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Jessye Norman, la voz de cobre y terciopelo

Discúlpenme, porque voy a ponerme un poco sentimental y ni yo mismo soporto cuando los críticos nos ponemos a contar nuestras batallitas. Por resumir un poco, Jessye Norman me cambió la vida. Al menos me empujó a tomar decisiones hace ya muchos años, que me han llevado, precisamente, a estar hoy aquí escribiendo estas líneas. Si Teresa Berganza me inoculó el amor por el canto, fue el arte de la Norman el que terminó por convencerme para dejarlo todo, literalmente, y dedicar mis días a servir a la música clásica (o intentarlo) desde la palabra. Quizá podría haber sido cualquier otra noche, con cualquier otra persona, pero fue ella, cantando Satie y con declaraciones como "la peor enfermedad del mundo es la intolerancia", la que me animó a tomar mi camino. Jessye era grande, dentro y fuera de los escenarios.

En 1975, cuando su presencia y su voz ya lo eran todo, decidió tomarse un descanso para centrarse en mejorar. No estaba convencida de ella misma. Algo llamativo, ya ven, al menos desde fuera. Lo cuenta en sus memorias: Stand Up Straight and Sing!, cuyo título vuelve a ser toda una declaración de intenciones y en cuya presentación, hace cinco años en el Metropolitan de Nueva York, pude verla por última vez. Justo después sufrió una lesión en la medula espinal, cuyas complicaciones nos han traído hasta esta fatídica notica. Jessye era una mujer entregada a las causas sociales, a la defensa de los derechos de los afroamericanos en Estados Unidos y volcada en el desarrollo artístico de los más jóvenes a través de la escuela que fundó con su nombre. En su momento fue la mujer más joven en recibir el Kennedy, casi 20 años después de que lo recibieran Marian Anderson y Leontyne Price, cuyo legado y lucha continó. Y Norman era toda una diva. De las que imponen y atraen a partes iguales. De un magnetismo único, procedente de una voz irrepetible. Los precios para las entradas de sus recitales ocupaban páginas en los periódicos de hace años y sus peticiones llevaban de cabeza a los programadores (en los últimos tiempos, supuestamente, exigía no cruzarse con nadie desde la puerta de los teatros hasta su camerino), además de ciertas demandas estrafalarias interpuestas durante su carrera. Y entre la una y la otra, su voz.

La voz de Jessye Norman parecía abarcarlo todo... y de hecho así fue. Desde La finta giardiniera de Mozart, pasando por Purcell u óperas más bien perdidas de Haydn, hasta Wagner y Strauss; también Fauré, el Verdi más primerizo (le "robó" el papel protagónico a la Caballé en Il corsaro), Berlioz, la Carmen de Bizet, verismo, Offenbach, Weber, o Schoenberg. Precisamente ayer estuve escuchando su Oedipus Rex de Stravinsky y su A Child of our Time, de Tippett. Para cualquiera es obvia la desconexión entre títulos y autores, pero sí que hay una unión más allá de la propia evolución de la música en sí misma: la Norman cantaba lo que le gustaba, lo que le apetecía, lo que sentía. Y no hay más. De hecho, su último disco publicado, grabación en vivo de una gira mundial de conciertos, declaraba ser una vuelta a sus raíces a golpe de jazz y Espirituales - con la "E" (o "s" en inglés) mayúscula, como a ella le gustaba recalcar. Roots. My life, my song, es también todo un homenaje a grandes como Lena Horne, Nina Simone, Odetta y Ella Fitzgerald y, de nuevo, toda una declaración de intenciones.

En sus mejores momentos, la voz de Norman se despliega áulica, pero vigorosa, plena de acentos e incisividad, de timbre denso y suntuoso, con los recursos de una mujer inteligente y musicalísima en los detalles. Una voz ancha y oscura, de esas que abrazan. Podríamos decir que aterciopelada, pero no deja de ser puro cobre bruñido. Un bálsamo a base de cobre recubierto de terciopelo. Eso es. Y al mismo tiempo, con la capacidad de crear el mayor de los recogimientos a través de filados y pianissimi. Era cuestión de tiempo que diera lo mejor de sí en las partituras de Wagner (¡ese maravilloso tándem junto a Colin Davis!) y Strauss (¡ese maravilloso tándem junto a Kurt Masur!). Hasta siempre, Jessye!

Foto: Iliya Pitalev.