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Sencillamente polvo

14/08/2018. Palacio de Festivales, de Santander. Mahler: Sinfonía nº 9. London Symphony Orchestra. Dirección musical: Simon Rattle.

No pretendo ser original a la hora de titular esta reseña; de hecho, estas dos palabras son las que utilizó el mismo Simon Rattle a la mañana siguiente del concierto, en el encuentro con la prensa especializada organizado por el FIS, cuando se le pidió definir en pocas palabras el significado de la obra.

La Novena sinfonía de Gustav Mahler es por su significado, sencillamente, polvo. Más allá de creencias religiosas, la última sinfonía completa compuesta por el bohemio tiene como característica huir del sonido ampuloso y estridente de otras de sus obras, mucho más populares entre el gran público. Sin embargo, esta última sinfonía nos traslada a un estadio en el que el final, la muerte, un modo recopilatorio se nos aparece con cierta claridad. 

Así, mientras el primer movimiento andante en sus extensos casi treinta minutos parece anunciarnos el principio del fin los dos siguientes, in tempo y rondo, nos llevan a otro estadio, más lúdico, más brillante en el aspecto sonoro. Y finalmente, en el cuarto y último movimiento, en el Adagio: sehr langsam und noch zurückhaltend la escritura mahleriana se nos despliega en toda su brillantez a través de la construcción de una profunda melancolía que nos recuerdan inevitablemente otros adagios del mismo compositor.

Y ahí se nos aparece el polvo. Rodeados de silencio, compenetrados con la música, participando del concierto en tanto que silentes espectadores, tras las últimas notas en piano, queda el simple polvo de lo que podamos ser.

El silencio. Así se nos aparece el silencio. La música del silencio, como el mismo Rattle quiso subrayar en su comparecencia. El silencio del público durante el desarrollo de la compleja obra, el silencio del mismo público tras el último acuerdo en manifestación de respeto. Así participamos las casi dos mil personas en sentimiento de comunión con Simon Rattle y la plantilla de la LSO. Y así se triunfa.

Tenía pensado otro titular para esta reseña: “Había que estar”, para dar importancia a la trascendencia del concierto. Y una vez terminado el mismo lo primero que pensé es que había acertado eligiendo precisamente este en mi única posibilidad de acercarme a Santander. Había que estar porque Simon Rattle es un magnífico director, porque los músicos de la London Symphony Orchestra son músicos de gran talla y porque la oportunidad de escuchar la obra que nos ocupa no es asunto baladí; de hecho, esta sinfonía merecería más protagonismo en las programaciones habituales.

Los conciertos de verano siempre tienen encima una cierta sombra de duda por la posible implicación de los músicos pero verle a Rattle dirigir esta obra disipaba de forma inmediata cualquier atisbo de duda. Mahler no permite medias tintas y, en este sentido, Rattle supo abordar –sin partitura que consultar- con entereza y gran acierto una obra tan abstracta. En este sentido el director británico desbrozó en una interpretación brillante, llena de contrastes entre movimientos y dentro de ellos, los continuos cambios de ritmo exigidos por el compositor.

Para ello Rattle se valía de una orquesta que derrochó precisión en todas sus intervenciones. Todos los instrumentistas en infinidad de pequeñas células solistas supieron estar a la altura –apenas soy capaz de recordar una solitaria nota dudosa- además de ser capaces de producir un sonido en piano de calidad indudable.

Y, finalmente, la obra, una sinfonía a reivindicar. Mientras otras del mismo compositor gozan de gran popularidad hasta convertirse casi en mercadotecnia la novena parece estar relegada a un cierto segundo plano. Es una obra abstracta, de gran complejidad, que huye de la orquesta mahleriana ampulosa hasta transmitir con casi cien músicos los sonidos de una pequeña formación de cámara que es capaz de traducir el sonido del final.

Simon Rattle agradeció el comportamiento del público santanderino y visitante que se tradujo en un silencio de varios segundos tras el último acorde. Fue muy diplomático al no recordar al imbecil que rompió la magia del final del adagio con el sonido de su teléfono móvil. ¿Apenas podemos desconectarnos del mundo cotidiano por ochenta minutos?