cantar, especialmente en el Met de Nueva York, o en San Francisco, un teatro y una ciudad que adoramos, tanto mi esposa como yo. En San Francisco canté todo mi repertorio, durante 23 temporadas ininterrumpidas.

Sin duda, esa manera de cubrir tan natural en Aragall es uno de los secretos de su técnica y de un timbre que no ha perdido, con el paso de los años su enorme belleza.

El timbre nunca se pierde, se pierden otras cosas, claro, pero el timbre no. El tema de la cobertura es complejo. La voz debe estar siempre libre, pero cada voz es distinta. Hay cantantes que, de forma fácil y natural, cubren en el pasaje, como Pavarotti. Y esas notas le suenan muy bonitas, pero a mí no me funcionaba, y menos cuando la voz fue ganando volumen, hacia los 26 años.

He presenciado algunas de sus clases maestras, y me da la sensación que disfruta mucho con ellas. Además, es usted muy cercano con sus alumnos.

¡Sin duda! Me encanta dar clases y ayudar a la gente. Sacar lo mejor de ellos, y para conseguirlo es necesario que estén relajados. Si no lo están, es difícil sacar algo positivo.

En estas clases usted insiste mucho en la intención y concentración en el fraseo para mantener la posición de la voz, a diferencia de otros colegas que, quizás, ponen más énfasis en la resonancia en la máscara (véase Alfredo Kraus) o en el control del aire a través del diafragma (véase Montserrat Caballé).

En realidad, creo que todos decimos lo mismo. Es verdad que Alfredo, en este sentido, era más radical, más exagerado, pero la base para todos es la misma: la voz adelante, sin cambios de posición, buscando la igualdad de color y un sonido redondo, sostenido por el control del aire a través del diafragma lo cual permite la relajación del cuello. Todo es importante y debe ir junto. A veces difiere el modo de explicarlo, pero el objetivo es el mismo. También es muy importante la intención en el fraseo y la concentración cuando cantas. No hay ninguna nota ni ninguna palabra que no sea importante cuando cantas. Por eso, la fluidez y la continuidad en el sonido son básicos. Proyectar la voz hacia delante, ¡como Luciano! A veces me encuentro con cantantes jóvenes a los que la voz les baila, no está bien sostenida. En esos casos, es difícil corregir un problema de base.

En cuanto a su repertorio, ¿cuál es el rol con el que más se ha identificado y el que nunca cantó y le hubiese gustado?

De los que he cantado, no sé qué decir… He hecho muchos…Belllini, Donizetti, Verdi, Puccini, el repertorio francés, que siempre me ha gustado...

Pensé que me diría Rodolfo o Cavaradossi…

Puede ser, aunque son muy distintos. Con Rodolfo siempre lloro en la escena final, es inevitable. También me emocionaba con Werther, cuando abandona la casa de Charlotte... El que me hubiese gustado hacer y nunca hice fue Andrea Chénier.

¿Y por qué no lo hizo?

No sé, en aquel momento pensaba que no tenía la voz adecuada para hacerlo. ¡Pero es un papel que me encanta!

Creía que, como la mayoría de tenores, me diría Otello.

Uff no, ¡Otello no! Y me hubiese gustado mucho cantar I puritani. Nunca canté la ópera completa.

¡Pues lo que nos hemos perdido! ¿Es consciente que es usted una leyenda del mundo de la ópera?

(Me mira con cierto rubor y esa mirada pícara suya tan característica) Si, en cierto modo sí.

Foto: Antoni Bofill.