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Españoles por el mundo

La escasa difusión que un hecho de tan singular relevancia como el reciente debut de la soprano Saioa Hernández en La Scala, inaugurando su temporada con el Attila verdiano –un hito que ninguna otra soprano de este país había alcanzado hasta ahora-, ha tenido en los principales medios nacionales no es ninguna novedad. Hace tiempo ya que las secciones de cultura de los periódicos y telediarios han claudicado ante las necias exigencias de la sociedad del espectáculo, más proclive al cultivo de polémicas estériles, cotilleos y banalidades varias que a fijarse en lo que realmente importa. Ni siquiera la circunstancia feliz de que el estreno scaligero se pudiera seguir en las pantallas de cine de medio mundo logró que una reseña del acto (no ya una crítica) apareciera al día siguiente en las páginas de referencia de la ausente prensa española, como sí ocurrió en cambio en la italiana (donde por cierto no se escatimaron elogios para la actuación de la cantante).

Y podrá esgrimirse: ¿por qué habría que dar aquí noticia de una ópera producida en Milán? Sin entrar a valorar ahora lo que significa actuar en la primma de La Scala –no es necesario, los informados electores de esta revista se hacen perfecta cuenta de la trascendencia-, ¿no es menos cierto que cualquier nuevo éxito del reggaetonero de turno, o incluso alguno de sus últimos exabruptos, adquiere la importancia de “acontecimiento planetario”, con titular a cinco columnas, en dichas páginas o en la sección reservada supuestamente a la cultura de los telediarios? 

Lo realmente inusual de este asunto no es el hecho en sí de la apertura del curso lírico milanés, situado siempre en el día del santo Ambrosio, sino la destacadísima participación en el mismo de una soprano madrileña que poco a poco se ha ido haciendo un hueco en las programaciones italianas, con compromisos de cierta enjundia, algo que en su propio país, además, solo había logrado muy al principio de su carrera en las temporadas de Sabadell y, más recientemente, inaugurando durante los dos últimos años la Programación Lírica coruñesa.

Llueve sobre mojado. Recuerdo la emoción de ver el Theatre des Champs Elysées puesto en pie como un resorte para ovacionar sin reservas, con ese entusiasmo de las grandes ocasiones, al tenor Celso Albelo tras su vibrante Arnold en Guillaume Tell, muy por encima del resto del francófono reparto. Una hazaña que sin exageraciones podría equipararse a las conquistas parisinas de Rafa Nadal en la Philippe Chatrier: por cierto, el triunfo de un español en Roland Garros es un hecho más cotidiano, por tanto menos excepcional y reseñable, que el de un artista de este mismo país con una de las cumbres de Rossini, en un rol de extrema dificultad, cosechado en el mismo templo sagrado de la música donde Stravinski estrenó La consagración de la primavera, y ante un público no menos cosmopolita que el del tenis, llegado de todas partes para escuchar una obra maestra de muy difícil programación por la casi imposibilidad de encontrar hoy un reparto que le haga justicia. ¿Acaso la gesta no merecía un hueco en le telediario del domingo, justo al día siguiente de la función, o al menos una gran reseña periodística, como los tantas veces glosados éxitos del mallorquín de la muñeca de oro? 

Lo mismo podría decirse de los recientes logros internacionales del  barítono Juan Jesús Rodríguez en Los Angeles (con ese Rigoletto que devolvió al público americano las sensaciones vividas en épocas pretéritas de los Tibbet, Warren o Merrill) y Marsella (donde puso a llorar al curtido Leo Nucci, director de escena esta vez, en el estreno), con el premio añadido de su regreso este mismo año al Metropolitan para cantar en Nueva York el maravilloso Ford de Falstaff que antes ya nos había regalado en A Coruña. Estos días, los dos mejores barítonos del mundo en tan exigente repertorio, el verdiano, son españoles (Álvarez y Rodríguez, andaluces para más señas) pero aquí nadie parece sacar pecho por ello.

¿Y qué decir de la cantera vocal española? Su salud es excelente, tanto como para albergar las esperanzas de una nueva Armada Invencible que en unos años nos remita a la última época dorada, la de los Kraus, Aragall, Carreras, Domingo, Berganza, Caballé, Gulín, Lorengar, Pons, … No cabe más que alegrarse con los recientes y continuados éxitos de Ruth Iniesta, Marina Monzó o Xavier Anduaga, quienes poco a poco, como sus mayores, van pisando con paso firme por la escena internacional, sin que aquí se les conozca más allá de pequeños círculos de personas bien informadas. 

Pero volviendo atrás, ¿fueron reconocidos en su día Pilar Lorengar o Ángeles Gulín, o hasta Victoria de los Angeles, con carreras equiparables o superiores a las de muchas cantantes foráneas de más fama, y con mayores ofertas de trabajo en los teatros de aquí (el papanatismo no es ninguna novedad)? Al gran Leo Nucci le gusta decir siempre que él no es un artista famoso, sino célebre. Bien, es cierto, pero entre los espejismos de la fama, en muchas ocasiones lograda gracias a las habilidades del márketing y el desconocimiento absoluto, la falta de visibilidad, el ninguneo con el que en España se desprecia a cantantes que fuera de aquí sí son tratados como se merecen, debería existir un término medio. 

No nos engañemos. En España la ópera sigue siendo sólo Plácido Domingo y pare usted de contar. Este país es así. ¿Cuestión de educación? Entonces solo podremos ir a peor, por fuerza del sistemático desmantelamiento de las Humanidades perpetrado, con nuestra complicidad (aquí no hay inocentes), por nuestra nefasta clase política, sin duda la mas lamentable y peor preparada de Europa.

 

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