Jaroussky VivaVivaldi TeatroReal20

Deliciosa monotonía

Madrid, 05/10/2020. Teatro Real. Las voces del Real: ¡Viva Vivaldi! Arias de Antonio Vivaldi. Philippe Jaroussky, Contratenor; Emöke Baráth, soprano; Lucile Richardot, alto; Emiliano González Toro, tenor. Le Concert de la Loge. Julien Chauvin, dirección musical.

Ya sabemos lo que supone organizar y asistir a una ópera en tiempos de pandemia. Las recientes experiencias de La traviata y Un ballo in maschera en el Teatro Real nos han dado una buena muestra de su impacto en los aspectos musicales, escénicos y, sobre todo, en la comunicación con la audiencia. Es ahora el turno de comprobar el efecto sobre los recitales líricos, cuyas características se alejan más de lo dramático, adentrándose en el terreno de lo celebratorio, en las cadenas de bravos y aplausos, en los vítores y el clamor de masas.

Y el primer recital en la era d.C. (después de covid) nos llega de la mano de una de las pocas superestrellas del siempre exclusivo mundo del canto barroco, Philippe Jaroussky. Viene acompañado de tres excelentes cantantes que ilustran la diversidad de cuerdas del periodo: castrato, tenor, soprano y alto; solo nos faltó un bajo. Hay que agradecer en primer lugar el esfuerzo de los artistas accediendo a duplicar la función, actuando en dos sesiones consecutivas, una deferencia que los aleja del divismo y los acerca de los cercanos cómicos de antaño.El recital consistió en una serie de arias da capo, una tras otra, sin intercalado de las habituales piezas orquestales, sin ni siquiera algún dúo o concertante con la que aliviar la sucesión de solistas entrando y abandonado el escenario. La propia estructura impuso una notable monotonía, en la que los contrastes vieron de la mano de la vocalidad de los cantantes y del carácter binario del programa: muchas arias de bravura para el lucimiento pirotécnico y los lamentos para dar rienda suelta a la sensibilidad emocional. Una apuesta muy peligrosa que, si se salvó del aburrimiento, fue por la calidad de los artistas y por un efecto atmosférico inesperado.

Sabemos ya del impacto negativo que una sala medio llena tiene en una obra escénica, pero en este caso, el lastre fue menor, es más, el vacío contribuyó a dar una cierta sensación de intimidad al acontecimiento. Los huecos en la sala y el carácter afectado arias de Vivaldi crearon una conexión cercana con los cantantes. Como si estuvieran cantando para cada uno de nosotros en particular y para nadie más - son beneficios colaterales de esta maldita epidemia.

Jaroussky, por supuesto, fue la estrella del plantel, haciendo gala de las virtudes que le han hecho célebre: una proyección con frecuencia capaz de abarcar un gran teatro de ópera, ese timbre terso y natural que le distancia del habitual artificio de los contratenores de primera generación, y esa facilidad para las dinámicas -qué magnificos messa di voce- que utiliza sin tapujos para espolear los da capo a la zona de los agudos. El mejor canto, sin embargo, nos llegó con la alto Lucile Richardot, con la potencia y oscuridad de sus graves, con la emotiva introspección de 'Sovente it sole' y las impactantes florituras de 'Frema pur'; una todo terreno curtida en el edificante entorno de Les Art Florissants. Emöke Baráth también pudo presumir de versatilidad con un canto impecable, un trémolo seductor, y la mayor teatralidad de la noche, exhibida en cada una de sus intervenciones, pero sobre todo en su primera aparición con 'Armate face et anguibus'. Emiliano González Toro comenzó algo distante -seguramente salió sin calentar- pero ya en su segunda intervención se situó al gran nivel de sus compañeros. 

La estructura del recital hizo que Le Concert de la Loge tuviera una función exclusiva de acompañamiento, bien ejecutada, vivaz hasta en los fragmentos lentos y sin rastro de esos retardandos melosos que en pocas ocasiones benefician a los cantantes. El color ácido de las cuerdas dominó los principios de las piezas, demostrando calidad orquestal en  sus pocos instantes de protagonismo.

'De’ll aura al sussurrar' a modo de cuarteto (ese refrito vocal que el propio Vivaldi hizo de su Primavera) marcó el final del concierto. Unos aires celebratorios y casi navideños que rompieron con el exquisito gusto mostrado durante la actuación. Una sesión, como decíamos, de pocos contrastes, pero en la que la sutileza del canto nos hizo perder la percepción temporal y abandonarnos a la confortante monotonía de unas caricias sonoras. Algo muy de agradecer en esta época de vértigos.