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L´umile ancella

Peralada. 17/08/2019. Festival Castell de Peralada. Iglesia del Carmen. Obras de Caccini, Scarlatti, Gluck, Durante, Bellini, Verdi, Donizetti, Rossini, Puccini y Verdi. Sondra Radvanovsky, soprano. Anthony Manoli, piano.

Hace ahora veinticinco años, la soprano Sondra Radvanovsky se alzaba con un galardón en las Metropolitan Opera National Council Auditions. Hoy es una de las divas más cotizadas y consolidadadas de nuestros días. Por aquel entonces, a mediados de los años noventa, la leyenda de Montserrat Caballé ya era muy alargada, todavía en activo, en lo más alto de su trayectoria. El Festival Castell de Peralada siempre estuvo muy ligado a la figura de la soprano barcelonesa. De hecho, la idea misma de este festival y su formato surgió del encuentro y amistad entre la propia Caballé y la también ya desaparecida Carmen Mateu de Suqué, fundadora del mismo. En el programa de mano se incluía no en vano un atinado artículo de Roger Alier repasando esta vinculación, diríamos, fundacional.

De alguna manera el Festival de Peralada viene cultivando ahora un vínculo no menos estrecho con la citada Sondra Radvanovsky, quien ya ha protagonizado aquí varios conciertos y las representaciones de Norma de 2013, y a quien se espera de nuevo en el verano de 2020, al frente de dos funciones de la Aida de Verdi. De modo que la presencia en esta edición del Festival de un recital de Radvanovsky en homenaje a Caballé tenía toda su lógica. Más aún si pensamos en que ambas sopranos, aunque con voces y técnicas muy distintas, comparten ciertos rasgos, como esa singular habilidad para los pianissimi, los filados y las medias voces. Incluso, permítanme la maldad, la mejorable dicción de algunos pasajes, como quedó en evidencia con un Rossini vertiginoso pero con un texto casi ininteligble.

Sea como fuere, con un tono amable y desenfadado, muy cercana al público, la propia Radvanovsky fue desgranando las piezas que componían el repertorio de la velada. Las primeras cuatro arias, unas piezas de Caccini (Amarilli, mia bella), Scarlatti (Sento nel core), Gluck (O del mio dolce ardor) y Durante (Danza, danza, fanciulla gentile) abrían el recital a modo de calentamiento, sí, pero no azar, sino por ser las primeras piezas con las que ella misma empezó a estudiar canto al inicio de su formación vocal, tal y como nos dijo. Eran también, de algún modo, un guiño al amplio repertorio de canciones que Caballé paseó por su recitales, sobre todo ya en el último tramo de su carrera, cuando la voz empezó a estar en baja forma de cara al gran repertorio lírico. 

El segundo tramo de esta primera parte del recital fue ganando en interés. Primero con tres canciones de Bellini muy estimables, sobre todo La Ricordanza, donde se escucha claramente la misma melodía que anima el "Qui la voce" de Elvira en I puritani. Y después dos platos fuertes, dos guiños indudables al gran repertorio operístico de Caballé: "Non so le tetre imaggini" de Il Corsaro, en alusión a ese Verdi temprano que la soprano catalana cantó como pocas; y "L´amor suo mi fe´ beata" del Roberto Devereux de Donizetti, uno de los grandes hitos de la trayectoria de Caballé, quien tanto hizo por recuperar estas partituras belcantistas para el repertorio regular de los grandes teatros. En ambas piezas exhibió Radvanovsky lo mejor de su hacer, con una técnica pluscuamperfecta, de emisión tan segura como relajada. Su voz es amplia, aunque su técnica sabe domeñarla y reducirla a la mínima aunque nítida y audible expresión. El timbre es carnoso y un punto áspero, lo que aleja su belcantismo de un ejercicio puramente instrumental.

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La segunda mitad de la velada se abría con unas canciones de Rossini -un tanto prescindibles, a pesar de que Radvanovsky las defendió con teatralidad y ahínco- y proseguía con dos piezas más de Puccini, Sole e amore e L´uccellino, donde el compositor de Lucca, donde recrea sendas y bien reconocibles melodías de La bohème y Tosca. La soprano canadiense las expuso como si se tratase de dos romanzas operísticas, con un fraseo amplio y cargado de dramatismo. Y acto seguido, la gran escena de la Manon Lescaut de Puccini, el "Sola, perduta, abandonata". Radvanovsky hizo temblar los muros de la Iglesia del Carmen, componiendo una escena emocionante, expresiva y vocalmente muy sólida. La velada se cerraba, acto seguido, con "Una macchia, è qui tuttora!" del Macbeth de Verdi.

Se vivió aquí uno de los momentos más emotivos de la noche. De repente, a los pocos compases de inicarse el aria, Radvanovsky pareció sentir como su garganta se cerraba y pidió al pianista detener la interpretación. Visiblemente azorada, emocionada incluso, nos confesó que recientemente había sido diagnosticada como un asma severo, motivo que le obligó de hecho a cancelar la última de sus representaciones en la pasada Luisa Miller del Liceu. Vimos aquí a la diva al descubierto, expuesta como una umile ancella. La soprano al servicio de su voz; la intérprete al servicio del canto. Humilde y franca, Radvanovsky confesó que lo había pasado muy mal hasta encontrar un diagnóstico claro de lo que le venía sucediendo, preocupada como es lógico por el futuro de su instrumento. Todo parece estar bajo control. Como bromeé con ella, tras el concierto, no hay nada que no se solucione "with patience and drugs", si me permiten la boutade. Y en efecto, Radvanovsky hizo uso de su inhalador y acto seguido nos regaló una brillante lectura de este intrincado pasaje de la Lady Macbeth verdiana, que requiere manejar un hilo de voz flexible, cómodo en el grave y resuelto en el agudo, incluso a ese Re bemol conclusivo, en pianissimo, que tantas sopranos eluden y que Radvanovsky resolvió a placer. No sería descabellado quizá que incluyera este papel en su repertorio en un futuro no demasiado lejano.

Como suele pasar en estas ocasiones, lo mejor del recital -que había sido espléndido- llegó no obstante con las propinas. Cinco, nada menos. Tres de ellas monumentales, memorables, con Sondra Radvanovsky en estado de gracia: "Io son l´umile ancella" de Adriana Lecouvreur, de Cilea; "Casta diva" de Norma, de Bellini; y "Vissi d´arte" de Tosca, de Puccini. Tres arias emblemáticas, de tres papeles icónicos en la carrera de Caballé y de toda gran soprano. Apabulló Radvanovsky aquí con un dominio aplastante de su instrumento. Escalofriante sobre todo el "Casta diva", una pieza que es imposible escuchar hoy en día sin pensar antes o después en Caballé. Y no menos emotiva la pieza de Cilea, pensando en lo vivido momentos antes, cuando Radvanovsky se había sentido umile ancella de su voz. Durante todo el concierto, al piano tuvimos a un sólido y musical compañero de viaje, Anthony Manoli, quien es a la sazón la persona de confianza de Radvanovsky, con quien prepara sus roles y pone a punto su voz a menudo.