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Operófilos anónimos

Berlín. 17/04/2019. Staatsoper Unter den Linden. Prokofiev: Esponsales en el monasterio. Stephan Rügamer, Andrey Zhilikhovsky, Aida Garifullina, Violeta Urmana, Bogdan Volkov, Anna Goryachova, Goran Juric, Lauri Vasar, Maxim Paster. Dir. de escena: Dmitri Tcherniakov. Dir. musical: Daniel Barenboim.

Permítanme que me presente. Me llamo Alejandro y soy adicto a la ópera desde hace más de diez años. Mi vida gira en torno a las nuevas temporadas, que aspero ansioso que se presenten para cuajar mi agenda de citas imprescindibles. Mi única obsesión es seguir a Kirill Petrenko hasta el fin del mundo, aun a sabiendas de que nunca podré entrevistarle (ningún artista se me resiste, pero este no concede entrevistas... es parte de su magia, supongo). De un tiempo a esta parte he intentado convertir esta adicción en una profesión y ahí vamos; parece que de momento funciona como tratamiento para encauzar esta patología y normalizarla. Mi doctor, quien padece por cierto en mayor grado la misma adicción que me aqueja, me ha prescrito ver al año menos de cien funciones de ópera, lo que yo considero verdaderamente residual, una minucia, algo casi insultante. Pero las adicciones hay que combatirlas con terapias de choque o se apoderan de tu vida, así que estoy haciendo un esfuerzo. 

Bromeo, pero lo cieto es que con esta introducción bien podría mimetizarme con uno cualquiera de los personajes de esta producción de la ópera Esponsales en el monasterio de Prokofiev, que Dmitri Tcherniakov reinventa con una genial propuesta en la Festtage berlinesa, gracias a un giro radical que logra hacer sostenible un libreto en realidad bastante mediocre, cuyos enredos dicen ya muy poco al espectador del siglo XXI (está basado en The Duenna de Richard Brinsley Sheridan, publicada en el siglo XVIII). El director de escena ruso abre la representación con un escenario único, una gran sala cuajada de filas de butacas como las de la propia Staatsoper de Berlín. Y en ella ocho personajes, digamos que en busca de autor como en el célebre texto de Pirandello. Tcherniakov convierte a los personajes de esta ópera en pacientes de una terapia de grupo para adictos a la ópera. Esta especie de asociación de operófilos anónimos recoge todos los estereotipos que pueblan los teatros hoy en día: desde el crítico que vuelca sus inquinas en un blog, escribiendo ya con desidia tras más de treinta años en el oficio; hasta la joven (Aida Garifullina) que persigue a Jonas Kaufmann allá donde cante, con sueños lúbricos por supuesto no son correspondidos; pasando por la vieja diva venida a menos (Violeta Urmana) que sueña con volver a disfrutar de la gloria de antaño. Memorable. Ya solo por este giro la producción merecía un aplauso. Pero es que además Tcherniakov logra que el enredo del libreto fluya con verosimil dinamismo como una suerte de terapia de grupo, recuperando una fórmula que ya había puesto en práctica antes en otras producciones, como su Carmen de Aix-en-Provece o sus Troyens de París.

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El momento más descacharrante, hilarante hasta un punto verdaderamente glorioso, tiene lugar al final de la velada, cuando ya todo el mundo da por terminada la función, incluso con algunos asistentes del público abandonando la sala (esos impertinentes que se precipitan en cuanto cae el telón, no vaya a ser que les cierren el metro o les dejen sin cena en el restaurante de al lado). Pasados unos instantes de confusión, a telón bajado, con Barenboim sin abandonar el foso, los aplausos resonando en la sala, Tcherniakov nos presenta el final alternativo imaginado por el protagonista Don Jerome, rematando así el juego de enredos matrimoniales que sostiene el libreto. Les aseguro que hacía mucho que no me reía tanto como cuando el coro completo aparece en escena, con cada corista caracterizado según uno de los arquetipos y mitos más reconocibles para el aficionado a la lírica: desde Caballé ataviada como Norma a Callas caracterizada como Tosca, pasando por todos los grandes protagonistas del repertorio (Wotan, Carmen, Butterfly, Falstaff, Rigoletto, Otello, la Reina de la Noche, Brünnhilde, Boris Godunov.... ¡todos!). Este final es el broche jocoso a una velada ingeniosa. En conjunto, pues, una producción memorable, que revitaliza de manera imprevista y sorprendente una obra que no tiene, a priori, mimbres para llegar tan lejos como Tcherniakov ha logrado en estas funciones para la Festtage berlinesa. Si tienen ocasión, no se lo pierdan.

El reparto reunido para estas funciones no ha podido ser mejor. Absolutamente redondo, algo verdaderamente raro e infrecuente; nadie se queda atrás en una labor coral verdaderamente digna de elogio. Mención aparte para Stephan Rügamer como Don Jerome. Su naturalidad cantando en ruso, su empeño escénico y además su habilidad con otros instrumentos (trompeta y percusión) hacen de este papel una de las creaciones más redondas de toda su carrera profesional, ligado al ensemble de la Staatsoper de Berlín. Por otro lado hay que quitarse el sombrero ante Violeta Urmana, quien se presta aquí a una impagable caricatura de sí misma (de hecho su personaje es presentado bajo el nombre de Violeta, sin medias tintas). Más allá de sus sonoros medios y su extraordinario magnetismo y gracejo en escena, lo que asombra en Urmana es su honestidad a la hora de exponerse en público como una cantante que vivió mejores días y que hoy no termina de encontrar su sitio en el repertorio y en la agenda de los teatros. Brava! 

 

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Anna Goryachova, amén de sus imponentes y cálidos medios vocales, se descubre como una fiera en escena, en la parte de Clara de Almanza. Sorprende para bien la frescura vocal de Aida Garifullina, quien se involucra asimismo plenamente en la propuesta de Tcherniakov. El bajo Goran Juric presta sus sonoros y rotundos medios al personaje de Mendoza, genialmente pintado por el director de escena ruso, con un guiño impagable para connaisseursflâneurs de los teatros europeos. Todo un hallazgo la voz del barítono moldavo Andrey Zhilikhovsky, de una rotunidad y nobleza apabullantes. Su interpretación es igualmente fantástica, aquí recreando en escena a un obseso de la técnica vocal que no hace otra cosa que ir dando voces por aquí y por allá siempre que tiene ocasión. E igualmente un descubrimiento la hermosa y firme voz del tenor Bogdan Volkov, con esa emisión tan propia de las voces rusas; sin duda un nombre a seguir. Cerraba el cartel el barítono Lauri Vasar como Don Carlos, quizá el menos espléndido de los solistas, pero igualmente a la altura de un cartel redondo, sin la más mínima fisura en lo vocal o en lo escénico.

En el foso, al frente de una Staatskapelle de Berlín en estado de gracia, Daniel Barenboim sorprende una vez más, exhibiendo una afinidad desconocida con el repertorio de Prokofiev, al que logra extraer una riqueza cromática y rítmica verdaderamente prodigiosa. La partitura del maestro ruso es irregular, con numerosos altibajos y una general falta de continuidad, pero Barenboim sabe poner los acentos allá donde realmente hay algo que resaltar, logrando que la representación transcurra con vitalidad y dinamismo, descubriendo al oyente una partitura cuajada de instantes hermosos y espectaculares, muy por encima de las expectativas.