chenier opera de oviedo

Crónica de un éxito anunciado

Oviedo. 7/12/17. Teatro Campoamor. Umberto Ainhoa Arteta (Maddalena de Coigny), Carlos Álvarez (Carlo Gérard), Mireia Pintó (La mulata Bersi) Marina Rodríguez Cusí (La condesa de Coigny, Madelon). Jon Plazaola (Un Increíble) Orquesta Oviedo Filarmonía. Coro de la Ópera de Oviedo. Dirección de escena: Alfonso Romero Mora. Director Musical: Gianluca Marcianò.

Dijo Dante que “los lugares más oscuros del infierno están reservados para aquellos que mantienen su neutralidad en tiempos de crisis moral”. Así, en una época en la que la guillotina trabajaba sin descanso, el joven poeta André Chénier se decidía a abandonar su puesto como secretario del embajador francés en Londres para poner rumbo a París, donde su afilada pluma retrató con sátira las entretelas revolucionarias. Defensor de Luis XVI, fue capturado y encarcelado por 140 días en St. Lazare, a la espera de una ejecución maquinada por Robespierre. En su presidio conoció y se enamoró de Aimée de Coigny, a quien dedicó inspirados versos en su poema “la joven cautiva”, donde Chénier canta -desesperado- a su inevitable destino.

Inspirada en todo lo anterior, la obra firmada por Umberto Giordano se nos confirma como un “teatro musical” enormemente efectivo. Una composición que, si bien no ahonda en la psicología de cada personaje con la profundidad de un Mozart, ni tampoco cuenta con la genialidad orquestadora de un Verdi, es capaz de arrastrar con ella al público que la escucha. Con un buen Andrea Chénier, todo el teatro debe sentirse partícipe de un amor, el de Maddalena y Andrea, y de una época, los momentos más convulsos de la Revolución Francesa. Afortunadamente, la Ópera de Oviedo ha sabido cuidar muy bien de este binomio confiando, por un lado, en un reparto indiscutible y, por otro, en una escenografía coherente y de contrastada calidad.

A buen seguro existen cientos de argumentos, sesudamente elucubrados por registas ignotos, que defienden las bondades escénicas de trasladar una producción de Andrea Chénier a otro contexto histórico e incluso geográfico. Un recurso que, si bien resulta enriquecedor en algunas ocasiones, está convirtiéndose ya en una suerte de “fórmula mágica”, más pensada para reclamar protagonismos y eludir prejuicios, que para ofrecer una propuesta trabajada y de calidad. La novedad por la novedad no aporta nada salvo incoherencia y, guste o no, lo importante en la ópera es respetar lo que la música dice; el cómo se dice debe ir siempre subyugado a ésta.  

En este contexto podemos enmarcar el trabajo de Alfonso Romero Mora, literal con el libreto en tiempos y espacios. En ella, una mansión de techo algo agrietado abre el primer acto y, a medida que la función avanza, el escenario se va transformando para dar cabida a un barrio de París, al Tribunal Revolucionario y, por último, a la Prisión de St. Lazare. Todo ello siembre sobre un permanente suelo inclinado que, si bien estuvo a punto de provocar alguna que otra caída, aportó una perspectiva interesante y no demasiado explotada. Detalles como la caracterización de la corte pastoral que figura en el primer acto, o el enorme montón de pelucas apiladas -simbolizando el gran número de guillotinados- ya en el segundo, sumaron enteros al trabajo de Mora. Una producción trabajada, justa con los cantantes y que, por encima de todo, supo potenciar el drama firmado por Giordano.

En el terreno vocal, sin duda, poco más cabe pedirle en esta ocasión a la Ópera de Oviedo, que logró juntar sobre un mismo escenario a tres grandes de la lírica en nuestro país: Ainhoa Arteta, Jorge de León y Carlos Álvarez. Un trío de ases que elevó este Andrea Chénier a la cima vocal de lo escuchado en las últimas temporadas. Así pues, era muy esperado el debut de la soprano vasca como Maddalena, un rol que ya se adapta sin problemas a su vocalidad actual. Tras su cancelación en las Bodas de Fígaro hace dos temporadas, para el público ovetense la espera ha merecido la pena y momentos como “la mamma morta” o el dúo con Chénier “vicino a te s’acqueta”, dieron buena cuenta de ello. Arteta es una soprano de referencia a día de hoy; ya no sólo por ser dueña de una voz homogénea y con gran capacidad para correr por el teatro, sino por exhibir una actitud e intensidad dramática siempre meditada y acorde con el rol que interpreta. Muy capaz, por tanto, de hacernos sentir de primera mano las emociones por las que Maddalena atraviesa en su azarosa relación con Chénier.

Jorge de León fue el encargado de dar vida al joven poeta, labor que desarrolló con soltura -que no es decir poco- durante toda la obra. Desde su improvisso "Un dì all'azzuro spazio", la voz de León ya se confirmaba poderosa, de emisión abrumadora en los agudos, aunque, en comparación, algo más desguarnecida en el centro. Con todo, el tenor firmó un Chénier de altura, apasionada en el primer acto, con mucho carácter en el tercero y verdaderamente emotivo en su dúo final con Maddalena ya en el cuarto.

Por su parte, el Gérard de Carlos Álvarez, que se auguraba excelente, parecía peligrar cuando antes de elevarse el telón se informó por megafonía que el malagueño se encontraba atravesando un proceso gripal. Sea como fuere, más allá de una lectura algo contenida de "Son sessant'anni, o vecchio" en el primer acto, y de una incómoda flema que le sorprendió algo más adelante, podemos afirmar que Álvarez firmó un Gérard de quilates, contundente en su “Nemico della patria?” y galante de unas tablas envidiables. Sin duda, merecerá la pena acudir a las siguientes funciones para escuchar su Gérard ya en plena forma.

Entre los papeles secundarios, gustaron especialmente el Roucher de Francisco Crespo y el aplomo escénico de “El increíble” de Jon Plazaola. Asimismo, Marina Rodríguez Cusí se mostró correcta en su doble papel de Condesa de Coigny y Madelon, interpretando con mayor solvencia a esta segunda.

Orquestalmente, Gianluca Marcianò llevó con pulso a la Oviedo Filarmonía a través de los intensos pentagramas escritos por Giordano. El italiano logró, por tanto, extraer un sonido trabajado y ciertamente denso de la formación ovetense, habida cuenta del número de sus atriles y del espacio disponible en el foso del propio Teatro Campoamor, que siempre se plantea como un lastre en este tipo de repertorio. Cabe destacar muy positivamente la presencia del coro de la Ópera de Oviedo, que se mostró empastado y rotundo dando vida tanto a nobles como a miembros del tercer estado. Un trabajo que, viniendo de una formación cuyos integrantes no se dedican a tiempo completo al canto, resultó sinceramente elogiable.

Foto: Ópera de Oviedo.