Antoni Wit

El Nuevo y Viejo Mundo

Barcelona. 14/10/17. Auditori. Lutoslawski: Pequeña suite. Shostakovich: Concierto para piano y orquesta núm. 2, op. 102. Denis Kozhukhin, piano. Dvořák: Sinfonía núm. 9 en mi menor, op. 95 “Nuevo Mundo”. Orquesta Sinfónica de Barcelona y Nacional de Cataluña. Dirección: Antoni Wit.

El veterano director polaco Antoni Wit guarda esa fuerza y convicción de la vieja escuela, tan poco frecuente y en vías de extinción en tiempos débiles y dubitativos como los nuestros. En efecto, la acumulación de años y conciertos tiene un inevitable precio que se paga, pero a cambio ofrece en su lectura de oficio intachable un interés renovado sobre el gran repertorio orquestal. Actual director de la Sinfónica de Navarra y muy conocido por nuestros lares, volvió a visitar la OBC tras su paso hace dos temporadas con Ravel, Prokófiev y Shostakovich. 

El tercer programa de esta temporada tenía un marcado carácter eslavo. Como vuelve a suceder este curso, la elaboración de los programas no remite con claridad a un criterio estético. Para empezar, la Pequeña suite de Lutoslawski fue una obra a gusto del totalitarismo del realismo socialista, y sigue resultando muy digestible al paladar perezoso. No hay que olvidar los problemas que sólo cuatro años antes le acarreó su Primera Sinfonía (1947). Más interesante hubiera sido escuchar otras obras de etapas en las que escribió sin esos condicionantes, más representativas de su música y significativas de su aportación al repertorio del siglo XX, como sus dos últimas sinfonías. ¡Tanta otra música debemos oír aún en Barcelona! Siguiendo la tradición de la primer obra en el programa, lo que oímos es una especie de vermut musical –que hoy nos suena simpático aunque esconda un enorme drama– escrito con gran oficio pero sin más recorrido, dirigido con detallismo e interpretado con corrección.    

Sin llegar a tanto, algo parecido por el contexto sucede con el segundo Concierto para piano y orquesta de Shostakovich, menos programado que el primero y escrito sin incomodar a la burocracia soviética pero sí a su propio autor, sumido en una crisis creativa hasta el punto que en una carta a Edison Denísov lo consideraba absolutamente carente de valor artístico. Eso no significa que tenga pasajes interesantes y de gran belleza sin dejar de presentar dificultades al intérprete, del que pide precisión y sensibilidad reflexiva. Todo ello y más encontró en las manos elocuentes de Denis Kozhukhin, que con carácter arrollador se apropió de la obra mediante una articulación impecable desde el allegro, un fraseo medido y un trino de claridad cristalina en el andante central rematado con una vehemencia desbordante en el último movimiento. De gran madurez estética, el joven pianista ruso tiene cosas que decir y sabe cómo hacerlo, a través de un sonido rotundo y una técnica precisa que alimenta una rica paleta de ataques. La orquesta funcionó milimétrica a la batuta, que supo modelar bien las atmósferas en diálogo con el solista. Este decidió despedirse con una encantadora propina de delicado tono íntimo: el décimo Preludio de El clave bien temperado en la histórica transcripción en si menor que hiciera su compatriota Aleksandr Ziloti. 

Ya en la segunda parte, se pudo apreciar mejor el trabajo de Wit ante un exigente monumento sinfónico como es esta Novena de Dvořák, que nos habla de la frescura de un mundo más joven, mistificado y soñado por él –presuntamente sin los vicios del viejo continente que el compositor checo conocía–, a través de un sólido entrelazamiento del material temático entre los cuatro movimientos. En líneas generales, la profunda comprensión que el director tiene de la música pudo ser trasladada a la orquesta, en una dirección que privilegió siempre la visión de conjunto por encima de pinceladas y detalles que tenían –digámoslo desde el principio– mucho margen de mejora. La batuta logró desprender una gran amplitud de sonido en violines entre la densidad sinfónica de los dos primeros movimientos, aunque se vieran afectados por desequilibrios en la administración de los planos sonoros especialmente en los dos siguientes. En este apartado, merecen ser destacados la sólida afinación y empaste de la cuerda grave, así como la nobleza de sonido de los metales de la orquesta, quizás lo más destacable de la tarde. La brillantez, expresividad y vehemencia que arrancó un esforzado Wit, desplazándose por la tarima como un boxeador por el cuadrilátero, se vio empañada por desajustes ostensibles en ciertos momentos, amén de algunas estridencias que desdibujaron los delicados planos que dialogan en la intrincada arquitectura tímbrica de la sinfonía. Pese a ese desarrollo algo fatigoso en el que se fue perdiendo una claridad que hizo tambalear el vertiginoso Scherzo, dejó muy buen sabor de boca la contundencia imperial de la sección de metal hasta el final del Allegro con fuoco, con una afinación y estabilidad admirables en ese delicado desfiladero al que Dvorak los arroja. Antes de abandonar una sala con una asistencia discreta que exteriorizó su admiración hacia el director, Wit recorrió las diferentes secciones para saludar a los músicos y agradecerles la implicación, la disposición para dejarse arrastrar y vaciarse y así lograr imprimir su sello, que siempre es el único camino para acercarse a la música pertenezca uno a la vieja o la nueva escuela, si es que existe algo que podamos denominar como tal.