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Viva la morte insiem! 

En el año 1889, un jovencísimo compositor italiano de nombre Umberto Giordano probaba fortuna en el concurso de composición de ópera organizado por la editorial Sonzogno, principal rival de la gran casa Ricordi. La ópera presentada por Giordano llevaba por título Marina, una obra en un acto que nunca llegó a estrenarse. Obtuvo un digno sexto puesto (de un total de setenta y tres), mientras que el primer premio iba a parar a Cavalleria Rusticana de Pietro Mascagni. El éxito de ésta produjo una euforia entre los compositores italianos que daría lugar a una oleada de obras de rasgos similares, entre las cuales cabe destacar Pagliacci, de Ruggero Leoncavallo.

Estos rasgos, heredados de la escuela literaria italiana identificada como verista, incluyen, principalmente, la ubicación de la obra en época contemporánea y en escenarios de carácter popular (entornos rurales, bajos fondos de las ciudades italianas); así como la caracterización de los personajes de la forma más realista posible, lejos de idealizaciones y mostrando sus pasiones de forma exacerbada. Todo ello surgía como una reacción al romanticismo y a su Grand Opéra, cuyos temas de carácter histórico y mitológico quedaban ya muy lejos a un público que empezaba a demandar un mayor realismo.

Cuánto queda realmente de esto en Andrea Chénier, ópera comunmente considerada como una de las cumbres del verismo, es algo que cabe preguntarse. La respuesta está, sobre todo, en la música, que en esos años había sufrido asimismo una transformación con respecto a la tradición italiana basada en el bel canto, a raíz de esta actualización de los temas y de los personajes. El requisito básico de verosimilitud provocaba la supresión de las escenas cerradas propias de la época belcantista, dando lugar a un continuo musical más propio del wagnerianismo y que supuso también la eliminación de fronteras entre aria y recitativo (como por otra parte ya sucedía en las últimas óperas de Verdi). De la misma manera, el propio canto se transformaba para poder contener unas pasiones que habían de expresarse de la forma más realista posible. El canto parlato se utiliza ahora de forma recurrente y la belleza de la linea vocal deja espacio a elementos antes impensables como el grito o el llanto.

De todo ello es exponente Andrea Chénier, ópera puramente verista en este sentido a pesar de su ambientación histórica y de la estilización de sus dos personajes principales, que no dejan de mostrar el refinamiento propio de la nobleza y la burguesía del XVIII francés. Y es que el filón popular de Cavalleria Rusticana no había tardado en agotarse. Los temas eran limitados y pronto los libretistas volvieron a buscar inspiración en temas históricos, ahora vistos desde la óptica del verismo. Fue el caso de Luigi Illica (hoy más conocido por ser junto a Giuseppe Giacosa el libretista de Tosca, La Bohème y Madama Butterfly), quien escribió su Andrea Chénier basándose libremente en la vida del poeta francés André Chénier, ejecutado durante el periodo del Terror por crímenes contra el estado. Todo apunta a que Illica no recurrió a ninguna obra anterior sino que el argumento es íntegramente de su invención, algo totalmente infrecuente en la época y en lo que fue todo un pionero. Sin embargo, sí que se documentó ampliamente sobre la vida y obra del protagonista, utilizando hechos verídicos para la construcción de una historia que, todo sea dicho, tiene más de ficción que de realidad. 

Estrenada el 28 de marzo de 1896 en el Teatro alla Scala de Milán, con Giuseppe Borgatti en el rol principal, la soprano catalana Avelina Carrera como Maddalena y el barítono Mario Sammarco como Gérard, la obra de Giordano e Illica supuso enseguida un gran éxito de público. El único, en realidad, de una temporada colmada de fracasos por la decisión de Sonzogno, entonces director del teatro, de excluir de la programación todas las ópera publicadas por su rival Ricordi. Y es que Giordano, a pesar de no conseguir el primer puesto en el concurso del 89, sí que había logrado un buen contrato con Sonzogno, que ofreció al compositor una paga mensual a cambio de su trabajo. A la fallida Marina siguieron Mala Vita (1892) y Regina Díaz (1894), esta última un fracaso que casi le supuso la rescisión de su contrato. Le salvó el favor de otro compositor, Alberto Franchetti, para quien Illica había escrito inicialmente el Chénier, y que tuvo el buen detalle de ceder a Giordano sus derechos sobre el texto. Así se dirigía al compositor en una carta fechada en Nápoles, el 20 de abril de 1894:

“Querido Giordano: sabiendo que tienes necesidad de un libreto, con placer te cedo mis derechos sobre Andrea Chénier, de Luigi Illica, por el que me deberás abonar 200 liras que he desembolsado a Illica por la exclusiva sobre el susodicho libreto. Te saludo cordialmente.” 

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Este gesto no solo salvaría el contrato de Giordano, sino que supondría el ascenso de éste a la fama y el reconocimiento, pues el éxito del Chénier superaría con creces el de todas sus obras anteriores (¿Qué lugar en la historia de la ópera tendría hoy Franchetti de no haber renunciado al libreto del Chénier y posteriormente al de ¡Tosca!?). El camino hasta el estreno no sería, sin embargo, fácil. Tan solo la presión de Mascagni permitió que la ópera fuera finalmente representada en La Scala, tras el veto del director artístico Amintore Galli, que la consideraba “irrepresentable”.

Musicalmente, Andrea Chénier es una ópera de efectos. Y no en sentido despectivo, pues sin lugar a dudas Giordano consigue sobradamente el objetivo de trasladar los hechos de la forma más realista y apasionada posible. Quedan ya superadas, por tanto, aquellas primeras opiniones de la crítica que subrayaban su falta de melodía, cuya importancia no es aquí tanta como la de la efectividad sonora. Quizá se le pueda achacar una falta de unidad en la calidad musical al nivel que conseguiría Puccini (compositor con el que Giordano es irremediablemente comparado), pero nadie puede negar la belleza de las melodías contenidas en algunos pasajes como los dos dúos de los protagonistas, la primera intervención de Chénier o su última aria, Come un bel dì di maggio; así como, por supuesto, esa conjunción de emoción, música y sensibilidad que es La mamma morta.

Ubicada entre 1789 y 1794, en plena revolución francesa, Andrea Chénier narra una emotiva historia de amor y sacrificio sabiamente integrada en un contexto histórico muy bien explotado a pesar de los anacronismos y las licencias que Illica se tomó en beneficio de su historia. Entre ellas habría que citar el hecho de que Chénier se encontrara en Londres y no en Francia durante los sucesos revolucionarios de 1789 y, por supuesto, la completa invención de los personajes de Maddalena de Coigny y Carlo Gérard (Si bien el nombre de Coigny sí se corresponde con el de una mujer que estuvo presa al mismo tiempo que Chénier, pero con la que no tuvo ninguna relación).

El primer acto, situado temporalmente en los preámbulos de la revolución, supone un fiel reflejo de la hipocresía imperante entre la nobleza francesa de la época. El hecho de que tanto la corona como la aristocracia derrocharan el poco dinero que Francia conservaba tras una profunda crisis económica y varios años de malas cosechas fue el principal desencadenante de los trágicos sucesos que iban a tener lugar. Así lo denuncia el criado Gérard al comienzo de la ópera (Son sessant’anni, o vecchio, che tu servi), así como Chénier en su primera intervención importante, el espectacular improvviso Un dì all’azzurro spazio, durante la fiesta a la que ha sido convidado en casa de la Condesa de Coigny y de su hija, Maddalena. La curiosidad que en él había despertado la joven se convierte en decepción cuando ésta se burla de él y han de pasar cinco años hasta que los dos protagonistas vuelven a encontrarse, en una situación muy diferente. La necesidad obliga a Maddalena a escribir a Chénier en busca de auxilio, al encontrarse sola después de que su madre fuera asesinada por los revolucionarios.

El reencuentro se produce cuando ambos están ya en la lista negra de Robespierre, naciendo entre ellos un amor más platónico que apasionado, al que se aferran como a una tabla de salvación. Gérard, convertido en cabecilla de la revolución, redacta una orden para arrestar al poeta, bajo el pretexto de “enemigo de la patria” (Nemico della patria). Una vez Chénier es apresado, Maddalena acude Gérard, quien revela su lado más oscuro al confesar su amor por la joven e intentar forzar a ésta a que le corresponda; si bien finalmente desiste, conmovido por el emotivo relato de Maddalena en su aria La mamma morta. Al no poder, pese a los intentos de Gérard, evitar la condena de Andrea, la propia Maddalena decide subir al cadalso junto al poeta, intercambiándose por una prisionera. La muerte se presenta ya como un destino deseado, ante la adversidad de una vida que solo habría de albergar miseria y sufrimiento.